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Escribir en Venezuela

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Por JOSÉ SÁNCHEZ LECUNA

Escribir

Escribir un libro es construir un laberinto, un laberinto cuyos círculos concéntricos delimitan los contornos de nuestro propio rostro interior, un laberinto construido pacientemente por las heridas y los cansancios del alma y que se parece a las cicatrices labradas en la arcilla de la conciencia, día a día, por la perseverante paciencia del tiempo.

Una novela, o un cuento, es un relato que se construye a sí mismo como una memoria que se contempla constantemente. Una cierta armonía se impone cuando las imágenes imaginadas se reconcilian con las imágenes creadas por el lenguaje. Es cuando las palabras comienzan a recorrer los meandros del misterio que nos lleva hacia la creación de un espacio, un espacio-tiempo, siempre imaginario, que tiene el privilegio de revelar a la vez el carácter ficticio de la vida y el fondo real de la ficción. ¿Cómo concebir una diferencia entre ambos? ¿Cómo separarlos, la vida y lo que imaginamos de ella? ¿Es la vida realmente lo que imaginamos de ella? ¿Y es lo que imaginamos más real que la realidad? Confusión y contradicción. Nos enredamos en una paradoja sin salida, por eso mismo tal vez, y solo tal vez, una página escrita resulta ser igual que una hoja muerta de un roble, venida del más allá, traída por unas caprichosas brisas. Sí, ciertamente, una página escrita es como una hoja muerta de un solitario roble sembrado en el inmenso desierto que es la vida, presa, y a la intemperie, de la oxidada red del alambre de púas de la existencia.

*

Ser poeta es ser sensible a la vida, a cada instante, a cada momento de la existencia, en el aquí y el ahora y, luego de sentir profundamente el elemento trascendente de cada gesto de la vida que pasa, inexorablemente, que pasa para no volver más, es reaccionar y conservar imágenes interiorizadas, almacenadas como un tesoro, metáforas nacidas espontáneamente de un instante de inspiración, en una sola palabra o en varias palabras, en una frase o en unos versos, lo que se ha sentido en ese preciso instante, profundamente, como una conmoción, una toma de conciencia, una comunión espiritual con lo inefable, ya que la palabra tiene esa suerte de conservar lo que es perecedero. Esto el poeta lo sabe. El hombre común y corriente no, no lo sabe, por eso su vida se le diluye de entre los dedos y cuando muere no queda absolutamente nada para los demás, para los que aún se quedan. El olvido de la vida tal como se vive es el gran crimen de la humanidad. Por eso el poeta rememora, al vivir cada epifanía o comprensión profunda de una metáfora o de una imagen, lo que no se debe olvidar. Por esto mismo el poeta es el preciado, vigilante, consciente y privilegiado guardián de la vida y tiene que tener un lugar de relevancia en el espacio de la cultura. El poeta es un artista, y solo los artistas son los que trascienden. Lo demás es pasajero. Y un artista es un buen artesano, un escritor, un profesor, un filósofo, un pensador, un buscador de verdades, un caminante de las rutas sin fin, un explorador del inconsciente, un creador de lazos íntimos, un ser impaciente que aprende a saber esperar porque se dedica al cuidado del alma, de la naturaleza, de su cuerpo, del silencio, del compartir con otros: es, en el fondo, un educador, un creador y también un científico porque es un ser que cree en lo que hace y, al hacerlo, descubre lo que los demás nunca son capaces de ver porque pone en evidencia algo trascendente.

Y en lo que respecta a la literatura, ella es a su vez un gran silencio, sin embargo, es un silencio que se escucha porque es como un grito, y tiene que ser como un grito y, si no lo es, no es literatura. Un grito en contra de todo, en contra de la indiferencia, en contra de la estupidez humana, en contra de las ideas que no cambian, en contra de la moral establecida que siempre es inmoral y hasta amoral, en contra del propio grito que es un grito que se grita en el profundo silencio, a pesar del silencio, del abismo de la existencia, un grito que debe retumbar como un eco en la profunda apatía del mundo. Esta es la labor del poeta, es la labor de la literatura, antes que nada. Sin embargo, cuando un escritor escribe, cuando una escritora escribe, aún lo ignora: solo escribe lo que, posteriormente, tendrá una resonancia en el lector, en la lectora, para sacudir su profunda desidia, su casi innata anomia, su propia inconsciencia y, sobre todo, su innegable indiferencia que es como vivir dormido sin nunca despertar. El escritor y la escritora son los que logran que el mundo no sea un desierto definitivamente estéril.

