Por NELSON RIVERA
—Me pareció que los nombres de los personajes de El tercer país pesan, significan, sugieren. ¿Podría contar cómo los escogió? ¿De dónde provienen?
—Dar nombre a un personaje es de los momentos decisivos. Es ahí cuando comienza una relación directa con las criaturas que acompañarán al autor y al lector durante páginas y páginas. Angustias Romero y Visitación Salazar, así como Consuelo, tienen nombre de vírgenes: hay en ellas una disposición a la piedad, pero también a la ferocidad, lo desbordado. Están obligadas a defenderse, a protegerse y proteger a otros.
En el caso de los personajes masculinos elegí nombres olvidados. Otros los saqué de novelas, como Abundio, el arriero de Pedro Páramo, de Rulfo, novela a la que rindo homenaje en las primeras páginas. La elección de los nombres extendió esos criterios en las toponimias. Ocurre con los nombres de pueblos y los ríos, desde Mezquite, un tipo de madera que se usa para fabricar carbón, hasta Cocito, que es un río del Hades, o Las Tolvaneras, que es un paisaje denso y ajeno, como la llanura, con esa calma aparente bajo la que crepitan la locura o el dolor.
—¿Puede relatar cómo fue el proceso de investigación de su novela?
—En enero de 2019 una historia se atravesó en mi camino y fui a buscarla: una mujer que enterraba a personas que morían intentando cruzar una frontera. En el camino presencié situaciones que aparecen volcadas en el libro. Al estar de viaje de forma permanente (entonces la promoción me hizo recorrer muchos países y territorios) podía contrastar unas fronteras con otras y ampliar el registro humano de la ficción que tenía entre manos.
Aunque El tercer país es una novela, necesité acercarme a un cementerio perdido en la mitad de la nada al que iban a parar hombres y mujeres sin nombre ni nadie que los reclamase, o cuyos familiares apenas disponían de dinero y medios para darles sepultura. Solo después de escuchar, ver, oler y percibir ese dolor polvoriento y áspero fui capaz de comprender cuáles son los temas centrales que recorrerían una tragedia antigua y universal que se repite.
Esta historia está construida en un viaje perpetuo y resulta desolador comprobar cómo determinadas situaciones convierten los territorios más disímiles en paisajes trágicos. Los hermana la carestía, el abuso, la huida. Los que aparecen en El tercer país son lugares y personas aplanados por el dolor, emparentados a la fuerza por la adversidad. Sea Lampedusa o el Puente Simón Bolívar, todos los lugares de paso acaban siendo el mismo purgatorio y quienes los atraviesan acaban convertidos en almas en pena.
—El tercer país recrea una región fronteriza de violencias crónicas y exacerbadas. Recuerda a la frontera entre Venezuela y Colombia, pero también a otras fronteras. ¿Qué hay en las zonas fronterizas que la vida parece perder todo significado?
—El límite entre un territorio y otro propone un lugar atractivo desde dónde distinguir determinados comportamientos. Los lugares sin ley me interesan, porque alguien acaba imponiéndose a la fuerza y casi siempre de la peor manera posible. El que llega a una frontera es siempre considerado un oponente, alguien que despierta más sospechas que compasión. En una frontera no se percibe a un hombre o una mujer que huye, sino un ser humano de quien toca si no defenderse al menos aprovecharse.
En ese límite que separa un lugar de otro, no solo pierde valor la vida, la muerte se vacía de su excepcionalidad, se normaliza, se da por sentada. Dejar gente abandonada muerta en un camino es un fracaso humano y social, pero mirar hacia otro lugar mientras eso ocurre refleja un entumecimiento moral como seres humanos. El tercer país habla de nuestra incapacidad de sentir compasión, una reacción de las que los seres humanos echan mano para resistir a procesos traumáticos. En El tercer país la violencia la ejercen los personajes, las circunstancias y, sobre todo, el paisaje, esa tierra que casi puedes masticar y que no concede ni un ápice de vida.
—Esta frase: “La vida los había tomado prestados de paso hacia la muerte”. ¿Podría comentarla?
—La desolación de una madre que lleva a sus hijos muertos en cajas de zapatos no cabe en una frase o una metáfora, ni siquiera en una novela. Encuentro una tragedia antigua como un odio y profunda como un foso: incluso cuando huyes para salvar la vida propia o la de otros, acabas perdiéndola. No existe redención alguna, incluso mereciéndola.
Angustias Romero y Visitación Salazar son un díptico. La primera, una madre huérfana, que lo ha perdido todo, incluido sus dos hijos, solo busca un lugar dónde sepultarlos después de una travesía de kilómetros con las criaturas guardadas en cajas de zapatos. En ese trasiego, inscrito en la aventura canónica del héroe clásico, Angustias crecerá como personaje. Visitación Salazar es una versión estrambótica de la piedad y la compasión. Ambas son reelaboraciones de Antígona: están dispuestas a violar una ley arbitraria para hacer lo que juzgan correcto.
Antígona como argumento siempre me ha desarmado: radiografía una sociedad enferma y la capacidad de los individuos para resistirse a la pobreza moral. El exilio republicano trabajó mucho la obra de Sófocles, desde Bergamín hasta María Zambrano, no solo por la guerra civil que se expresa en la muerte de los hermanos, sino por el desposeimiento hasta de la más elemental lápida: un trozo de tierra para ser sepultado, para que nos devoren las alimañas ni las inclemencias de la intemperie, pero, sobre todo, de una intemperie moral.
