Siempre me ha fascinado, como el lector irredento que me precio de ser, la capacidad de ciertos autores para, a través de sus textos, imitar a la vida. Esto, que enunciado parece una obviedad, no siempre es así. O debería decir que casi nunca es así.
Para ilustrar esta afirmación, durante un tiempo fui un lector acérrimo de Arturo Pérez-Reverte. Me fascinaba en aquel tiempo como el autor te trasladaba a otras épocas y lugares en los que sucedían cosas que yo nunca podría, en buena lógica, protagonizar. He de decir que entonces yo era mucho más joven o, mejor aún, mucho menos viejo y todavía conservaba el espíritu de la aventura, la idealización del héroe canalla y sinvergüenza que Pérez- Reverte se especializó en crear.
Esto está bien para una determinada etapa de tu vida, pero a medida que avanzas en edad y experiencia, sin ningún ánimo de ofender al susodicho autor, llega un momento en que te saturan los soldados y los espías de sonrisa torcida y navaja fácil y, al menos en mi caso, dejas de buscar a tipos que nunca serás y te centras en encontrar esos personajes a los que les pasan cosas que podrían pasarte a ti o, con un poco de suerte, te han pasado o te pasarán. Personajes que podrían ser tu vecino, tu hermano o tú mismo.
Es la búsqueda de este tipo de literatura la que te lleva por caminos de perdición que te conducen a autores que nunca hubieras leído por estar fuera de los circuitos comerciales.
Pues al hilo de lo anterior, si tienes mucha suerte, hay veces que es la vida la que imita a la literatura. Son momentos puntuales, únicos, que si los miras bien desprenden tanto brillo que tienes que entornar los ojos para poder enfocarlos.
Hace algunos años, trabajando yo en una tienda de joyería de mi propiedad o, mejor dicho, propiedad de mi familia, tuve la suerte de vivir uno de ellos. En este caso, no fue un instante, sino más bien varios años, y no estoy recurriendo a una figura literaria.
Me encontraba yo detrás del mostrador, uno de esos días anodinos de los que suele componerse la existencia de los tenderos. Un tendero es un tendero, sin querer hacer un uso peyorativo del término, ya venda pollos o diamantes de tres quilates. El que piense de otro modo, está muy equivocado.
Bueno, pues allí estaba yo cuando alguien llamó a la puerta. Por motivos de seguridad, las puertas de las joyerías suelen estar cerradas y hay que abrirlas con un pulsador. Cuando pulsé la apertura, apareció ante mí un hombre joven, pero no demasiado, con un aspecto que en absoluto llamaba la atención. Nunca he sido un gran fisonomista pero no había en él rasgo alguno que lo distinguiera de la mayoría del género humano. Solo le hacía excepcional el hecho de que en un comercio como el mío y en el barrio en el que se encontraba, la mayoría de la clientela era fija y a él no le había visto en mi vida.
El individuo en cuestión me preguntó si nosotros hacíamos grabaciones. Yo le contesté que sí, siempre y cuando se tratase de objetos pequeños, dado que la máquina que poseíamos a tal fin no permitía objetos demasiado grandes.
Entonces, con un ademán digno de John Wayne en el hombre tranquilo, sacó de su bolsillo un pequeño objeto y me lo alcanzó. He de reconocer que me dejó perplejo. Era una bala.
Yo no soy un entendido en balística ni lo seré jamás, pero me pareció una bala de revolver o de las que se introducen en los cargadores de las pistolas semiautomáticas. Probablemente, una 9 mm de toda la vida. Me permito hacer esta afirmación porque siempre me han fascinado las pistolas. Esto no quiere decir que pretenda usar una con fines luctuosos, aunque en más de una ocasión se me haya pasado por la cabeza. Qué demonios, también colecciono Zippos y no he fumado en mi vida.
Entonces, con la misma tranquilidad, me pidió que le grabara un nombre, David si la memoria, en este caso, no me falla. Yo, que continuaba mudo por la perplejidad, siguiendo el protocolo le extendí un resguardo y guardé la bala en un sobre para proceder a la grabación.
No podría precisar cuántas noches me quitó el sueño aquella bala. Por supuesto, la grabé. Posteriormente la archivé y me dispuse a esperar al misterioso individuo.
Transcurrió la semana que le había dado de plazo para recoger su encargo y el hombre no apareció. Avanzaron las semanas, los meses e increíblemente los años. La bala fue retirada a una caja para su archivo y allí permaneció, en el ostracismo, hasta que, aproximadamente siete años más tarde, otro día anodino en mi labor de tendero, el hombre apareció en la puerta por segunda vez. En ese periodo, se habían sucedido acontecimientos tales como los atentados de las Torres Gemelas, los de los trenes de Madrid y a mí me había dado tiempo a tener tres hijos.
Como ya he comentado, no soy un gran fisonomista, pero le reconocí al instante. Antes de que me dijera a qué venía, entré en la trastienda y aparecí con el sobre que contenía la bala en la mano. El hombre me miró con esa mirada de haber visto “rayos C brillar en la oscuridad más allá de la puerta de Tannhäuser”, como Roy Batty en Blade Runner, que le caracterizaba, pagó el servicio y se fue para siempre. Mi siguiente pensamiento fue para David, “llegó tu hora, amigo “, aunque siempre he dudado si David era él mismo. En cualquier caso, la manida frase esta bala lleva tu nombre, nunca tuvo más sentido. Literal.
Si esto no es un acontecimiento literario, que baje Dios y lo vea. Y pueden apostar un dedo, sin temor a perderlo como Paul Calderón en Four Rooms, a que es rigurosamente cierto.
Aún así, me han sucedido algunos otros, sin duda menos llamativos. Yo tenía un cliente que era crítico literario y me pagaba las pilas de los relojes con libros que le enviaban para hacer sus críticas. Y esto me lleva otra vez a los enunciados iniciales de este artículo.
De este modo, tan inusual, llegó a mis manos el primer ejemplar que tuve la fortuna de leer de un autor gallego, fuera de los circuitos habituales, llamado Juan Tallón. Se trataba de una novela llamada El váter de Onetti que hoy, casualmente, he terminado de releer.
En sus páginas ya se intuía una capacidad para la ironía que no suele ser habitual. Si hay algo que admiro en la gente, y por ende en los autores, es la capacidad para la ironía, para practicarla y entenderla, y la facultad de saber reírse de sí mismo, rasgos ambos que denotan tanta inteligencia como ignorancia denota la carencia de ellos.
No obstante, la realidad de este autor no se manifestó ante mí hasta el momento en que leí su libro mientras haya bares, recopilación de sus columnas y artículos de opinión en varias publicaciones. He de decir que este libro me cambió la vida, desde la perspectiva literaria y la personal.
Hay tesoros, sin duda, enterrados en la arena, pero muchos más se hallan entre las páginas de volúmenes que quizá nunca tendremos la suerte de encontrar.
Este mundo nuestro, el de los locos que amamos la literatura, tiene sentido por autores que, como Tallón, nos transportan no a otro lugar, sino a otro estado de ánimo, a otra capacidad de pensamiento.
Vivan la literatura.
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