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Vasco y Daniel: sobre la écfrasis inversa de la literatura

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Por JUAN CARLOS CHIRINOS

Esta es, con mucho, la foto con más historia de toda la literatura en español. Las risas francas, las miradas limpias, las manos propicias, el afecto y la cercanía que da observar el mundo a través de la misma profesión y a los mismos artistas: todo eso nos ofrece esta impagable imagen en la que Vasco Szinetar y Daniel Mordzinski se saludan, generosos, como los dos titanes del arte de la fotografía que son desde hace décadas. No hay escritor en activo que no sueñe con caer bajo el manto consagratorio de sus cámaras. Tener una foto de Vasco y/o de Daniel es uno de los pasos indispensables para forjarse un nombre en eso que Rafael Bolívar Coronado llamaba “la república de las letras”, de la cual se sentía expulsado. Que luego tu obra haga honor a esas fotos que consagran, ya es problema tuyo, y de tu obra, y de la esquiva posteridad. “Selfi” con Vasco o “fotinski” de Daniel: tenerlas es como tener el pasaporte de un país próspero.

Conocí a Vasco Szinetar en Caracas en la década de los 90 del siglo pasado; muchos años antes, desde luego, de que él me conociera a mí. Lo veía ir de un lado a otro en la sede de la Fundación Celarg, donde dirigía la sala RG, allí donde vi por vez primera la obra perturbadora de José Antonio Hernández-Díez, su San Guinefort, un perro disecado metido dentro de una incubadora, y que se podía palpar usando unos guantes adosados al mecanismo ad hoc; una espléndida metáfora del perro santo que en la Edad Media salvó la vida del bebé de su amo al que una serpiente estaba a punto de morder y por lo cual fue injustamente sacrificado. Sin embargo, la propia obra fotográfica de Vasco ya la había visto desde al menos veinte años antes, impresa sobre todo en El Nacional y, de hecho, durante todo mi bachillerato uno de sus retratos presidió mi escritorio de aspirante a poeta: una hermosa y erudita Carol Prunhuber me miraba todos los días como diciéndome: “Si quieres estar en mi lugar, estudia, ¡flojo!”. Quién sabe si le hice caso. Lo cierto es que, sí, al cabo de los años, yo también tuve la suerte de estar frente a esa lúcida cámara que captaba a los escritores. La primera creo que me la hizo en el monumento a Juan Valera en el Paseo de Recoletos, frente a la Biblioteca Nacional de Madrid, puede que en 1998. Y desde entonces, cada vez que nos vemos, Vasco levanta su cámara y me regala un poquito de inmortalidad.

Sé exactamente el día en que (y el lugar donde) conocí a Daniel Mordzinski. Fue en el Instituto Cervantes de París, una mañana de octubre de 2010. Daniel era, desde hacía mucho, el mítico fotógrafo de los escritores a los que él “obligaba” a ejecutar las más hermosas o humorísticas posturas, y yo iba con la firme intención de no dejarme manipular; yo quería una foto tradicional, casi un daguerrotipo. A mí no me haría jugar con bolas de billar ni a empujar un carro en la calle, ni siquiera me convencería para que me metiera en una bañera sin agua. No, señor. Yo soy de los Andes, soy todo corazón, soy como el ruiseñor que canta y es feliz. Pero con lo que no conté fue con un elemento que es el que hace que las fotos de Mordzinski se hayan ganado el justo calificativo de “fotinskis”: su inmediata y muy tranquilizadora calidez. Desde el instante en que me dio la mano, esa mañana, todo mi adusto plan andino se vino abajo y quedé a su merced: “Échate al suelo”, me dijo, y de inmediato ya era un feto gigante, acurrucado; y por ahí anda esa foto que siempre me hace reír. Luego hizo decenas de fotos más, con Manuel Vilas, si mal no recuerdo, y una serie en el cementerio de Montparnasse, a donde fuimos a rendirle culto a Julio Cortázar y a César Vallejo. Hasta nos hizo una foto a Fernando Iwasaki y a mí “jugando ajedrez” con los saleros del restaurante Polidor, ese donde al cronopio mayor le gustaba tanto almorzar.

Por razones cronológicas y de origen mi relación con Vasco Szinetar es anterior a mi relación con Daniel Mordzinski; es decir, fui premiado antes con una foto frente al espejo, de Vasco, que con una fotinski, de Daniel; y con muchas más, por supuesto —y no pierdo la esperanza de que en el futuro me caigan en suerte algunas otras—. De más está decir que formar parte del portafolio de estos dos titanes de la imagen es algo más que un honor: es un reconocimiento y la seguridad de que, aunque nuestros libros desaparezcan por la acción de las polillas y el olvido, esas fotos describirán a los lectores del futuro qué pudieron haber dicho esas páginas desaparecidas. Pues así como la écfrasis es la “descripción precisa y detallada de un objeto artístico”, una figura retórica que consiste en “la descripción minuciosa de algo”, para llevar al papel lo que el arte visual ha plasmado en formas, asimismo esta écfrasis inversa que Vasco y Daniel ejecutan con tanta maestría fija en rostros, posturas y gestos aquello que los escritores nos hemos empeñado en contar con palabras. Siempre he pensado que un buen fotógrafo de escritores muestra en una sola imagen la verdadera voz del autor. Mirar un álbum de Daniel o de Vasco es leer varios libros, conocer a varios autores: el inicio del camino hacia sus obras. No concibo mayor homenaje y mayor respeto hacia la literatura. Por eso, cuando el novelista español J. J. Armas Marcelo declaró en el reciente Festival Hispanoamericano de Escritores de La Palma que este ya se había consagrado pues había recibido, en 2019, a Vasco Szinetar y, en 2020, a Daniel Mordzinski, no hizo sino constatar lo que sobre todo los lectores ya sabemos: que un selfi con Vasco o una fotinski de Daniel son literatura retratada. ¿Y qué otra cosa son las palabras sino fotos de las cosas?

Me gustaría, antes de morir, ver a Vasco y a Daniel exponiendo juntos sus obras en el mismo festival, repitiendo esta foto donde ríen y se miran sabiendo que el otro sabe que sabe y que nadie más, sino ellos, saben. Será un día para la apoteosis y la epifanía.

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