En la relación entre principios e intereses, entre liberalismo y realismo político, pueden enlazarse varios eventos internacionales recientes y el enorme reto nacional en tiempo presente.
Globalmente, un nuevo balance en esa relación se ha asomado en la atención trasatlántica a los desafíos de las relaciones con China, el reto de la desnuclearización de Irán, la política de confrontación de Rusia así como, en sus diversas escalas y ámbitos, las tensiones en el Mediterráneo, el Medio Oriente, Eurasia o el Indo-Pacífico. A la vez, en el reacercamiento de Estados Unidos a la Organización del Tratado del Atlántico Norte y a la Unión Europea, han estado presentes enunciados y compromisos de principios sobre valores democráticos, derechos humanos y respeto al orden internacional basado en principios y reglas no sujetas a reinterpretaciones oportunistas. De modo que mucho, pero no todo, se trata de geopolítica y poder. La legitimidad importa en derechos humanos, su universalidad e indivisibilidad; en asuntos de seguridad como el respeto a la integridad territorial y, cada vez más, en los de evidente alcance global, como cambio climático, control de pandemias o interdependencias económicas.
La tensa a la vez que ineludible relación con China ilustra muy bien los cambios que se asoman en la compleja ecuación.
En la conversación que en Alaska sostuvieron el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, y sus contrapartes de la República Popular China -el director de la Oficina de Asuntos Exteriores del PCCh, Yang Jiechi, y el ministro de Relaciones Exteriores, Wang Yi- fueron ventiladas públicamente las grandes divergencias en principios e intereses entre los dos países. Aun teniendo en cuenta el deliberado aprovechamiento político de la exposición pública, la manifestación de diferencias fundamentales rompe con la discreción que venía dejando en segundo plano la escala mayor de las violaciones de derechos humanos y del derecho internacional por parte de China. Con todo, la realización del encuentro y comentarios posteriores evidencian también la necesidad de atender lo más eficazmente posible sus intereses en la relación. Añádase que la cita se mantuvo después de que se dieran a conocer las sanciones impuestas por Estados Unidos ante los cambios a la legislación electoral de Hong Kong, medidas seguidas por las que también ha aplicado conjuntamente con la Unión Europea, el Reino Unido y Canadá a funcionarios de China por la violación masiva de derechos humanos en la provincia de Xinjiang. Para Europa fue la segunda aplicación del régimen global de sanciones en materia de derechos humanos aprobado en diciembre. La primera vez, a comienzos de marzo, fue por el caso Navalny; tres semanas después lo ha aplicado nuevamente a funcionarios de Rusia así como de China, Myanmar (Birmania), Corea del norte, Libia, Sudán del Sur y Eritrea.
En cada uno de los encuentros trasatlánticos – el más reciente, entre el presidente Joe Biden y los jefes de Estado y Gobierno en el Consejo Europeo– ha habido expresas referencias geopolíticas sobre los intereses en juego, pero también y de modo cada vez más explícito, a los principios a defender y proteger. Entre lo uno y lo otro, el nuevo balance que se perfila busca justamente defender y proteger referencias liberales fundamentales en el trato de lo conflictivo, en las oportunidades de coordinación y en las necesidades de cooperación con los rivales autocráticos.
Algo semejante, en lo que a las más recientes iniciativas se refiere, se viene produciendo el espacio transpacífico o, más precisamente, Indo-Pacífico.
Previo al encuentro en Alaska se produjeron conversaciones con aliados de Estados Unidos en esa región con reuniones -presenciales o virtuales- del secretario de Estado y el presidente Biden con los líderes de Japón, Corea del Sur, Australia e India. También hubo, en los encuentros en la OTAN y la Unión Europea, coincidencias en la consideración de los retos geopolíticos y económicos de la proyección de la potencia china, que obligan a firmeza en el apoyo entre los aliados del Pacífico y hacia ellos. Esa firmeza no solo se manifiesta con la presencia de la Séptima Flota. En declaración al final del encuentro entre el secretario de Estado Blinken y el alto representante Josep Borrell se lee que “la democracia multipartidista creíble, la protección de los derechos humanos y la adhesión al derecho internacional apoyan la estabilidad y la prosperidad del Indo-Pacífico”.
El prometedor acercamiento trasatlántico apenas comienza y requerirá más que palabras y coordinaciones iniciales, especialmente, frente a China y Rusia, pero en general exige un esfuerzo sostenido de coherencia sobre muchos temas y en muchos espacios en los que ha ganado terreno la marea autoritaria.
Para nosotros, en Latinoamérica, este otro lado del Atlántico, el desbalance entre principios e intereses, legitimidad y poder, tiende a crecer cada vez más a favor de los intereses y el poder de quienes gobiernan. A ello contribuye el solapamiento de tensiones políticas, recesiones económicas y demandas sociales insatisfechas, magnificados bajo los impactos de la pandemia. En algunos casos todo eso no deja tiempo ni recursos para sostener ni proteger valores fundamentales. En otros, no solo debilita las capacidades del Estado sino que acentúa el deliberado abandono gubernamental del pluralismo, los derechos humanos, el estado de derecho y la posibilidad de crear condiciones de vida digna. Estos son los casos más graves y entre ellos sobresalen Venezuela, Nicaragua y Cuba. En el resto de la región una mirada las elecciones recientes y los prospectos de las que vienen permite hacerse una idea del tipo de “marea” que está subiendo. Lo que se va asomando en el llamado superciclo electoral de este año -sobre el que han vuelto a gravitar las influencias de Correa, Morales y el propio Lula- se produce en un contexto muy diferente al de la “marea rosa”: sin boom de materias primas, sobre los fracasos y el descrédito de los modelos refundadores de entonces y en las grietas de democracias mucho más fatigadas. Muchos silencios y varios pronunciamientos recientes ofrecen más señales de lo que le es propio a esa marea: el impulso populista que polariza, se distancia del pluralismo y se relaciona ambiguamente con los compromisos internacionales y hemisféricos sobre democracia y derechos humanos. Por esos cristales pasa el reconocimiento de la necesidad práctica de cooperar en temas críticos y de recuperar foros de encuentro regional. Declaraciones como las que cerraron las conversaciones en México de los presidentes Alberto Fernández y Luis Arce con Andrés Manuel López Obrador recogen muy bien ese clima.
Desde otro ángulo, en las iniciativas y negociaciones que entraña la revisión de la política de Estados Unidos ante la presión migratoria en la frontera con México se atisba un enfoque muy distinto al de la contención con un muro fronterizo y la presión sobre los acuerdos de “tercer país seguro” que prevalecieron en los años de Trump. Honduras, Guatemala y El Salvador son en realidad tres países muy inseguros para sus propios ciudadanos y, a menos que se propicien fórmulas nacionales eficaces para su recuperación, no hay solución posible a la crisis que los desborda en corrupción, narcotráfico, violación de derechos humanos y pérdida de estado de derecho.
Hecho este recorrido con la crisis venezolana en mente, el desafío de ajustar las estrategias para la recuperación humana, institucional y material es tan grande como necesario es asumirlo. Para los venezolanos y los apoyos internacionales a la recuperación democrática se trata de aprovechar el momento para conjugar en cada iniciativa principios e intereses, legitimidad y cultivo de capacidades, sensibilidad y astucia.
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