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La razón última de la emigración

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Por mucho que se quiera disminuir la actual diáspora venezolana, estamos viviendo algo que nunca habíamos podido imaginar años atrás. Cuántas veces habremos dicho la expresión: “Aquí no se puede vivir”, como un dicho más, como una frase cualquiera cuando por cualquier banal motivo estábamos fastidiados. Nunca llegamos a pensar que pudiera algún día hacerse pura y simple realidad. He aquí que ese día llegó. Si es verdad que la vida biológica sigue siendo aunque muy precaria y muy dudosamente posible para la gran mayoría de la población, el sentimiento de fondo de todos es que vida como tal vida, la propiamente venezolana, solo es posible para unos cuantos, los “enchufados”.

Esas masas de gente, ahora ya del pueblo, de los pobres y desheredados de toda fortuna, que pasan a diario las fronteras arrastrando sus míseras pertenencias y cargando o llevando de la mano a sus pequeños hijos, ¿de qué huyen y qué buscan? Huyen en último término de la muerte que les acecha en cualquier sitio de su país por el hambre, la enfermedad, el asesino que puede asaltarles a la vuelta de una esquina. No buscan fortuna ni riqueza que muy bien saben no les será fácil. Buscan por lo menos poder sobrevivir porque bien saben que para ellos “aquí no hay vida”.

Por la vida, se exponen a cualquier dificultad que haya que soportar: a la humillación de tener que recurrir al auxilio de la caridad ajena, al calor de los asoleados caminos del Brasil lo mismo que a los fríos páramos de Colombia, a días y días de camino, incluso, a veces, al rechazo de las otras gentes que los desprecian como extranjeros peligrosos, invasores.

Los revolucionarios idealistas, y creo que sí los hay, cuando proyectan, planifican y ejecutan sus revoluciones, no tienen en cuenta lo que van a hacer con la vida de la gente común, de los hombres del pueblo a favor de los cuales piensan sus proyectos. Todo el cambio que proponen y procuran les parece que solo puede producir mejoras y bienestar. Por eso es tan difícil convencerlos de que se equivocan, de que el bien de los pueblos, si es cierto que no está en la inmovilidad social y política, es sobre todo verdad que no está en los cambios violentos y rápidos, las revoluciones, porque descoyuntan las vidas de la gente y ese es un falso remedio.

El cambio hay que hacerlo, pero adecuándose al ritmo del pueblo, respetando su proceso propio de vida, del sentido profundo del vivir, y la vida pone las condiciones que son muy complejas para poder ser vida.

El Hombre es un ser de cultura y, antes que todo, espíritu.

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