La vida humana se basa en la credibilidad en los mensajeros que diseminan mensajes y cuyo sentido depende del pre-conocimiento de quienes los reciben. No es que antes vivíamos en la era de la verdad y que ahora vivimos en la era de la mentira. La diferencia es que hoy vivimos en una sociedad en la que se ha masificado el poder de diseminar mensajes y declararlos verdaderos gracias a la interacción que ofrece la red digital.
Esta red, que en sus inicios era considerada como un desafío a los poderes centralizados, ha creado nuevos oligopolios por encima de los centros políticos y legales dictando sus propias reglas de juego. La anticiencia, el negacionismo climático, las teorías de la conspiración o el discurso del odio, no son más que viejos fenómenos actualizados en nuevas modalidades y cuya dimensión nos ha llevado a situaciones disruptivas, tanto en regímenes democráticos como autocráticos.
Quien envía un mensaje puede hacerlo creyendo honestamente que lo que dice es verdad. Pero el emisor puede no solo comunicar algo falso sino también intentar dañar al receptor, es decir, mentir. El lugar desde donde se juzga la veracidad es un lugar de poder y quien ocupa ese lugar puede caer en la tentación de abusar de ese poder para engañar al otro, excluyéndolo de su capacidad crítica y hasta su eliminación. En este marco, vivir en la era de la posverdad significa tener conciencia de la precariedad de la comunicación humana, tanto con respecto al error como a la mentira.
Esta nueva era nos ha llevado a vivir en medio de alucinaciones colectivas, hedonistas y nihilistas, mudas o ignorantes, mediadas por mucha inversión en tecnologías de la información, comunicación, vigilancia, minería de datos y publicidad masiva. Información personalizada, centrada en el consumo de bienes y experiencias o servicios tarifados, para proyectos de vida de clase media banales e inviables para la mayoría de los soñadores.
De esta manera, la posverdad actualiza como farsa las tragedias de la antigüedad, cuando pensar en un mundo mejor era imposible en términos racionales de corto o mediano plazo. Hoy, esta tragedia se repite como drama farsesco, porque las condiciones materiales y culturales para la mejora social, modesta y universal están dadas desde hace al menos un siglo. Pero la lógica sistémica del capitalismo hace imposible lo posible.
¿Podemos superar la posverdad sin desconectarnos?
La posverdad no es un problema de individuos aislados, es un problema cultural, colectivo, social. Y la desconexión, a escala social, no es posible ni deseable. La cuestión es entonces qué hacer con una determinada cultura de la conexión. Se trata de combatir legalmente el control oligopólico y corporativo de los flujos, tiempos, contenidos y accesos, a la vez de promover la alfabetización mediática e informacional a gran escala y en particular la competencia crítica en información.
La raíz del problema no está en la conexión, concebida en términos generales y abstractos, sino en la desconexión conectada, o en la conexión alienada, expropiada por la comunicación corporativa, la ideología neoliberal y el espionaje. La posverdad es entonces, en esta clave analítica, el nombre sintético de las actuales modalidades de alienación —entendida como la expropiación de alguien por otro— interconectadas globalmente por la desinformación digital en red.
Esta alienación se produce cuando se expropian la tierra, el cuerpo, el pensamiento y las herramientas del individuo y se privatiza lo común. Hoy en día, además de todo lo demás, los datos y los rastros digitales están alienados en la escala del big data. Estos datos, obtenidos tras una cuidadosa vigilancia, guiada por fines económicos mercantiles y propósitos políticos de tenor predominantemente neoliberal, retornan semióticamente de forma personalizada, pero a escala masiva en forma de publicidad, propaganda y fake news, forjando en gran medida la posverdad.
¿Las particularidades en América Latina?
En América Latina la manifestación más preocupante de la posverdad ha sido el “lawfare” que opera al servicio de los intereses del gran capital. Así se conoce a la acción programada y conjunta de sectores del poder judicial y legislativo, junto a ciertos medios de comunicación corporativos para movilizar a la opinión pública a través de la saturación de noticias ideológicamente sesgadas contra liderazgos populares que van en contra de sus intereses.
El derrocamiento de gobiernos populares de centroizquierda sin intervención militar ha sido un fenómeno reiterado en América Latina en la última década, como es el caso de Honduras, Ecuador, Bolivia o Brasil. En el caso de Brasil, particularmente, se forjó una violenta imagen pública en contra del PT (Partido de los Trabajadores) que no se corresponde con los hechos.
El apodo distorsionado —“kit gay”— que se dio a un folleto preparado por el último gobierno del PT destinado a prevenir la homofobia entre adultos, buscó instaurar la idea de que incentivaba a la homosexualidad infantil. Pero aún más grave fue la campaña para asociar la imagen del PT a la del partido de la corrupción, cuando los datos demostraban que los delitos habían sido muchos menos que los de los partidos acusadores.
Esta distorsión en la percepción pública de los hechos sirvió de caldo de cultivo para el golpe contra Dilma Roussef y la detención de Lula. La razón jurídica esgrimida para el impeachment de Roussef, las supuestas «pedaladas fiscales», además de insuficientemente probadas, habían sido una práctica contable habitual de todos los gobiernos posdictadura en Brasil. Y la prohibición de la candidatura de Lula a las elecciones de 2018, que acaba de ser oficialmente desenmascarada por el Tribunal Supremo de Brasil, permitió el triunfado del actual gobernante del país.
En el año 2016 el Diccionario Oxford entronizó al neologismo posverdad como palabra del año ya que había sido el término utilizado para intentar describir fenómenos inesperados como el Brexit o la victoria de Donald Trump. El hecho de que las creencias influyan en la opinión pública más que las pruebas o los argumentos racionales es antiguo. La novedad de la posverdad, como nuevo modo multifacético de engaño, es la mediación sociotécnica de los flujos de desinformación cuya velocidad, ubicuidad, capilaridad y coste relativamente bajo, desde la captación y extracción de datos hasta la circulación de la información, no tienen precedentes.
Rafael Capurro es filósofo e investigador en Ciencias de la Información. Profesor de la Universidad de los Medios de Stuttgart (Alemania). Doctor en filosofía por la Univ. de Düsseldorf. (Fundación Capurro Fiek, Alemania)
Marco Schneider (Río de Janeiro) es investigador del Instituto Brasileiro de Información en Ciencia y Tecnología (IBICT) e Profesor de Comunicación en la Universidad Federal Fluminense (UFF). Doctor en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de São Paulo.
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