Alguna vez escribí, en esta publicación, una ocurrencia al voleo con el deseo de decir algo más ingenioso que sincero, y vaya sorpresa me llevé al descubrir que había acertado una verdad entrañada en mis carnes. Algo así me salió en mitad de una crónica: “En este mundo el estómago es la única patria que va quedando”.
E insisto que es una verdad de mis particulares intestinos y no una que quiera imponerse a los otros que ya verán dónde mejor ponen sus pertenencias. Aparte de que yo extendería esa nación íntima del gusto a los territorios de la memoria, lugar de intenso ostracismo.
No tengo, precisamente, memoria del episodio; lo sé por la repetición entre el anecdotario familiar, otra forma de edificar memorioso. Según contaban mis padres, en el tiempo que nos tocó vivir una temporada en Inglaterra, en la ciudad de Bristol, yo, un niño de unos seis años, en una tarde demasiado precoz de invierno, el vidrio de la cocina empañado y sin dejar ver las especies mustias de un huerto doméstico, tuve mi primer acceso de añoranza o guayabo papilar: “¿Y aquí no se hacen hallaquitas?”, pregunté afligido. Sucumbía impotente a la nostalgia de los calientes bollitos de maíz blanco, bañados de mantequilla, tan improbables en aquellas estepas.
De vuelta a Caracas, olvidado de mi primer español inquirí soberbio: “Haven’t we fish fingers here?”
Antes de aquel viaje al viejo mundo, tenía yo un paladar breve pero refinado en la degustación de las mimosas recetas de Ángela, la cocinera de casa.
Ángela habita mi memoria como una de las mayores artistas culinarias y de sus preparaciones recuerdo una en especial: los buñuelos de yuca salpicados de melao de papelón. Eran un prodigio o al menos así los recuerdo. Tenían una arquitectura perfecta, en la que los filamentos de la yuca se encontraban armoniosamente como si de una flor se tratase. Crujían al hundir la cucharita golosa y de su interior se derramaba una pulpa suavísima. Me he topado con algún menú de cierta cocina snob a la venezolana con la promesa: “buñuelos de yuca”, pero vaya que deshonran mis recuerdos. No habrá nunca como aquellos de casa.
Lejos de Caracas y de Ángela, mi paladar se vio sometido a las condiciones del caso; los almuerzos populosos de la escuela, entre montañas de puré de papa, me complacían solo al final, cuando nos servían el custard, una natilla caliente de la que rescataba gustoso frutas en almíbar.
Las cenas no deparaban otra cosa que lo que nuestra madre podía pergeñar sola y sin mucho entrenamiento en la cocina: alimentos pre cocinados, congelados y polvos para hacer sopas. Entre esas apuradas “delicias” los preferidos de mis hermanos y yo, los fish fingers, “dedos de pescado”, que venían en una caja refrigerada, unas croquetas tiesas, tras ser horneadas, que remojábamos en ¿salsa alemana?
De modo que no es mi paladar resultado de aprendizaje riguroso, sino que lo fui haciendo con más gusto y urgencias que razones, con más capricho que criterio, sin mucha conciencia de la alta cocina y sin pretenderla.
Divido, por tanto y ahora que se me requiere método, mi gusto entre el paladar infantil (el de las hallaquitas hirvientes, recién hechas, y los buñuelos de yuca); el paladar canalla (el de los fish fingers y la arepa de chicharrón –bocado agreste y desafiante que acometí grande ya en El Tropezón, cerca de la UCV, entre otros piscolabis de parecido jaez: la cocina china abundante en glutamato sódico, las tostadas “mexicanas” que hace tiempo desaparecieron de la noche caraqueña, los perros calientes callejeros, por supuesto, a los que renuncié hace años por temor a contagios cada vez más variopintos); y el paladar clásico adquirido en la adultez, si acaso, tras un periplo escueto pero aleccionador por algunos restaurantes de dos y tres estrellas franceses.
El infantil y el canalla coinciden en un mismo súbito apetito de tarde en tarde: una saladísima arepa de chicharrón en maridaje con una Frescolita empalagosísima, bebida que también forma parte de mis papilas primigenias, y que los pediatras recomendaban entonces para animar el gusto de infantes desganados. La Frescolita era, por ejemplo, el vino apropiado para la detestada lengua guisada o el bistec de hígado encebollado, tan abominado pero nutricio como el que más.
Quiso la fortuna que alguna vez me empleara como periodista gastronómico, disciplina que entre trancas y barrancas fui aprendiendo bajo la tutela del fundador de esta revista, Ben Amí Fihman. Fue durante ese periodo que me hice de lo poco que sé de cocina y vino: mi paladar clásico. Y hasta ahí lo que de académico puedan albergar mis mucosas digestivas, porque tiendo cada vez más a lo canónico y me desilusionan ciertas revisiones en boga propagadas por calificadísimos chefs de cuisine, que lo único que les falta por inventar sería un plato que no se come.
Razones para gustar las mejores cocinas del mundo las hallaría antes en mi pasión por el relato policial: el detective Pepe Carvalho despertaba mi apetito con las recetas que insertaba en medio del suspense, los vinos que degustaba y cómo los maridaba con determinados platos. Pero en ese tiempo no se mostraban para mí demasiadas ocasiones para probar aquellas experiencias digestivas del glotón investigador creado por Manuel Vázquez Montalbán.
Aplico las categorías de mi paladar a otros gustos; el de la música, al que sí fui iniciado con más rigor que otra cosa, por no decir más. Y es así que coincido con el musicólogo gallego Jesús Bal y Gay: para gustar de las expresiones más altas de la música hay que probarla tantas veces como la amarga cerveza, hasta que guste más que libaciones complacientes. En materia musical, mis gustos infantiles y canallas prefiero no comentarlos, por no herir susceptibilidades.
Desde luego, hay que acotar, que Bal y Gay se refería a la cerveza que trasiegan los europeos, espesas como la historia, graves y de espuma lenta y algo más pesadas de alcohol para que dure la jarra una noche larga en un andén que se cala en los huesos. No como la clara y volátil pilsen aclimatada al requerimiento de la muchachada tropical que cada anochecer por estos lados tanto se comercializa bajo la categoría light.
_____________________________________________________________________________
Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional