El régimen del terror se escuda en cualquier excusa, por falaz o inverosímil que luzca, ante los más desprevenidos captadores de infundios sin procesar. A toda costa se fundamenta en inventos manipuladores, con la finalidad de lucir como no comprometidos con la destrucción económica e institucional del país que se desbarató en sus manos, intencionalmente.
Destruyeron la producción, expropiaron infinidad de empresas, acabaron sin prurito alguno con una de las más importantes corporaciones del mundo: Pdvsa, así como diezmaron las empresas básicas y los servicios más elementales; extrajeron todo valor al trabajo, a la educación, a la legalidad, a la constitucionalidad, a los derechos humanos; pulverizaron la Fuerza Armada hasta desprestigiar en la sociedad hasta los colores, ya desvaidos, de los uniformes. Buscan continuamente el sometimiento y la prosternación de todos. Se enriquecieron sin simulación alguna siquiera. Han potenciado así la delincuencia, la criminalidad, el terrorismo, el narcotráfico. Se aliaron con las peores inmundicias globales. Limitan o condicionan todas las libertades individuales y colectivas. Pero, encima, se molestan cuando les imponen sanciones, cuando les levantan informes demoledores acerca de su accionar contra los individuos, por constituir inocultables delitos de lesa humanidad, señalados internacionalmente.
Fincan su «protección» en la idea de que esos países preocupados por la libertad y la vida en Venezuela intervienen indebidamente en los asuntos internos del país. Y, cuando países democráticos aplican sanciones a personas, como el caso irrefutable de la implementación de medidas por desconocer la intencionalidad europea de que se ejecutaran elecciones libres y transparentes, proceden con chiquillerías trocadas en respuestas diplomáticas.
El hambre de los ciudadanos comunes, así como la desprotección generalizada de la salud de la población, se la achacan a las sanciones, especialmente a las gestadas en Estados Unidos, que impiden a personas y empresas negociar con el régimen impostor, que limitan a quienes han cometido delitos contra la humanidad o a quienes permanecen marcados por la sospecha de esto a movilizar cuentas y bienes en territorio americano. E incluso se les han abierto procesos judiciales por esas razones, por narcotráfico, por corrupción evidente. Eso descontrola a los sátrapas que manejan el poder en Venezuela. Los expone debidamente al escarnio global.
La ruina venezolana, la emergencia humanitaria compleja que padecemos, han sido creación absoluta de los rojos. Son ellos los responsables de nuestra inmensa desgracia diaria. Se sabe con claridad dentro y fuera del país. Como se conoce también que la manera de procurar escurrir el bulto vacío con palabras igualmente vacuas es una propuesta de engaño que nadie en su juicio sano o insano procesa sin recriminarlos con la fortaleza debida. Este secuestro colectivo, esta destrucción institucional, este acontecer de la desgracia, tienen nombres y están asociados irremediablemente al más oprobioso proyecto político que denominó el muerto «socialismo del siglo XXI». No son, pues, las sanciones. Son ellos y sus imposiciones. El engaño nadie lo agarra para sí en este singular caso de acabamiento de un formidable país. Librarnos de ellos permitirá la deseada reconstrucción. Las sanciones son parte de nuestra esperanza de cambio. Debemos agradecerlas profundamente a quienes ayudan a evitar la profundización de este criminal ensañamiento con una población desgarrada, desbaratada, desangrada a propósito.
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