Por MIGUEL ARROYO
Alejandro Otero fue uno de los principales exponentes del abstraccionismo geométrico en Venezuela y su mejor y más activo teorizante. Luego de una serie de obras inspiradas en el tema de las cafeteras, en las que gradualmente va eliminando la figuración hasta quedarse, tan solo, con los ritmos lineales y los colores que ellas le sugieren, pasa definitivamente a la abstracción en una serie de telas (exhibidas en la Galería El Muro a fines del pasado año) en las que breves trazos de color y una materia pastosa (generalmente blanca) ocupan solo una pequeña porción de la tela. No hay en estas obras ni subordinación a una forma, línea o color predominante, ni centralización del tema. Las líneas viven y hacen vivir todo el espacio de la tela únicamente por la tensión que crean desde la pequeña superficie que ocupan. De estas obras, hechas en 1951, pasa en 1952 a una serie de obras poco conocidas en las que el empleo de horizontales y verticales en una trama tan ajustada que parecerían tejidos, unido al uso exclusivo de colores primarios, hace evidente la influencia del Mondrian del Manhattan Boogie-woogie.
En 1955 hace sus primeros Coloritmos, con los cuales entra en una madurez que le permite romper toda atadura formal con Mondrian y crear una de las más originales obras de la pintura venezolana. Comienza su serie de los Coloritmos con una familia de formas (triangulares, rectangulares y trapezoidales) diseminadas en un fondo blanco. El carácter suelto de la composición es agarrado por una secuencia de líneas negras, paralelas y equidistantes que son como un marco rígido opuesto a la movilidad del color y de las formas. De este contraste surge una tensión que moviliza toda la superficie del cuadro. Para 1960 (año en que hizo su penúltima exposición personal y etapa final de la serie de los Coloritmos), Otero ha cambiado totalmente la forma y coloración de sus obras. El fuerte paralelismo de las verticales deja de ser marco ordenador y estático para convertirse en elemento dinámico de la obra. El espacio vertical es dividido en cuatro o cinco bandas horizontales, o con pequeña inclinación diagonal, en las que, barras de color (de forma rectangular o triangular) colocadas en posición vertical crean diferentes tensiones de profundidad y de superficie. Otero basa, entonces, sus creaciones en el poder dinámico del ritmo, roto inesperadamente por una pequeña variante, y en la fuerza espacial del color. Ambos factores crean una energía que recorre de extremo a extremo la obra y que es percibida por el espectador como movimientos de avance y de profundidad y como deslizamientos en la superficie. El color en estas obras es generalmente violento y en esa época produce Otero una de las más extrañas y justas armonías con que cuenta la pintura venezolana. La materia uniforme de sus primeros Coloritmos es transformada en los últimos por una transparencia del color que acentúa el brillo y la especialidad del mismo. Creo que se equivocan quienes vieron en los Coloritmos una continuación de la problemática de Mondrian. En este, todo el empeño estaba dirigido hacia el equilibrio casi imposible (por lo inusitado de la composición) de los distintos componentes de la obra. El resultado final debía ser (y lo fue) la estabilización de las tensiones. Otero en cambio persigue la dinamización de lo estable. Él descubre el poder dinámico que pueden tener unas barras verticales colocadas en determinadas secuencias y lo que le interesa es acentuar su movilidad y su capacidad de irradiación. Por ello los Coloritmos invaden mucho más que el espacio que los circunscribe y dan la sensación de ser ilimitados. Su dimensión real cubre un campo mucho más amplio que el de su pura dimensión física. A principios de 1961, Otero toma de nuevo el óleo y la tela (materiales que no usaba desde 1951) y realiza una serie de obras que son como versiones “gestuales” de las Cafeteras, pero pronto abandona esta modalidad y en el mismo año comienza a incorporar objetos en sus obras. Al principio utiliza pequeñas tuercas y tornillos, fragmentos de cerraduras y herramientas y luego pasa definitivamente al uso de objetos de tamaño mayor tales como recipientes, guantes, escobas, con los cuales compone (por así decir) sus Ensamblajes y encolados. La presencia del objeto se va haciendo cada vez más preponderante en la obra de Otero y a mediados de 1962 la mayoría de sus Ensamblajes están realizados con un objeto único (guante, escoba, envases de lata) que constituye junto con el fondo la totalidad de la obra. Utiliza también viejas cartas y pequeños fragmentos de tejidos que engoma a hojas de ventanas. A ellos me referiré, especialmente, en este texto, ya que Alejandro Otero escogió obras de este tipo para enviarlas a la Bienal, pero quiero antes hacer un comentario sobre los encolados en general.
La potencialidad expresiva del encolado depende en gran parte de su ambigüedad. Hay una casi contradicción entre el uso de un material real —no imitado— y los efectos que él produce al ser incorporado a la obra. De allí que el espectador esté simultáneamente tironeado por dos realidades igualmente poderosas: la percepción del material o del objeto como tal y las nuevas asociaciones que él produce. Es precisamente esta dualidad la que le da mayor fuerza expresiva. El pedazo de papel, la hoja de ventana, etc., sin dejar de serlo y sin dejar de impresionarnos como tal, es, al mismo tiempo, otra cosa. El observador se siente compulsionado a operar en dos o más dimensiones: contemplar la realidad material que se le presenta y permitir al mismo tiempo el cambio hacia la percepción de las otras realidades que el objeto evoca. Podría decirse con espíritu de argumentación que tal fenómeno es típico de la pintura y que ante un óleo figurativo el espectador olvida, precisamente, el engaño —el hecho de que en el cuadro las cosas sean ilusión de cosas— y se sumerge en la atmósfera que el cuadro crea. Tal observación tiene mucho de verdad, pero el encolado exige un olvido más violento, pues simultáneamente están ante el espectador la rotunda realidad de la “cosa” usada y la otra realidad que la cosa crea.
En el caso de estos encolados de Alejandro Otero, los elementos empleados son tan válidos como si las obras hubiesen sido hechas con pintura. La escritura tiene valor lineal, el papel y los fragmentos de tela valor de color y de textura, la ventana es al mismo tiempo color, línea, valor y relieve. La forma como los distintos materiales están dispuestos —compuestos— harían de por sí una buena composición abstracta, pero no para allí, pues cada uno de ellos tiene un poder evocativo y de proyección que nos lleva o a una percepción distinta del objeto o al recuerdo de viejos desvanes, de recintos y cofres olvidados, de viejos tiempos, momentos y hechos agazapados en nuestra memoria. El “cuadro” adquiere entonces una sonoridad tan múltiple como la del eco y como él va retumbando y despertando reminiscencias en nuestro ser más recóndito. Su poder no está, pues, limitado a la pura proyección plástica, de allí que las reacciones que produce varían considerablemente de espectador a espectador. De allí, también, el que a veces la reacción sea tan violentamente negativa. Estos encolados rozan mundos adormecidos que de pronto se agitan en los sótanos de nuestra memoria, por ello pueden perturbarnos y favorecer nuestra huida, o por lo contrario, llevarnos a esa extraña dimensión en la que los objetos maltratados, despreciados y a punto de abandono adquieren una identidad insospechada y comienzan a hablar de sí y del hombre.
*Texto publicado originalmente en el catálogo de la Segunda Bienal Armando Reverón, Caracas, Museo de Bellas Artes, mayo 1963.
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