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Fragmentos de un diario que nunca escribió

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Por JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ

A Cuchi, Martín y Luisana.

1-5-2021

Miro un mapa de Barquisimeto, distingo una mancha de un verde azulado; me pregunto si es el Parque Ayacucho, y los dedos se lanzan al teclado para preguntarle a Freddy Castillo Castellanos por ese mapa. Dejo las manos en el aire. Flotan.

Perder a un amigo es, entre otras cosas, extraviar para siempre las señales de un mapa.

2-5-2021

Sé que hubo un sábado reciente. Sé que caminé por El Retiro, que pasé por Atocha, que busqué en un hotel unos fragmentos del diario de Jules Renard publicados por la editorial colombiana Milserifas; sé que el editor de ese hermoso sello se llama Fredy.  Sé que desde alguna ventana de la calle Juan Bautista Sacchetti flotó una canción de Carlos Vives.

No hay mapa ni tiempo para esas horas en las que confirmé que Freddy Castillo Castellanos había fallecido. Pero una tras otras se sucedían las señales con las que él me rondaba.

Frente a mi cuaderno me detuve un buen rato imaginando que escribía un diario.

El cuaderno sigue en blanco.

5-5-2021

A finales de los años ochenta, una de las tantas singularidades de Castillo Castellanos era su interés y su conocimiento profundo de los diarios literarios. Para mí esa pasión resultaba un abrumador enigma: la literatura venezolana de ese tiempo no se prodigaba en exceso con el género. Como han acotado en su momento Salvador Tenreiro y Violeta Rojo, la literatura de nuestro país no ha tenido en su historia un diálogo particularmente extenso con los géneros del yo, con la escritura que construye y refiere una memoria propia sostenida en palabras.

En estos momentos, la visibilidad de los diarios es muy diferente. Al menos desde mi lejanía ibérica, disfruto la delicia de leer a Armando Rojas Guardia, Alejandro Oliveros, Victoria de Stefano, Rafael Castillo Zapata, Ana Teresa Torres, Ricardo Ramírez Requena. Son escrituras en marcha que ya venían avanzando en el tiempo, pero que ahora ofrecen una idea de conjunto; un aire fresco; una vertiente en la que la palabra más que confesión es fulgor íntimo, dibujo de la inteligencia cotidiana, del milagro diario del leer, del vivir, de la escritura que asiste a su propio desdoblamiento.

Freddy amaba tanto el género que estoy convencido de que alguna vez me habló de estos libros antes de que varios de ellos existiesen. Castillo Castellanos lo había leído todo; tanto que, pienso era capaz de leer los libros por venir.

6-5-2021

Fue en Barquisimeto en el año 94 cuando Sergio Pitol nos contó a Freddy y a mí que se encontraba escribiendo una serie de libros basados en sus propias experiencias de vida. Una reconstrucción de la infancia a partir de sesiones de hipnosis en las que recuperó la dolorosa imagen de su madre ahogada en un río. Libros en los que también recuperaba las experiencias vitales que lo habían conducido a la escritura. Freddy me miró con irónica ternura: yo acababa de recibir otra embestida contra mis prejuicios de aquel entonces contra los géneros confesionales. Mi idea (si es que puede llamarse así) de que la vida de un escritor es lo menos importante de un escritor comenzaba a matizarse, quizá intuyendo eso que Andrés Trapiello afirmó en alguna oportunidad: hay vidas bien escritas y vidas mal escritas.

7-5-2021

Paso el día hurgando en el desorden de mi biblioteca. Intento recuperar un poemario de un escritor chileno que me regaló Freddy en 2001. La tarea es inútil. Sólo recuerdo una portada gris, muy sobria. Los amigos se van y nos dejan llenos de extravíos.

9-5-2021

En 2001 vivía yo un episodio continuado de ansiedad. Experimentaba algunos síntomas, y al mirar en Internet dictaminé que me quedaban pocos días de vida. Freddy pasó por Madrid y me curé milagrosamente. La existencia se transformó en libros, proyectos de escritura, paseos. Recuerdo que entramos a un pub irlandés en la calle Alcalá, y allí disfruté de una irrepetible y espontánea charla suya sobre el Ulises de Joyce. Luego nos fuimos a cenar a la Plaza Santa Ana y en una mesa próxima se encontraba Caballero Bonald. Freddy, con discreción y en voz baja, recitó de memoria poemas enteros del autor andaluz.

