A simple vista pareciera un lugar común; un simple tópico, como efectivamente de pronto, tal vez le hubiera gustado decir a un viejo amigo interlocutor de aquellos lejanísimos años de la arqueológica década de los ochenta de la pasada centuria que se nucleaban en torno a mítica y legendaria revista de los olvidados Talleres de Investigación Militante que animaba el pope de la iglesia epistemológica vernácula: una sociedad sin intelectuales es una contradictio in abyecto en el más riguroso y estricto sentido del término.
Es harto sabido por tirios y troyanos que el más caro anhelo de todo régimen totalitario es abolir todo vestigio de disenso socio-político, cultural e ideológico. La historia universal es pródiga en casos que patentizan el carácter homogeneizante y uniformizante de los regímenes autoritarios de neto corte bolchevique, socialista, comunista, fascista. Mientras el proyecto revolucionario, obviamente en sus inicios, cuando apenas es una micromolecular estructura larvaria de naturaleza política emancipatoria y redencionista el intelectual es animado por el destacamento político-militar de la vanguardia histórica del Partido Único para que asuma el rol de agitador, propagador, organizador, del ideario revolucionario por la transformación de la sociedad burguesa y capitalista (intelectual orgánico según Antonio Gramsci) en sociedad revolucionaria y socialista en tránsito hacia el comunismo; esto es, hacia la sociedad sin clases sociales. Esto es el abc de la infumable ideología de izquierda revolucionaria que lobotomizó los lóbulos parietales del cerebro de la intelectualidad otrora crítica, subversiva e insurreccionalista de la Venezuela de la república liberal-democrática que se instauró inmediatamente al derrocamiento de la tenebrosa dictadura perezjimenista ocurrida el 23 de enero de 1958.
La mayor parte de los intelectuales, escritores, artistas, estudiosos e investigadores de las ciencias sociales y humanísticas que firmaron y suscribieron aquella tristemente célebre “bienvenida” al Caimán Barbudo Phidel Kastro cuando vino como invitado especial a la toma de posesión de la presidencia del señor Carlos Andrés Pérez (II) en el Teatro Teresa Carreño han fallecido, el resto de quienes firmaron dicho “manifiesto” se fueron al exilio o viven adheridos cual sanguijuelas al afrentoso síndrome de la nómina estatocrática del Moloch revolucionario bolivariano marxista de la destartalada y arruinada Tierra de Gracia. Los adalides de la contestación ética-política, portaestandartes del logos discursivo irreverente y heterodoxo antisistema se trocaron, como por arte de magia en hilarantes hazmerreír de la comedia bufa de la revolución tanatocrática de esta chatarra de gasolinera al sur de Miami. El intelectual del no se trocó en payaso y arlequín aquiescente del “poder revolucionario”, el pensador insurgente de la lógica simbólica y el fedayín de la metáfora del desacato devino adocenado lamesuelas y lambiscón del poder fascio-bolivariano. Un ensordecedor silencio sepulcral signa al antiguo hombre de letras y de pensamiento de este peladero de chivo que insiste inútilmente en querer seguir llamándose “país”. La última casamata del espíritu (la academia universitaria venezolana) ha sido literalmente destruida financiera, presupuestariamente y más recientemente derruidos sus cimientos materiales saqueándoles y desvalijándoles sus edificaciones ante la aviesa indiferencia del big brother boliburgués. Lo hicieron con la alevosa intención de que el capital humano que integraba su fuerza de trabajo intelectual emigrara y abandonara los espacios de investigación, docencia y extensión universitaria que era a los intelectuales e investigadores humanistas lo que el pez al agua. Una inaudita sevicia se enseñorea sobre los ruinosos antiguos templos del saber y de conocimiento científico técnico en esta república de tristes que algunos extraviados soñadores persisten en llamar Venezuela. El asco es mutuo. Yo tampoco quiero saber nada de esos papanatas vendidos al mejor postor que medran de las esmirriadas ubres de esa famélica chiva sonámbula que no se cansa de berrear al borde de los acantilados de este abismo que amenaza con convertirse en fosa común como nación agonizante.
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