Uno de los raros consensos que existen en torno a la relevancia de alguien en el ámbito latinoamericano concibe a Jorge Luís Borges en el parnaso de la excelencia literaria de la región. Superando el sesgo de su nacionalidad y de su militancia política, Borges se alza como el escritor indiscutible cuyo legado sigue maravillando. En 1981 Mario Vargas Llosa le entrevistó en su modesto departamento del centro de Buenos Aires donde vivía.
El prolijo diálogo da cabida al repaso de la vida de quien tiene en ese momento 82 años, de su formación sentimental, sus gustos literarios, sus obsesiones. Vargas Llosa también formula a Borges dos preguntas que por su naturaleza y mi dedicación llaman mi atención. En la primera le pregunta por su régimen político ideal, en la segunda por si hay algún político contemporáneo que admire.
Se trata de dos cuestiones centrales en el orden político pues, como señalaría Giovanni Sartori en brillante metáfora, concernía a “las máquinas y a los maquinistas”, a las instituciones y a quienes las conducen. Dos cuestiones formuladas a un personaje capital del siglo pasado, cuyas respuestas no pueden pasar desapercibidas puesto que se enmarcan perfectamente en un acervo concreto y ayudan a definir el espíritu de los tiempos.
La primera tiene un componente más personal. Se refiere a cómo un individuo se sitúa en el mundo. Borges, que se reconoce desconcertado y descorazonado —añade “como todos mis paisanos”—, se declara viejo anarquista spenceriano que cree que el Estado es un mal, “pero por el momento es un mal necesario”. La segunda me interesa más a los efectos de este artículo. Quien muriera en Ginebra cinco años más tarde responde: “Yo no sé si uno puede admirar a políticos, personas que se dedican a estar de acuerdo, a sobornar, a sonreír, a hacerse retratar y, discúlpenme ustedes, a ser populares…”.
Borges aparentemente duda en relación con la admiración que pudiera generarle la clase política, pero las premisas de su calificación le conducen a una obvia posición crítica. Sin embargo, dejando de lado la misma, creo que no se pueden enunciar mejor cinco características centrales del quehacer de los políticos. Vayamos por partes.
Quienes ejercen la política son “personas que se dedican a estar de acuerdo”. La política existe mientras haya conflicto, la gestión de este es su finalidad y el compromiso es una especie de solución, probablemente parcial y temporal. Alcanzar acuerdos supone paliar la confrontación; la polarización hoy tan en boga por doquier supone la quiebra de esa lógica.
Ahora bien, otra cosa es encapsularse bajo el paraguas de una casta política cerrada y excluyente. El régimen salvadoreño establecido tras los acuerdos de paz de 1992 confirió el poder a los antagonistas de la guerra que consolidaron un régimen político en el que Arena y el FMLN monopolizaron el poder durante 27 años, algo que ya había sucedido en Colombia bajo el régimen del Frente Nacional entre el Partido Liberal y el Partido Conservador.
La clase política gestiona el presupuesto y opciones de poder, articuladas mediante decisiones de carácter administrativo, que pueden llegar a traspasar límites abusivos alcanzando al delito dando sentido al término “sobornar”, que apunta Borges. De ello hay sobrados ejemplos en la última década que van desde el Lava Jato brasileño, a los de José López, secretario de Obras Públicas, y de Julio De Vido, secretario de Planificación, ambos en el gobierno de Cristina Fernández.
Tampoco se pueden olvidar los acontecidos durante la presidencia de Enrique Peña Nieto con Emilio Lozoya director de Pemex, y menos aún los ocurridos permanentemente en los regímenes de Nicolás Maduro y de Daniel Ortega, sin dejar de lado al hondureño de Juan Orlando Hernández. Los recientes casos de personal político y sus allegados en varios países saltándose el protocolo de vacunación son otro tipo de prueba del abuso de poder ejercido.
La sonrisa es una evidencia de la empatía humana. Umberto Eco articuló sobre la risa su gran novela El nombre de la rosa. El protagonista Guillermo de Baskerville resuelve el caso de unos frailes asesinados que, presumiblemente, habían tenido acceso a la escondida comedia griega (y reían). Un peligroso descubrimiento que podía trastocar el severo orden monástico medieval. Sin embargo, la risa es el puente que enlaza la compasión con la ironía que son parte de los cimientos de la representación. Borges, no obstante, lo deriva al comportamiento histriónico que es la antesala de la farsa y, por ende, del vacío de la representación, adquiriendo un sentido siniestro muchas expresiones sonrientes de políticos en primera página.
Por ello, el retrato es así mismo otra piedra de toque borgiana. No puede ser menos en la era de la comunicación. Políticos a la carta que han pasado todas las pruebas posibles de la mercadotecnia y cuya imagen es el instrumento de acceso al gran público consumidor. Lo saben Iván Duque al aparecer cada tarde en la televisión colombiana, Andrés Manuel López Obrador en sus mañaneras, Jair Bolsonaro mediante el manejo de las redes sociales, o Nayib Bukele por su anterior profesión de publicista; lo sabía Peña Nieto, ícono construido por las agencias publicitarias. No hay político que eluda esta senda, la imagen supone lo sustantivo de su oferta si quiere llegar al poder y permanecer en él. Las palabras que enuncian los programas quedan al margen.
Por último, la política está articulada sobre la soberanía popular y el voto supone el ingente caudal de apoyo que toda opción política requiere y que es fundamental en la lógica de la democracia. La captura de sufragios es el mecanismo necesario y suficiente en la carrera política. El control del electorado se convierte en la clave del proceso. Las masas de seguidores canalizados por mecanismos innovadores de comunicación e información garantizan su pastoreo y hacen efectivo un nivel de popularidad vacuo, pero imprescindible, ajeno al siempre necesario apoyo en función del cumplimiento de promesas o de la realización de tareas demandadas por la gente.
Borges se interesó poco en la política, pero el escenario que proyecta América Latina en los últimos años actualiza aquella entrevista que forma ahora parte del libro de Vargas Llosa Medio siglo con Borges, publicado a mediados de 2020 por Alfaguara.
Manuel Alcántara es Catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Autor de El oficio de político (2ª edición, 2020, Tecnos)
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