Escuchar a Freddy era una fiesta irrepetible. No sólo su memoria prodigiosa, sino su manera de vincular con originalidad cualquier aspecto de la vida con un libro, un verso, una pieza musical, una película. Desde adolescente lo llamaban el memorioso, pero lo fascinante era el modo en que esa memoria se conectaba con lo cotidiano.

También era un orador fascinante, pero no sólo por lo que exponía, sino por el brillo de esa voz en la que parecía convertir la realidad en un lugar amistoso.

El mundo contado en su voz resultaba un lugar celebratorio. Uno lo escuchaba y el pensamiento inmediato confirmaba esa idea de Jules Renard: la felicidad consistía en la inmensa lista de libros que nos faltaban por leer.

9-5-2021

Anoche soñé con Freddy.

Acomodo un poco el caos de mi escritorio en la oficina, miro la Cibeles, y el sueño regresa nítido.

Freddy conduce un carro que viaja entre Barquisimeto y Caracas. El carro va lleno y soy el último en montarme. Los pasajeros estamos ansiosos por escucharlo. Entonces yo digo unas palabras y él sonríe: “hoy no hablaremos de excelentes poetas como Lezama, Sánchez Robayna y Borges… Hoy hablaremos de poetas solares”.

Ignoro el sentido de mi sueño.

Celebro que Freddy haya venido a visitarme.

 

11-5-2021

Gracias a Freddy Castillo Castellanos, Barquisimeto contó con montones de talleres de escritura, recibió y disfrutó la visita de fundamentales escritores nacionales e internacionales, tuvo revistas de sello cultural, columnas de temas literarios, concursos de cuentos, ediciones y presentaciones de libros.

Era una máquina de generar y apoyar iniciativas que mantenían viva la ciudad. Un lugar que amó con esa mentalidad universal, expansiva, amplia, de las personas que construyen ciudades en la propia ciudad.  Tenía una ruta luminosa sobre la que hablaba con entusiasmo: la ruta Castillo Castellanos que él había impregnado con su energía luminosa: el Parque Ayacucho, la quinta Maida en la que aparece el fantasma de una bella mujer, la casa del poeta Álvaro Montero donde se reunían las voces venezolanas de los años setenta, la casa entre las calles 35 y 35 donde se hacen los mejores bienmesabes del mundo; la casa de las muñecas de la carrera 17, el cementerio de Bella Vista donde permanece el mausoleo al músico Rafaelito Gómez y la tumba de Eduarda Andrade: “la convertida”, sanadora que había conversado con Dios y recibió unos semerucos para el viaje de regreso a la ciudad.

Castillo Castellanos habitaba Barquisimeto con su entusiasmo y sus palabras. No importaba lo que vieran tus ojos; él lograba el fulgor al relatarte lo que uno era incapaz de mirar. Memoria, datos, vasos comunicantes, y quizá hasta ficciones, porque en alguna ocasión, mientras nos caía el sudor por los treinta cuatro grados de temperatura, lo escuché hablar con ternura sobre esa neblina típica de Barquisimeto cuando llegaba el amanecer.

12-5-2021

Escucho veinte veces seguidas una canción de Escalona cantada por Carlos Vives. Suelo hacerlo. Pero ahora recuerdo que fue en casa de Freddy donde alguna vez tuve las primeras noticias sobre este cantante. La casa de Castillo Castellanos era el lugar de las primeras noticias sobre lo que sucedía en el mundo: filósofos, poetas, obras de teatro, películas.

Sigo escuchando la canción: Recuerdo que Jaime Molina cuando estaba borracho ponía esta condición/ que si yo moría primero él me hacía un retrato/ o si él se moría primero le sacaba un son/ Ahora prefiero a esta condición, que él me hiciera el retrato y no sacarle el son.

