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Tierra de gracia

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Hace varios años, un hermano que vive en el exterior me dijo que, para él, Venezuela y Cuba serían lugares a los que querría venir la gente para ver “cómo era todo en el origen”: así como en los tiempos del génesis. Es inevitable asociar estas palabras con unas de Etty Hillesum que he citado en artículos anteriores. Ante el espanto de la guerra y el holocausto, ella vio con claridad una verdad que es mucho más que un simple consuelo en momentos difíciles. Estuvo convencida de que “los nuevos tiempos” se gestan en el núcleo de la intimidad. Es allí donde nacen.

Esta pandemia es una oportunidad para ver la realidad con nuevos ojos. La desestructuración física, institucional, es un llamado a crecer por dentro: a generar en nuestros corazones una vida nueva. Si logramos verlo, lo que sucede ha impulsado en nosotros la necesidad de encontrar un sentido al sufrimiento que consideramos injusto. Puede serlo en parte, sin duda, pero en una sociedad decadente, todos debemos examinarnos para reconocer, en nosotros, en cada uno, la parte de responsabilidad que nos compete, en lugar de adjudicarla de manera absoluta a otros.

En el cautiverio de Babilonia, los israelitas comprendieron que el destierro y la diáspora; esa fragmentación física del pueblo, tras el derrumbe de sus estructuras políticas, fueron ocasión para resurgir como un pueblo nuevo, purificado. La injusticia sufrida (la destrucción) debía rehacerlos en hombres justos. La prueba fue transformando a algunos en la “reserva” de Dios: ese pequeño rebaño que vio en el dolor el foco de la verdadera esperanza. De abandonado, este “resto” fue percibiéndose como signo de elección solo cuando comprendió que la resistencia debía consistir en erradicar de su interior la maldad que veían en quienes los oprimían. Si deseaban justicia, debían ser ellos mismos justos. Si el dominador maltrataba física y psicológicamente, la lucha del “justo” (del “santo” en sentido bíblico) debía orientarse a hacer “justo” su propio corazón: ese que oprimido, no oprimiría; ese que esclavizado, no se dejaría esclavizar por ídolos diversos a Dios; ese que siendo objeto de burlas, no se burlaría de nadie.

Solo así, poco a poco, con un corazón puro y solidificado en Dios, pudo esa “reserva” del pueblo resistir y vencer la opresión física que pudo tentarlos a devolver mal por mal. Al impedir que la rabia y el odio reinaran en sus corazones, empezaron a percibirse como un pueblo que, lejos de “abandonado”, era germen de una nueva época: Dios estaba entre ellos mirándolos con amor y sosteniéndolos en su lucha. El rostro invisible de los acontecimientos se muestra cuando se advierte que el núcleo de todo hundimiento estructural no es otro que la injusticia reinante en los corazones. Cuando esto se comprende, se ve, también, cómo puede resurgir del espíritu una nueva sociedad: una más fiel a los designios de Dios, fuente de todo bien.

Las pruebas son llamados a abrirnos a la esperanza. Pero no puede vencerse el mal (que no se limita a un régimen político) si antes no sabemos resistir a su imperio en nuestros corazones. Esto parece impráctico y resulta siempre impopular, pues no nos gusta escuchar que la opresión se mantiene por la resistencia a reconocer que la solución pasa por un enderezamiento del propio “yo”. Los caminos, sin embargo, se orientan hacia un fin más prometedor, cuando los hombres nos reordenamos por dentro; cuando nos autodirigimos hacia una vida “buena”, acorde a la santidad (justicia) que echamos en falta en la sociedad.

Esta es una ocasión propicia para cambiar por dentro. En el orden del espíritu no se precisa de la “unidad física”. El cambio de corazón no exige estar presente en Venezuela. La diáspora y la fragmentación a nivel material (visible) pueden rehacerse (tender a la unificación) si en el ámbito de lo invisible nos dejamos iluminar por la conciencia que indica la necesidad de una conversión interior, pues “un corazón contrito” no precisa de un templo físico que condicione su humildad. No son solo “los otros” los que deben cambiar. Si cada uno lo hace, independientemente de lo que hagan otros, esta “reserva” que estamos llamados a ser, puede terminar reconociéndose como capaz de un renacimiento y objeto de una elección; como signo de esperanza para muchos, y no como esa imagen de pueblo fracasado que a veces amenaza con ensombrecer la percepción de nosotros mismos.

He estado pensando en la mirada de ternura de esos ojos vivos de la Virgen de Guadalupe, emperatriz de las Américas, así como en los de nuestra patrona, la Virgen de Coromoto, también vivos. Esos ojos que miraron a dos indígenas: Juan Diego y Coromoto, símbolos de lo originario de nuestras tierras. Con la dulzura de su mirada, la Virgen restauró el dolor sufrido tras los atropellos del proceso de la conquista, porque sí, hay algo de eso en la violencia de nuestros pueblos. Hay mucho de necesidad de reconocimiento que el amor de Dios sabe ver mejor que nosotros. Precisamos del descubrimiento de esa mirada que regenera, que sana, que rehace tras los procesos destructivos: que nos ayuda a autopercibirnos valiosos y queridos. Por eso, insisto, si cada uno impulsa en su intimidad la experiencia de reconocerse mirado por una madre así; por un Dios que no nos ha abandonado, sino que está suscitando en nosotros una respuesta de retorno a la casa del padre como el hijo pródigo, empezaríamos a percibirnos amados, perdonados, en nuestras injusticias personales; y así, al ponernos en camino de la personal reconstrucción interior, nos haríamos capaces de ver a otros con una mirada más compasiva y amorosa.

El amor salva de los efectos de tanta destrucción; de tanta rabia, producto, a veces, de una autoestima muy baja que no sabe recuperarse sino con la imposición del poder. Las leyes, por sí mismas, no van a organizar este desorden, consecuencia, en mucho, de la debilidad de nuestras virtudes.

Este hundimiento estructural exige la regeneración interior. Es una llamada a procurarlo desde la evidencia del desastre. La “tierra de gracia” debe abrirse paso, primero, en el propio corazón. Este es el sentido profundo, redentor y purificador, de lo que hoy vivimos. Lejos de abatirnos, todo puede tornarse en ocasión de una reconstrucción que nos oriente hacia un futuro más humano. Nuestro cambio interior sería ya un signo de esperanza. Sin esto no cabría esperar un cambio real ni perdurable.

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