Según reza en su presentación, el Índice de Democracia de la unidad de inteligencia de The Economist, proporciona una instantánea del estado de la democracia en todo el mundo para 165 estados independientes y dos territorios. Esto cubre a la gran mayoría de los Estados del mundo y a casi toda su población.
El Índice de Democracia es un modelo que evalúa 5 áreas: proceso electoral y pluralismo; libertades civiles; el funcionamiento del gobierno; participación política; y la cultura política. Sobre la base de las puntuaciones obtenidas, cada país se clasifica como uno de los siguientes cuatro tipos: «democracia plena», “democracia defectuosa”, “régimen híbrido” y “régimen autoritario”. La puntuación oscila entre 0 (peor) y 10 (mejor).
En el Índice de Democracia del año 2017, el promedio del puntaje global bajó desde 5,52 en 2016 a 5,48. Unos 89 países experimentaron una disminución en su puntaje total en comparación con 2016, mientras que 27 países experimentaron un aumento en su puntaje y 51 países mantuvieron su puntuación. En otras palabras, solo un sexto, 27 de 167 países, mejoraron según el índice.
En ese Índice de Democracia, versión 2017, Venezuela, en continua disminución, se ubicó en el lugar 117 con una puntuación de 3,87 (versus 7,84 de Chile, 6,96 de Argentina y 6,67 de Colombia, 6,49 de Perú, 6,02 de Ecuador y 5,49 de Bolivia) lo que la ubica en la taxonomía de «régimen autoritario», aquel selecto grupo «originario» en donde se ubican también y por ejemplo, Cuba, China y Zimbabue, este último país, por cierto, nuevamente en rumbo hacia la hiperinflación.
Larry Diamond, Ph.D en Sociología de la Universidad de Stanford, un estudioso norteamericano de la democracia, afirma que los países con democracia transitan por una «recesión democrática», y que tal tendencia de estancamiento se ha reflejado en el Índice de Democracia desde su lanzamiento en 2006 (In search of democracy, Abingdon, Oxon, New York, 2016). ¿Y a qué obedece tal recesión? A las fallas de las promesas de la democracia y, en consecuencia, a la creciente desconfianza de los ciudadanos en los políticos que en ella participan, hecho que también corrobora Edward Luce, periodista británico, en su libro The Retreat of Western Liberalism (Grove Atlantic, 2017).
Los juicios de Diamond y Luce, así como los hechos recogidos en el Índice de Democracia, están en línea con lo mencionado por Francis Fukuyama en su reciente libro Identidad: la demanda de dignidad y la política del resentimiento (Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment. Farrar, Strauss y Giraux, Nueva York, 2018) y el cual mencioné en mi artículo del pasado 28 de septiembre aquí mismo en El Nacional, titulado “Irracionalidad mortal”.
El socialismo del siglo XXI ha reflejado su evolución en sus consignas: del colonialismo pasó al neocolonialismo, luego a la dependencia y después, aquí en Venezuela, al imperialismo y a la guerra económica, en una mezcla miscible con otro garabato: la democracia participativa y protagónica. En su libro titulado El fin de la historia y el último hombre (The end of history and the last man, The Free Press, 1992), Fukuyama sugiere 2 hipótesis, distintas a las neomarxistas como la dependencia, por las cuales Latinoamérica y otras regiones del tercer mundo se estancaron económicamente. Una es la hipótesis cultural que comprende los hábitos, las costumbres, religiones y la estructura social de la región. Tales elementos pudieron haberse constituido en importantes obstáculos para la modernización económica.
La segunda hipótesis tiene que ver con la política: el capitalismo nunca funcionó aquí en Latinoamérica porque nunca se intentó seriamente, ello en virtud de las tradiciones mercantilistas derivadas de los conquistadores y por el funcionamiento del Estado, sobrerregulador de casi toda conducta humana sobre la base de la “justicia económica”. En palabras de Mario Vargas Llosa citado por Fukuyama y con mi traducción libre: “Uno de los mitos más ampliamente creídos sobre Latinoamérica es que su atraso proviene de la aplicación de una filosofía errada de liberalismo económico. Tal liberalismo nunca ha existido, lo que sí ha existido en su lugar es una forma de mercantilismo, un Estado burocrático apalancado en leyes y que hace énfasis en la redistribución de la riqueza, pero no en su producción (Opus cit., Capítulo 9, p. 105).
Siendo la segunda hipótesis cierta, entonces la conclusión es que estamos doblemente fregados, pues de aquellos polvos vinieron estos lodos y ambos, polvo y lodo, permanecen en el tiempo con un agravante: una oposición que desarrolla su actividad en el oportunismo político como consecuencia, también, de su exacerbada necesidad de reconocimiento.
Acaso lo que siempre tuvimos, que ya no, fue una democracia defectuosa.
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