Quizás lo más chocante de la actual realidad venezolana no es la inconmensurable gravedad de la miríada de hechos delictivos perpetrados durante los últimos veinte años –génesis, precisamente, de tan terrible estado de cosas– sino la cotidiana añadidura, con sardónica intencionalidad, de la obscena ostentación de un modo de (des)hacer cuyo propósito –verdad de Perogrullo– es debilitar, arrodillar y tiranizar a la sociedad para la consecución, a su vez, de una muy lucrativa conservación del usurpado poder.
No es que esto minimice el pasmo y la ira ocasionados, verbigracia, por el mayor latrocinio de todos los tiempos o por esa buena y generalizada disposición dentro de las oscuras filas del régimen, a cuál más perversa, para la tortura y el “suicidio” de quien ose siquiera posar la punta de uno solo de los dedos de sus pies sobre el suelo que, sin ser dignas de él, aquellas huellan, pero el extremo al que tal burla ha llegado, además de clamar al cielo, evidencia –como tantas otras cosas ya lo han hecho– un grado de psicopatía que es de por sí un insalvable obstáculo a cualquier forma de negociación que permita el restablecimiento de la democracia en el país sin la necesidad de una lucha frontal de toda su ciudadanía contra la minoría que la oprime.
Una afirmación dura, sin duda, y difícil de digerir para algunos –o posiblemente para muchos, a juzgar por la longevidad de un sistema infame desde cualquier punto de vista que se considere–. No obstante, ello no la hace menos cierta y la pertinaz postergación de tal lucha –que por frontal no tiene que ser menos pacífica y propia de verdaderos demócratas que los otros tipos de acciones ciudadanas que tiempo ha dejaron de constituir alternativas factibles en Venezuela– únicamente ocasionará más dolor y más destrucción de sueños y de valiosas vidas.
Los pueblos que, víctimas por años de crueles regímenes totalitarios, finalmente entendieron esto –como el rumano o el yugoslavo–, lograron vivir luego bajo la luz de la libertad y la democracia, mientras que en naciones como Rusia y China, cuyas sociedades –entregadas al temor y a la desesperanza– se resignaron a la penosa espera de un incierto desgaste de sus pesados yugos por la sola acción del tiempo, no se ha podido aún sentir del todo la calidez de esa luz –y que nadie olvide que, en lo que a la primera de esas dos respecta, suman más de cien los años transcurridos entre sombras y penumbras–.
Claro que se podría argumentar que el caso venezolano difiere de estos últimos por las características de la intervención de la comunidad democrática internacional en él –máxime si se toma en cuenta la envergadura de algunas de las inéditas acciones que en el seno de esta se han comenzado a emprender para contribuir al mencionado restablecimiento de la democracia en el país–, pero sería un costoso (auto)engaño el creer que solo ello bastará para que tan feliz suceso tenga lugar por una simple razón –puesta en claro por aquella misma comunidad–: esa intervención no contempla ninguna acción “física” dentro de la nación, por lo que aun cuando los miembros del régimen lleguen a verse confinados dentro de sus límites, seguirán azotándola como los demonios al infierno.
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