Y escribir, para mí, es darle una bofetada en el rostro de la mueca de la existencia para tratar de sacarle una sonrisa, o una lágrima, es decir para tratar de generar algún despertar, algún sentimiento, porque dejar de sentir es lo que mata al ser humano ya que lo que está destruyendo la humanidad es su profunda indiferencia.

Y escribir es dejar de ser indiferente.

Escribir en Venezuela

Escribir en Venezuela es crear y sembrar en un desierto.

País dedicado al consumo y a la diversión, a la inmediatez y al facilismo, a la superficialidad generalizada, a la palabra fácil y al panfleto, país carente de un verdadero conocimiento de sí mismo, carente, además, de un verdadero criterio literario a pesar de contar con unos cuantos muy renombrados y excepcionales intelectuales cuyo brillo y reconocimiento han volado más allá de nuestras propias fronteras, este país no les ofrece, al escritor y a la escritora, un suelo solícito, amable y acogedor con un horizonte que les pueda brindar un espacio idóneo para acoger con benevolencia sus creaciones. Solo unos pocos, unas contadas personalidades del mundo de las letras y de las artes, logran devolverle su semblanza poética de honestidad escritural, artística y existencial. Los demás quedan como residuos para unos pocos elogios y unas apreciaciones ligeras que solo cumplen con ciertos requisitos mínimos de referencia y que dejan mucho que desear.

Es terrible pensar que un escritor, o una escritora, es realmente apreciado en este país, y añorado, luego de que ha muerto. Es cuando se le recuerda, es cuando se subraya la pérdida irreparable, es cuando los elogios y los superlativos se asoman para expresar congoja y sentimentalismo, en lugar de ofrecernos una honesta opinión. Lo que el público necesita es sinceridad y criterio, no un lagrimeo que no resucita la obra que, al fin y al cabo, es lo que realmente permanece.

Siempre se habla de las maravillas del talento del artista fallecido, sin embargo, se pasa de largo, por un pudor muy venezolano, su verdadera semblanza. ¿Cuándo tendremos testimonios veraces o biografías sinceras acerca de nuestros artistas, pensadores y escritores, como las que existen en países anglosajones, que no omiten decir ciertas verdades ineluctables que saltan a la vista, permitiendo que el lector pueda palpar algunos matices de la vida de un artista, y de todo ser humano, matices que remiten a las complejidades del alma humana? ¿Por qué tanto pudor? ¿Acaso no somos capaces de vernos realmente como somos? La riqueza del alma de un país está en la capacidad de verse, de comprenderse y de apreciarse sin el maquillaje, o la máscara, que necesita para subsistir como apariencia. Hace falta un poco más de esencia, de sustancia (de fondo, no de forma), para hacer alma y realmente empezar a “ser”, como individuos primero, y luego como país, como entidad cultural, y no simplemente “parecer”, lo cual se ha convertido en una manera de ser muy venezolana, en un deporte-pasatiempo propio de nuestra esencia idiosincrática, así como propio del mundillo literario.