13-5-2021

Por Freddy también tuve las primeras noticias de Bolívar Coronado. Contaba divertido las diversas falsificaciones que perpetró este autor insólito que era nadie y era todos.

Le apasionaba esa figura literaria de alguien que se expande en muchas voces y se oculta tras ellas.

En la tarde camino por Sol, recuerdo que Freddy me dijo que en sus tiempos de estudiante vivió un corto tiempo por allí.

Me pregunto si Bolívar Coronado también habrá pasado por ese lugar. Voy a revisar los mensajes de Freddy.

15-5-2021

Marcela Filippi me hace un regalo inolvidable. Un audio con la voz de Freddy Castillo Castellanos recitando a Borges. De nuevo su voz convirtiendo el asombro en más asombro.

Pienso ahora que las señales de su despedida estaban allí y no pude (no quise verlas). Hay un último mensaje que le envié: una lista de diarios literarios españoles. Esperaba sus comentarios; esperaba sorprenderlo con las referencias a diarios como el de Ignacio Peyró; Valentí Puig; José Carlos Llop. Imaginé su entusiasmo, su curiosidad.

Se la envié el lunes y no me respondió. El sábado siguiente supe que jamás conocería su respuesta.

Ahora dividiré los libros en dos tipos: los que pude comentar con mi amigo, mi padre, mi hermano, mi maestro, y los otros; los que jamás comenté con él.

17-05-2021

En mi contestadora automática quedó el eufórico mensaje que me envió cuando el primer título de Cardenales de Lara en el año 91.

A veces, en su casa, con algún whisky, escuchábamos la grabación que tenía con Alfonso Saer narrando ese momento de pequeña gloria. Nos emocionábamos como si estuviese sucediendo en ese mismo momento (¿Y no son los diarios literarios la escenificación de un tiempo cotidiano que ya se ha marchado? ¿No es el diario el volver a ser de lo que ya ocurrió?).

Era una de nuestras desolaciones compartidas. Me enviaba deliciosas crónicas deportivas en las que me relataba con detalles los juegos que al mudarme de país en el 96 yo ya no podía disfrutar de primera mano. Y fuimos una inmensa risa, un inmenso llanto feliz en el 97 cuando me llamó a España sólo para decirme que el milagro se había repetido de nuevo. Robert Pérez, Robert Pérez, repetía como un mantra cuando apenas acababa de suceder el out 27 y sonaban los primeros cohetes en la ciudad.

Pero ya con él había aprendido la dignidad de la derrota, con él le di otro sentido a ese  equipo que nos hizo esperar 25 años para tener una celebración. Me lo explicó en una oportunidad: Cardenales de Lara era un equipo existencialista, era un equipo Camus, que atisbaba cierta vulgaridad en la victoria.

18-5-2021

Algunas pocas veces discutimos: Lezama, Piglia, temas de política venezolana, pero él todo lo hacía con infinita elegancia. “Hablemos de otra cosa, Juan Carlos”, me decía. “Hablemos de otra cosa”, le respondía yo.

En los últimos tiempos no volvimos a tener ni un solo desencuentro. Pero ahora extraño incluso discutir con él: no soporto a Lezama; no lo soporto; y lo mejor de Lezama era no estar de acuerdo con Freddy.

23-5-2021

Leo en estos días a Zakarías Zafra; autor barquisimetano. También leo unos textos que me ha enviado Alfonso Matheus, otro autor de la ciudad. De ambos he escuchado el testimonio y la gratitud infinita con Castillo Castellanos, la persona que les orientaba con lecturas, que les hacía comentarios sobre lo que proyectaban escribir, que les obsequiaba volúmenes difíciles de encontrar. Era la misma experiencia que yo he vivido en mis treinta años de amistad con Freddy. Él era una de las figuras tutelares, él era la sabiduría y el ojo atento que siempre acompañaba.

Cuando pienso en estos autores jóvenes, comprendo que Freddy era una continuidad, un hilo de sentido. Era la generosidad, el entusiasmo, la inteligencia, la memoria.

