Los estilos históricamente configurados alrededor del arte del ballet poseen rasgos específicos vinculados con los contextos sociales en los que surgieron, y con las valoraciones predominantes sobre el cuerpo expresivo en sus distintas épocas. Un estilo constituye un paradigma, un momento de diferenciación y ruptura respecto de las visiones filosóficas, éticas, estéticas y técnicas sobre el ballet como hecho creativo imperantes durante un tiempo determinado.
La presencia de la mujer, etérea e inasible, como referente escénico imperecedero, así como la dualidad de planos dramáticos, el terrenal, y el sobrenatural, presentes en el evasivo y sentimental ballet del Romanticismo, creado y preservado con poética sensibilidad por Filippo Taglioni, Ángel Coralli, Jules Perrot y Augusto Bournonville, configuraron el primigenio estilo romántico, auténtico paradigma estético dentro de la historia de la danza escénica.
Pocos íconos tan universalizados y perdurables como el de la bailarina de le era romántica, ese ser espectral, ingrávido e inasible que impactó a las artes escénicas occidentales con su cuerpo alado y su gesto distante. Finalmente, la mujer era reivindicada en su condición de intérprete, luego de dos siglos de hegemonía de la danza masculina, los muy altivos dioses de la danza, convirtiéndola en centro absoluto de un movimiento que la ubicó en una dimensión altamente emocional.
Aquella bailarina vestida de tul blanco, ligeramente inclinado su torso, de mirada extraviada, y elevada sobre un par de zapatillas de punta, transformó radicalmente las visiones de la danza escénica que prevalecían, plenos de mitos y alegorías de la antigüedad. Ese ser ingrávido dominó la escena parisina durante la primera mitad del siglo XIX determinando gustos estéticos y propiciando modas. Su inquietante presencia conmovía a las audiencias -de igual temperamento romántico- que llegaban hasta el delirio ante sus representaciones, causando enfrentamientos y hasta acciones individuales y colectivas descabelladas.
El Romanticismo buscó espacios alternativos donde los sentimientos se expresaran a plenitud, lejos del imperio de la ciencia y la razón. Dos realidades contrapuestas, la terrenal y la sobrenatural, se enfrentaban en una dialéctica pasional. El ballet romántico hizo lo propio al hacer coincidir un ámbito real, generalmente sereno y bucólico, con uno fantástico, donde seres humanos, junto a hadas y ondinas, establecían relaciones exacerbadas bajo el signo del amor, la locura y la muerte.
El ballet romántico legó a la danza artística el primero de los estilos plenamente caracterizados, cuyo concepto y estética se construyeron sobe la base de una alta valoración de los sentimientos. Las grandes obras del romanticismo en la danza trascendieron su propio tiempo, manteniendo una vigencia explicable por constituir en sí mismas estudios indagatorios de la naturaleza humana, teniendo a mujeres extremas como sus heroínas.
Marie Taglioni (Estocolmo 1804-Marsella 1884) dio vida por primera vez a La sílfide (1832), creación imperecedera de su padre Filippo Taglioni, música de Schneitzhoeffer, criatura seductora e inasible que habita en la comunidad de un bosque sobrenatural. Fanny Elssler (Gumpendorf 1810-Viena 1884), quien rivalizó con su contemporánea Marie, dotó al imaginario de la bailarina romántica de una personal expresión dramática. Teófilo Gautier, cronista y entusiasta animador de las divas románticas en la Ópera de París, llamó a Taglioni la bailarina cristiana debido la connotación espiritual de su gesto, y a Elssler la bailarina pagana por su movimiento más cercano al ámbito terrenal.
Carlota Grisi (1819-1899), fue la primera intérprete de Giselle (1841), obra de Jean Coralli y Jules Perrot, música de Adolph Adam, quizás el título más celebrado del romanticismo en el ballet, que comporta el reto de una dualidad de personajes: la ingenua campesina en el primer acto y el ánima redentora en el segundo. Lucile Grahn (Copenhague 1819 – Múnich 1907), y Fanny Cerrito (Nápoles 1817 – París 1909), completan el cuadro de bailarinas románticas inmortales de la época. Cuatro de ellas -Taglioni, Grisi, Grahn y Cerrito- coincidieron en el escenario del Teatro de Su Majestad de Londres donde interpretaron Pas de quatre (1845) de Jules Perrot y música de Cesare Pugni, una visionaria abstracción que recreaba el genuino espíritu femenino que orientaba la danza del romanticismo.
La gran influencia del ballet romántico francés llegó también a Rusia para determinar buena parte de la conceptualización y la estética de la danza académica desarrollada en las cortes del zarismo. Los deslumbrantes actos blancos presentes en las creaciones de Marius Petipa y Lev Ivanov, ejemplifican esta ascendencia. La modernidad del siglo XX igualmente se hizo eco de este influjo, evidenciado en las creaciones Las sílfides (1908), obra esencial de Mikhail Fokine, música de Federico Chopin, que anunciaba una nueva era, y Serenata (1934), de George Balanchine, música de P.I. Tchaikovsky, convertida en referente del coreógrafo ruso estadounidense propulsor del neoclasicismo como estilo, que bien pueden ser caracterizadas como neorrománticas, donde la presencia de la mujer tanto individualmente como colectivo se impone.
En la actualidad, la contemporaneidad en la danza escénica universal en sus manifestaciones inspiradas en la tradición y también las vanguardias radicales, no ha dejado de interesarse por el inquietante universo de la danza romántica y sus íconos femeninos. Lo dijo Balanchine convencido: la danza es una mujer.
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