Acá va una sugerencia: ¿por qué no nos dedicamos a acercarnos más a nuestros escritores desde otra perspectiva? ¿Por qué le damos tanto espacio a figuras públicas, a figuras de la economía, de la farándula, a figuras de todo tipo que saben apenas balbucear y bracear algunos sofismas reiterativos, siempre los mismos? ¿Por qué le damos tanto espacio a personalidades del periodismo, a opinadores de turno, por ejemplo, y no a auténticos escritores y genuinos pensadores que viven y, a veces, sobreviven en el anonimato? El tiempo pasa, todos lo sabemos: las economías caducan, los acontecimientos pasan a ser eventos o accidentes del pasado, los pseudo pensadores ya no saben qué decir, porque probablemente no tienen ni la menor idea de lo que piensan decir, los periodistas son sustituidos por otros, los faranduleros, los neo-escritores esclavos y víctimas de la inmediatez, de la moda del momento, del tema del momento, de la novedad del momento, también pasan por el mismo proceso, sin embargo, las obras literarias permanecen. Estamos sobresaturados de “espectáculo”, de “distracción” efímera, de “opinadores” furtivos, lo cual nos deja a menudo un gran vacío, una gran angustia.

Y para explicarme mejor quiero citar a Milan Kundera, quien señala lo siguiente

“Pero el espíritu de nuestro tiempo se ha fijado en la actualidad, que es tan expansiva, tan amplia, que rechaza el pasado de nuestro horizonte y reduce el tiempo al único segundo presente. Metida en este sistema, la novela ya no es “obra” (algo destinado a perdurar, a unir el pasado al porvenir) sino un hecho de actualidad como tantos otros, un gesto sin futuro”.

Esto es lo más interesante y lo más descriptivo, por parte de Kundera, de lo que nos está sucediendo. Es lo que yo llamo “el espíritu de la inmediatez” que se ha convertido en la concepción filosófica y existencial de nuestros tiempos: se vive en la inmediatez, se escribe desde la inmediatez, se perdura solo en la inmediatez. Y esto es lo que nos ha convertido este mundo en el que vivimos en un mundo vacío de verdaderos criterios, de pensamientos profundos, de reflexiones genuinas y de una auténtica esencia.

Tema para pensarlo, sin duda alguna, con mayor detenimiento.

*

¿Por qué no nos acercamos más a los que escriben y que tienen realmente algo que decir, que transmitir, a los que nos hablan de esencia, a los que nos proponen detenernos para pensar, para sentir que estamos vivos, para tomar conciencia de nuestra realidad? ¿Por qué no nos acercamos más a los que nos recuerdan que la vida es un viaje, un proceso, un cambio constante, un sufrimiento y, a la vez, un espacio privilegiado para el espíritu? ¿Por qué no nos acercamos más a los que nos recuerdan que estamos de paso y que no hay tiempo para nimiedades? ¿Por qué no nos acercamos más a los que nos están dejando un legado de reflexión, de poéticas, de supremacía de la imaginación, en lugar de buscar alguna opinión, que parece siempre más iluminada, más esplendorosa, fuera de nuestras fronteras, en vez de escuchar alguna ocurrencia pasajera expresada velozmente entre un programa de radio o de televisión y otro, entre un trago y otro, entre un diario y otro, entre un comentario y otro, como si fueran productos de consumo rápidos y masivos? Lamentable realidad venezolana.

Ha llegado el momento oportuno, que no hay que dejar pasar, de detenernos a pensarnos, a reflexionarnos, a sentirnos de verdad, a empezar a vernos y comenzar a comprender la verdadera dimensión de nuestra conciencia, de nuestra realidad, de nuestras existencias, como individuos y como país, como seres creativos que somos y como expresión, porque escribimos, desde nuestras miradas heterogéneas, solitarias, y a la vez solidarias, que comparten un mismo mundo homogéneo: el de la vida y el de las palabras. Nuestros escritores tienen muchas cosas que decirnos, no hay que esperar a que mueran para hacerles decir lo que nunca se atrevieron a pensar o ni siquiera imaginar.

Escribir en Venezuela es realmente experimentar una soledad implacable. El escritor y la escritora se ven en la obligación de pertenecer a un grupo, a una tendencia, a una moda o a una imagen mítica creada artificialmente por unos cuantos adeptos. El escritor y la escritora se ven obligados muchas veces a formar parte de un grupo de amigos con los que pierden a la larga su individualidad, su frescura, su originalidad (lo genuino) por temor a quedarse solo, o sola, y vienen los temas de moda, las sempiternas opiniones kitsch, los mismos rostros en ciertas páginas de la prensa que no tienen nada que decir y que no dejan espacio para otros rostros o nuevas opiniones.