—Tanto en La hija de la española como en El tercer país se producen hechos cuya atrocidad es tal que, siendo real, por momentos adquiere un aura de irrealidad. ¿Qué reacción produce esto entre sus lectores europeos? ¿Es distinta a las reacciones de lectores de Venezuela y América Latina?
—En ocasiones las reacciones se parecen, aún siendo disímiles. El factor común es emocional. Hay una reacción anímica ante la historia, tanto en La hija de la española como en El tercer país. Una parte de los lectores en América Latina y Venezuela, a diferencia de Europa, interpretan mis libros como novela realista entendiendo por tal cosa una obra de documentación o testimonio de un hecho real. Por lo tanto, la verosimilitud o fidelidad se convierte en una categoría para evaluarla literariamente, cuando no es esa su función ni su cometido.
La ficción es ficción y resulta extraño explicar algo que hasta no hace mucho era evidente: una novela es una novela. Percibo en el resto de los lectores, sobre todo en Italia y Francia, una distancia que permite capacidad de percibir las emociones y desentrañar las paradojas de esa realidad concreta que cuentan los libros. Su lectura es menos voluntariosa: no esperan que una novela corrija una realidad o que la testimonie o la denuncie, sino que la despliegue. En ocasiones piensan que se trata de un distopía o literatura fantástica, pero queda la corriente subterránea de lo humano. Hay muchas lecturas y esa heterogeneidad en los puntos de vista favorece las historias. A fin de cuentas, son los lectores quienes completan la lectura.
—¿Quiénes son estas mujeres, la Adelaida de La hija de la española y la Angustias de El tercer país? A pesar de sus enormes diferencias, ¿hay elementos que las unan, que las conecten vitalmente?
—Tienen un aire de familia: ambas reúnen lo peor y lo mejor de la naturaleza humana. Nacen de los espacios de desesperación. Están entrenadas para ella y hablan su idioma. Hay en ambas un sentido de la supervivencia que está por encima de cualquier otra cosa, incluso de sus semejantes. Están tan rotas que avanzan como una demolición. Se lo llevan todo por delante de la misma forma en que algo muy superior a sus fuerzas las ha arrastrado.
Creo, sin embargo, que Angustias Romero es un personaje más trabajado que Adelaida: a diferencia de la anterior protagonista, esta es una mujer sencilla, con apenas educación, alguien que huye andando y que decide quedarse a vivir en el lugar donde ha enterrado a sus hijos. Su punto de vista es forzadamente distinto. Por eso insisto en que tanto Angustias Romero como Visitación Salazar me remiten a la Antígona de Sófocles: desobedecen una ley arbitraria para hacer lo que consideran justo.
—Quiero preguntarle por la locura y sus límites. Hay momentos en El tercer país en que ella deriva hacia hechos de violencia feroz. En otros casos, hacia conductas de sorprendente humanidad. ¿La locura tiene la facultad de mutar y hasta de cambiar su identidad?
—La más voraz de las enajenaciones es la que se da por normal, esa que no se cuestiona, a la que terminamos acostumbrándonos, y que se deposita hasta crear un poso de enfermedad colectiva. ¿Nos parece normal que alguien muera a palos o a pedradas? ¿Es normal que miles de personas se marchen con lo puesto, andando? El agotamiento, el hambre y la desesperación desvencijan las clavijas de la razón y aporrean la capacidad de sentir y convivir con otros. Alguien puede acostumbrarse a ser perseguido, a perderlo todo, a que no exista justicia, pero eso no significa que sea normal, y asumirlo como tal cosa despliega las conductas más variadas e incluso contradictorias. Los que huyen (porque algo los ha expulsado) no esperan ni tienen nada: eso los empuja a avanzar, en ocasiones llevándoselo todo por delante, incluso la razón.
—Me interesa conocer sobre qué ocurrió con su ánimo en las horas y días en que escribió esta historia tan dolorosa. ¿Además del trabajo de escritura hay un trabajo hacia su propio espíritu?
—Fue un viaje literal y metafórico. La paz polvorienta de un cementerio fronterizo y las historias que van a parar ahí me plantaron ante una certeza: aunque no lo parezca, es necesaria la compasión y la piedad. Si existen quienes, como Adelaida y Visitación, ayudan a las personas al menos a enterrar a sus muertos, existe una espita de luz, una guía, una grieta de humanidad en medio de la polvareda.
Sintetizar cientos de historias de pérdida, olvido y pena en una novela exige más contención y elegancia, porque ese dolor debe de ser tratado con respeto y un sentido de la medida que permita comprender la dimensión de muchas situaciones que aquejan a miles y miles de seres humanos. Trabajé muy conscientemente para que eso fuese así.
El tercer país busca la noción del otro como alguien necesitado de piedad. Estamos inhabilitados para la compasión, vivimos compartimentados en un mundo empeñado en su propia necedad y poco dispuesto a transigir en sus prejuicios y obcecaciones. Hasta los que salvan el mundo, algunos de ellos muy convencidos, tienen una concepción Apartheid del mundo.
*El tercer país. Karina Sainz Borgo. Lumen, Penguin Random House Grupo Editorial. España, 2021.
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