Por LUIS RONCAYOLO
Un viejo monje de hábito negro terminaba de empacar su cuantioso equipaje de libros, notas, pergaminos y raciones de alimento en el patio de una majestuosa abadía. Acompañado de un puñado de seguidores, Pedro, uno de los monjes más célebres de Europa, a sus cincuenta años ya era considerado un viejo venerable, veterano de concilios y de disputas eclesiales. Los monjes debían ir bien apertrechados para el largo viaje que iniciaban desde las puertas solemnes de la abadía de Cluny hacia el reino de Castilla y León, del otro lado de la cordillera de los Pirineos. A diferencia de la vasta mayoría de sus contemporáneos, cristianos fervorosos que tomaban el camino a Jerusalén para guerrear contra los sarracenos, y besar el santo sepulcro donde se decía había yacido el cuerpo de Jesucristo, los monjes de Pedro caminarían a Toledo, una ciudad mucho menos egregia, en busca de personajes mucho menos insignes en la Europa del siglo doce. El obispo de aquella ciudad, Raimundo de Sauvetat, también era oriundo del sur de Francia, como Pedro. Es decir, ambos eran aquitanos, la Francia de canciones de amor y poemas de caballería cortesana; una Francia mucho más alegre que el norte frío y belicoso de París y Normandía en constante guerra contra los reyes de Inglaterra. Que el obispo de Toledo fuera francés decía mucho del liderazgo que había alcanzado Francia en la jerarquía de la iglesia en plena Edad Media, pues aquella ciudad española había permanecido bajo gobierno musulmán por varios siglos, y se necesitaba una mano ortodoxa para hacerla volver del islam al cristianismo. Ahora bien, ¿por qué Pedro y sus compañeros viajarían a Toledo, cuando en los salones, las iglesias y las tabernas de toda Europa abundaban narraciones de aventuras de peregrinos venidos de Tierra Santa, en el oriente del mundo? Algo demasiado importante —a pesar de sonar mucho menos excitante— ocurría en esa ciudad de España, algo monumental que pasaba desapercibido a la mayoría de los cristianos de la Europa occidental.
A los treinta años, Pedro ya había alcanzado la cúspide del éxito intelectual entre sus contemporáneos: era abad de la orden de monjes benedictinos en la influyente abadía francesa de Cluny. Originario de Auvergne, provincia del sur de la Francia medieval —país de Vercingetorix, la región de la Galia que más batalla le había dado a Julio César— Pedro hizo lo que muchos jóvenes de mente despierta hacían en su época: se hizo monje de la Orden Benedictina, y recibió la mejor educación que ofrecía la Europa cristiana. Por ser un estudiante preclaro —naturalmente, en temas bíblicos— alcanzó el grado de profesor a sus veinte años, y en breve fue nombrado prior (el segundo después del abad) del monasterio de Vézelay. Se codeó con papas y obispos, participó en concilios eclesiásticos en Francia e Italia, pero lo más importante desde una perspectiva histórica universal fue un defensor de la teología racionalista, en boga en aquella época. Fue rival de las corrientes más tradicionales de misticismo religioso imperante en la mayoría de los monasterios de la época, y protector de su tocayo el filósofo Pedro Abelardo. Pedro el Venerable cumpliría una labor crucial en el desarrollo del pensamiento religioso occidental al ser el primero en patrocinar, desde Toledo, una traducción al latín del Corán. Sus colegas cluniacenses traducirían del árabe textos primordiales para el desarrollo de la intelectualidad europea de la baja Edad Media en adelante: Avicena, Aljuarismi, Ptolomeo, Galeno, y sobre todo Aristóteles. Hoy vemos esas traducciones desde tan lejos que se nos hacen hechos neutros, pero en su momento resultarían hechos revolucionarios, cuyas consecuencias serían mucho más duraderas que todo el fervor religioso de las cargas de caballería templaria.
Varias décadas pasaron antes de que el cristianismo europeo entendiera la importancia monumental de la noticia de que una ciudad musulmana en España había caído en manos de un rey cristiano. En el año 1086 después de Cristo, la astucia de Alfonso, rey de Castilla y León, luego de más de una década guerreando contra sus hermanos por el control absoluto de las coronas del norte de España, tomó por las armas una ciudad en el centro geográfico casi exacto de la península ibérica. Por cerca de cuatro siglos, Toledo había sido una ciudad gobernada por musulmanes. Para cuando el rey Alfonso la anexó a sus poseciones, Toledo era una amalgama diversa de mayoría musulmana, con minorías importantes de judíos, y cristianos que habían preservado las tradiciones visigodas de la iglesia española previa a la conquista de los moros trescientos setenta y tantos años atrás. Hoy en día la reconquista de Toledo no es particularmente celebrada fuera de España, pero probablemente fue uno de los hitos más relevantes en el desarrollo de la Europa actual.