Si John Donne soltó una vez que “No man is an island” (“Ningún hombre es una isla”), para mí, en Venezuela, todo escritor está condenado a vivir en su “islote”.

Resuenan en mí unas palabras del escritor quiteño Javier Vásconez, quien, respondiendo a la pregunta “¿Qué se siente escribir en Ecuador?”, este contestó lo siguiente:

Vivir en Ecuador es como escribir desde el exilio. Porque no es lo mismo escribir en México, Buenos Aires o Madrid que en Quito. Aquí todo es muy limitado, pequeño, uno trabaja desde la oscuridad, como si estuviera hundido en un cráter, sin referentes ni vasos comunicantes. Durante muchos años viví en España y en Francia. Poco a poco me fui quedando. Ahora es demasiado tarde para irme. Se supone que vivimos en una época globalizada. Pero eso no se aplica a este país. Parece que “adoramos” el aislamiento, por eso permanecemos fuera de ciertas coordenadas como ferias de libros, editoriales, revistas y publicaciones. En este país uno tiene que hacer de agente, promotor, todo al mismo tiempo. Para mí Ecuador sigue siendo incomprensible. Tal vez por eso me resulta literariamente tan atractivo, justamente porque las posibilidades son infinitas. Es igual que caminar en un territorio desconocido, que no se encuentra en ningún mapa, en plena libertad y sin tener que rendir cuentas a nadie”.

Aseveraciones justas y pertinentes que comparto y aplaudo porque se pueden aplicar también tanto a la ciudad de Caracas, así como a toda Venezuela, ya que estamos, para decirlo muy coloquialmente, siento yo, “en lo mismo”. A este respecto aún somos muy provincianos, tanto por nuestra manera de ser como por nuestra forma de evaluar el hecho literario que debería ser motivo cotidiano de comentarios, de reflexiones y de conversaciones, porque la literatura es el reflejo del alma de un país. Si la literatura anda mal, mal anda el país, y si la literatura es tan ignorada que pasa a convertirse en un añadido, esto es una inequívoca señal de que ya hemos perdido contacto con nuestro ser, con nuestra alma, con nuestra esencia. Y esto es peligroso para nuestra sanidad psíquica, emocional y cultural.

*

Todo escritor, o toda escritora, tiene siempre algo que decir, porque el escritor, o la escritora, es la conciencia de su tiempo, una conciencia que hay que saber escuchar.

Escribir en Venezuela es escribir en un desierto. Pues esto puede cambiar con un cambio radical de actitud y, de esta forma, podremos salir, y lo espero con gran entusiasmo y de una vez por todas, de este letargo embrutecedor al que nos tienen acostumbrados.

Quiero creer que estamos empezando a pisar una tierra de esperanza, un renacer de una nueva interpretación de nuestra literatura en Venezuela, quedando los viejos sempiternos mitos para el olvido.

*

Escribir en Venezuela es escribir en un país creado para la mediocridad, para la banalidad y la superficialidad. Por eso mismo escribir en Venezuela es un absurdo, es un anatema, una incongruencia, una contradicción, sin embargo, es también un reto, una esperanza y un inmenso grito en el profundo e inmutable silencio de un desierto.

Y me gustaría citar acá a Sándor Márai:

Los ideales en los que yo había aprendido a creer terminan en el basurero como deshechos y trastos inútiles, y el terror instintivo del rebaño planea por encima de los vastos terrenos de la civilización. La sociedad en la que vivo es absolutamente insensible a los asuntos del espíritu e, incluso, a los asuntos relativos al estilo humano e intelectual de la vida cotidiana”.

Me parece que él habla por todos los escritores y las escritoras, genuinos creadores, pensadores, poetas y visionarios de este país tan nuestro y tan peculiar.