Con Castillo Castellanos comprendí que la literatura es una buena noticia que vale la pena compartir. Un resplandor de belleza que cobra su sentido cuando se mueve de una a otras manos, cuando se convierte en un obsequio.

19-5-2021

Freddy Castillo Castellanos decidió ante todo ser un gran lector. Pero no con esa melancolía que pueden tener quienes anotan sin fuerzas los proyectos de libros que nunca podrán concluir y prefieren refugiarse en la palabra de otros.

Castillo Castellanos no paraba de escribir. De él se conocen algunos textos que recuerdan cierta poesía española de los años setenta, con su discursividad llana, su juego de máscaras; poemas que Marcela Filippi está traduciendo al italiano. Se conocen sus ensayos refulgentes, mercuriales, y las brillantes notas de sus diarios que colgaba en sus blogs.

En una oportunidad le comenté el interés de un editor por un poemario suyo. Sonrió. “¿Dónde está? ¿Qué le digo?” pregunté. “No le digas nada. El poemario está allí”, dijo señalando con vaguedad hacia su biblioteca. También hablamos en otra ocasión de lo pertinente que sería publicar una selección de sus diarios. Lo que él había dado a conocer eran pequeñas joyas cargadas de erudición, belleza, lucidez. Reflexiones encapsuladas, divertidos juegos de asociaciones; una prosa perfecta, transparente, que cantaba con afinada voz.  Me dio largas, dijo que ya nos pondríamos en ello. Yo en ese momento de los años noventa supuse que al ser el diario un género tan poco frecuentado por la literatura venezolana de aquellos años, él no veía claro la pertinencia de publicar esos escritos que eran parte de un remoto archipiélago. Archipiélago que él mismo me advirtió tenía ya sus señales nítidas: el diario de Blanco Fombona, el de Argenis Rodríguez, el de Ennio Jiménez Emán, los textos de Rojas Guardia, los inconclusos esbozos del diario de Pedro Emilio Coll.

Pero al comprobar que en los últimos tiempos el diario ha adquirido entre nosotros un rango de primer orden, creo que hay en esos escritos suyos, dispersos, remotos, una semilla literaria que es indispensable conocer, redescubrir, frecuentar con ojos atentos.

Porque dispersión es una palabra esencial para entender su silencioso trabajo literario. En Castillo Castellanos la escritura era un cotidiano jolgorio: podía verse en sus blogs; en sus entradas del Facebook: brillantes, ingeniosas, con esa levedad propia de la inteligencia que surge de manera natural. Micro-ensayos que sería maravilloso paladear agrupados en papel (como también me sucede con otro autor venezolano: Salvador Tenreiro, cuyas “borraduras” como él las llama son también deliciosas misceláneas). En sus últimos días, Castillo Castellanos elaboraba pequeñas narraciones a partir de cuadros notables, también tuvo momentos de reflexiones gastronómicas, de anecdotarios sobre escritores, de impredecibles conexiones entre distantes lecturas, de creación de enigmáticos personajes reflexivos, de citas de libros que imagino subrayaba o borgeanamente inventaba para poder subrayar, de referencias a pequeños sucesos cotidianos con los que luego saltaba a una pieza musical, a una película inolvidable.

La lectura continuada de estos textos me remite a La lámpara de Aladino, las maravillosas notículas de Blanco Fombona publicadas en Madrid en 1915. Una escritura en susurros: delicadas miniaturas; mixtura de géneros. Comprendo así que Castillo Castellanos había encontrado un modo ingenioso de ejercer su timidez literaria, de ocultar sus escritos sin dejar de trabajar en ellos. Una táctica que remite a La Carta robada de Edgar Allan Poe: esconder algo colocándolo a la vista de todos.

Pensábamos que guardaba como un tesoro su escritura, porque la había colocado con persistencia diaria frente a nuestra mirada.

21-5-2021

Releo un verso de Elí Galindo que alguna vez compartimos con entusiasmo:

Hoy me siento un árbol cargado de lluvia 

que alguien sacude bruscamente.

(Isla de Bararida, 1966)

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