Para ponerlo en perspectiva; a principios del siglo doce, el consenso entre la intelectualidad del cristianismo europeo era que Séneca había sido el filósofo más importante de la Antigüedad grecorromana. Así lo llegó a afirmar Abelardo, el controversial filósofo medieval que se la vivió en disputas con el imperioso Bernardo de Claraval, y fue protegido de Pedro el Venerable en la abadía de Cluny para que no lo castigaran como hereje. ¿Séneca? Hoy en día la afirmación resulta risible. ¿Quién defendería hoy que Séneca, quien a pesar de ser un hombre de enorme cultura y erudición, pero no era sino un político romano al servicio del emperador Nerón aportó más a la filosofía de lo que lo habían hecho Platón o Aristóteles? ¡Especialmente Aristóteles! El motivo reside en el hecho de que la mayoría de los textos cumbre de filósofos y científicos como Aristóteles, Ptolomeo o Galeno permanecían desconocidos en la Europa cristiana, textos cuya circulación por aquellos siglos predominaba en la lengua árabe, la lengua de los sarracenos musulmanes, hasta la reconquista de Toledo.
Y es que en España empezó una época de cambios radicales. Hoy en día la Edad Media nos resulta un largo tapiz de colores sombríos en el que lo único que vemos son duelos de caballeros y disputas de poder en el clero romano. Pero el siglo doce fue, sin lugar a dudas, una época de enormes cambios culturales e intelectuales, motivados sí, por las cruzadas, pero en última instancia por la escuela de traductores de la ciudad española de Toledo. En la actualidad, si alguien quiere acceder a los últimos estudios de ciencia y tecnología tendría seguramente que aprender inglés. En el siglo doce, la lengua de la filosofía y la ciencia no era todavía el latín, era el árabe, por más extraño que nos pueda resultar. Y nadie lo hablaba o leía en la Europa de Abelardo, Pedro el Venerable o Bernardo de Claraval. De la misma forma que en la Europa occidental —esa Europa rural dominada por el castillo y el monasterio— los cristianos más fervorosos peregrinaba a la solemne Roma, y tras las cruzadas a la sublime Jerusalén de sus ensueños orientalistas más fantásticos, hubo muchos, en especial monjes cluniacenses, que peregrinaban no a los puertos de Venecia para tomar los barcos al Oriente, sino al Occidente a través de los Pirineos hasta la ciudad musulmana, pero ahora de gobierno cristiano, de Toledo.
Parece ser que Toledo era una ciudad con un acervo de textos filosóficos considerable, todos en lengua árabe porque la civilización islámica estaba en su apogeo. Siglos antes, los califas de Bagdad habían encomendado a los intelectuales de su imperio enorme la traducción de textos griegos, siríacos, persas y sánscritos a la lengua de Mahoma. En el proceso, no solo sobresalieron traductores. Cómo son estas cosas, a medida que la intelectualidad árabe fue traduciendo, también fue pensando en lo que iba traduciendo, y se creó el género de los comentarios, y los mejores de estos comentaristas terminaron por convertirse en grandes filósofos. Al-Farabi (Alfarabius), Ibn Sina (Avicena), Al-Ghazali (Algazel), Ibn Rush (Averroes) y muchos otros, mejor conocidos por nombres latinizados que acuñaron los traductores venidos de las abadías de Francia a Toledo. Ese boom de traducciones de diferentes culturas ocurrido en el siglo nueve en Bagdad popularizó cuantiosas obras, muchas de las cuales fueron a parar a los anaqueles de Toledo. Por eso los monjes cluniacenses peregrinaban al centro de España en busca de libros, mientras los templarios, los hospitalarios y los teutónicos peregrinaban a Tierra Santa en busca de guerra. El resultado fue el shock intelectual más importante del cristianismo desde la conversión del Imperio Romano al cristianismo.
En este punto resalta una duda: si los monjes de origen francés, intelectuales del latín, no hablaban ni leían árabe, ¿cómo hacían para traducir? De igual forma que en Europa había dialectos regionales distintos del latín, que era utilizado para la escritura de libros, en la España musulmana existía el árabe, la lengua de los emires, del clero, de los tribunales y las escuelas de religión, y el dialecto del pueblo llano cristiano, seguramente una herencia de latín mezclado con el germánico de los visigodos. Los judíos de Toledo hablaban ambas, mientras que los monjes cluniacenses hablaban el dialecto cristiano. El método operaba de la siguiente manera: el judío leía el libro en árabe y lo traducía verbalmente al dialecto usado por los cristianos, y el monje cluniacense traducía del dialecto cristiano al latín con el que redactaba su propio libro. Apenas podemos imaginar la cantidad de conversaciones interesantísimas que ocurrieron en esas bibliotecas de la catedral de Toledo entre monjes de origen francés y judíos ibéricos mientras ambos intentaban (esperemos que con total honestidad) transmigrar la sabiduría de los filósofos antiguos de una lengua a otra. Inevitablemente, se dieron debates sobre el significado de términos técnicos, o la libre especulación de dos amigos de orígenes tan distintos en sus ratos de descanso bajo la luz de los cirios y candelabros. ¿Se habrán enfrentado en alguna partida de ajedrez? ¿Se habrían hecho mutuos cuestionamientos sobre la naturaleza de la palabra de Dios? ¿Simpatizaron o difirieron respecto de este o aquel filósofo de origen griego o persa? Quién que en nuestro tiempo haya vivido intercambios semejantes no simpatizaría con ese movimiento intelectual que ocurría en el eje entre Cluny y Toledo, y que a su vez era el último eslabón que unía a París con Bagdad, y de Bagdad con Alejandría y Atenas. Eventualmente las cruzadas fracasarían, pero la conquista de Aristóteles perduraría hasta el día de hoy en las aulas de nuestras universidades, gracias a esos monjes humildes de las abadías francesas que tomaban el viaje (seguramente a pie) a través de los Pirineos.
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