Sin embargo, un aspecto importante que nos pueda revelar nuestra literatura es colocarnos ante la presencia de los arquetipos propios de nuestra cultura ya que cada libro —cada novela, cada cuento o cada poema— nos confronta con nuestros propios aspectos inconscientes que habitan en nuestra realidad interior, manifestándose tanto en la realidad de nuestro país como en la imaginación de dicha realidad. Y esto es fundamental para comprender no solo la literatura venezolana, sus raíces, y también su proceso, sino que es fundamental para comprender qué es lo que nos caracteriza profundamente como individuos y como sociedad. Si no, nunca aprenderemos de nosotros mismos y nunca cambiaremos nuestros patrones de pensamiento y de conducta individual y social.

Los arquetipos de nuestro imaginario colectivo, de nuestro inconsciente colectivo, son de gran importancia y es esencial no solo comprenderlos sino integrarlos para poder, de alguna manera, liberarnos de cierto atavismo que nos encarcela y que no nos permite evolucionar tanto como individuo, así como sociedad, sino permaneceremos como estatuas de sal congeladas en el tiempo, como imperturbables momias dormidas en un eterno sueño de ilusiones perdidas e inútiles.

*

Todas las escritoras y todos los escritores venezolanos escribieron dando la espalda a su sociedad. Siempre pertenecieron a la marginalidad y, sin embargo, desde la marginalidad lograron expresar, desde sus más profundos conflictos, sus más intensos pensamientos y reflexiones, creando un espacio propio en el que su poética muy personal, muy propia, pudiera, al fin, ver la luz y florecer, siempre de una manera muy anónima,  lograron, sobre todo, existir, a pesar de las adversidades y del carácter de su propia marginalidad como seres sensibles e incomprendidos por la sociedad. Porque, ya lo sabemos, en Venezuela la escritura, la novelística, la cuentística y la poesía han sido siempre expresiones del alma sensible, marginal y marginada en una sociedad proclive al consumo, al placer inmediato y a la frivolidad.

Sin embargo, estas escritoras y estos escritores lograron, a veces extraviados en “la selva oscura” de sus palabras, algún esbozo de transparencia, de verosimilitud y de una inefable poética de la vida, poniendo en evidencia la carga atávica propia de nuestra idiosincrasia.

*

“Conócete a ti mismo” era el gran lema de Sócrates.

Mi mayor íntimo deseo es que las obras de estas escritoras y de estos escritores, al ilustrarnos más acerca de nosotros mismos, logren poner más luz en aquella oscuridad que nos habita y, de pronto, quién sabe, logren también hacernos entender lo que llevamos a cuestas por generaciones.

*

Cierro esta reflexión muy personal con unas palabras de Guillermo Sucre de su libro La máscara, la transparencia:

Lo indudable para el escritor es que la verdadera realidad con que se enfrenta es “la realidad del lenguaje. Si para todo ser humano los límites de su mundo son los de su lenguaje, es obvio que este hecho resulta todavía más dominante en la experiencia del escritor. Este no solo sabe que lo que dice y la manera de decirlo son, finalmente, una y la misma cosa; aun sabe que el valor de lo que dice reside sobre todo en cómo lo dice. La pasión central que lo mueve pasa primero por el lenguaje. Esta pasión implica, por supuesto, el gusto o el placer de las palabras, pero sería errado confundirla con la mera búsqueda de un estilo “bello” o “perfecto”. Se trata de algo más tenso o dilemático: no el ejercicio de una idolatría sino de la lucidez”.

La lucidez, ciertamente, la que nos hace falta y de la que, inconscientemente, carecemos. Una lucidez que, de pronto, nos ayude a vislumbrar algo de luz al final de ese largo y oscuro túnel cultural que nos acompaña a todas partes, permanentemente.

“¡Luz, luz, más luz!”, gritó Goethe en su lecho de muerte.

Luz, luz y más luz es lo que yo he anhelado (y he añorado) por muchos años en nuestro país.

Es tiempo de quitarnos el antifaz.


*Doctor en Literatura de la Universidad de París IV – Sorbona. Profesor Titular Jubilado, Escuela de Letras, UCV.

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