En Congo Mirador, las casas se van. Se alejan, llevadas por el agua, con sus muebles, sus utensilios y sus ocupantes, y con ellos sus historias.
Suena a cuento, pero es una historia real. Y de ella se ocupa «Érase una vez en Venezuela, Congo Mirador», un emotivo documental que narra la contidianidad de los habitantes de este «pueblo de agua» que está desapareciendo.
Está ubicado en el occidente de Venezuela, en el estado de Zulia, en el sur del lago de Maracaibo, donde se extrae y explota el petróleo que hizo famoso y absurdamente rico al país.
Pero esa riqueza está ausente en el pueblo.
Las casas son palafitos, construcciones dentro del agua que se sostienen sobre pilares apenas pocos metros por encima de la superficie. No hay carreteras ni vehículos sino canales y botes.
«Es como estar en uno de esos cuentos de (el escritor estadounidense) William Faulkner», dice la realizadora del documental, la venezolana Anabel Rodríguez Ríos, quien ya hizo un cortometraje sobre el lugar en 2012, «El barril», inspirada en unos niños que vio jugando con barriles de petróleo en el lago.
En Congo Mirador, el agua lo es todo: comida, transporte, educación. Los niños reman para ir a la escuela y aprenden a pescar.
Es también la vía de escape: cuando la familia se va, monta la casa sobre dos botes.
De ese éxodo es testigo el documental. Cuando inició la filmación en 2013, vivían allí alrededor de mil personas. Hoy quedan sólo cinco.
Escapan de un enemigo natural «que se come al pueblo» llamado sedimentación y que consiste en la acumulación de tierra en el fondo del lago hasta que ya no queda apenas espacio para el agua.
Si el agua es lo que le da vida a Congo Mirador, la sedimentación es, pues, su muerte.
Pero esa no es la única razón por la que se van. También están la falta de oportunidades, la pobreza y la falta de interés de las autoridades.
Y es ahí cuando el documental empieza a unir la historia del pueblo con temas más complejos que abarcan a la Venezuela de las noticias: la migración, la pobreza, la corrupción y la división política.
«El venezolano se sentirá reflejado porque estamos en una situación similar a la de Congo Mirador», dice Rodríguez desde Viena, donde reside con su familia y promueve el documental, que ya fue proyectado en festivales como el de Sundance, Hot Docs, Miami Film Festival y el de Málaga.
La próxima fecha que tiene en la mira es el 9 de febrero, cuando tendrá lugar la preselección para los premios Oscar 2021.
«Érase una vez en Venezuela, Congo Mirador» está postulado por Venezuela en las categorías de «Mejor película internacional» y «Mejor largometraje documental».
«Que quedáramos sería como (hacerse oír) una voz, un grito de un país devastado. Elevaría al venezolano en su ánimo y en su sentido de dignidad», dice Rodríguez.
A continuación, la entrevista que le ofreció a BBC Mundo y en la que analiza su trabajo y cómo lo que en él aborda se entrelaza con una crisis difícil de explicar y que se alarga en el tiempo como lo es la venezolana.
¿Qué tiene «Érase una vez en Venezuela, Congo Mirador» que la hace atractiva como para ser preseleccionada?
La película pone el dedo en la llaga en un momento necesario.
Si hubiese sido hecha en otro momento histórico, la resonancia sería distinta. Pero resuena porque va de la mano con el momento que estamos viviendo los venezolanos.
A mí me ha sobrecogido ver cómo tantos venezolanos de tan distintos escenarios se ven reflejados en la historia de Congo Mirador.
Llama la atención ver cómo el populismo ha permeado en todos los espacios del país y cómo la corrupción ha sido naturalizada en nuestra cultura.
(Y en ese sentido, el documental) también habla de un proceso de destrucción de la democracia y de la pérdida de las condiciones mínimas de existencia en el pueblo.
Es un documental que narra pero no explica. Se adentra en las familias de Congo Mirador, su pobreza, la división política, cómo se van del pueblo, pero no da cifras de la crisis migratoria de Venezuela, ni de la pobreza ni la violencia. ¿Cuál es entonces el trasfondo de la película?
Es humano. Toca una fibra emocional que es difícil de explicar, el de la querencia.
El del documental es un proceso en el que hay mucho de racional, pero también de intuitivo, de narrar, y se dejan vacíos para que el espectador piense o reflexione.
Nuestra preocupación era concentrarnos en la historia, hacia dónde iba y qué era lo que estábamos viendo desde un punto de vista emocional.
Para mí, la historia era indagar en las relaciones. Yo hubiese ido incluso más allá en esa dirección. Tenía una mezcla entre miedo y curiosidad.
En Congo Mirador, por ejemplo, hay mucho incesto. Me resultaba extravagante ver cómo se enamoran entre sí.
Luego indagamos en las relaciones de poder. Por ejemplo, la relación entre la líder local y miembro del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV, en el poder), Tamara Villasmil, que le decía a Natalie Sánchez, la maestra del pueblo, que la iba a sacar (de la escuela) «por no ser parte del partido». Allí había celos porque la maestra era más joven y bella.
A mí no me interesaba tanto presentar a Tamara y sus contradicciones. Pero mi exesposo Sepp (Brudermann, productor de la película), que ha trabajado con temas de judíos y tiene un conocimiento político muy interesante, quiso mostrar ese momento flaco que tuvo Tamara cuando se reúne con el gobernador para pedir ayuda y detener la sedimentación.
Era algo a lo que yo no le había prestado atención y que dejé archivado en una carpeta. Pero él lo tomó y le dio la vuelta.
En la edición veíamos esas relaciones, pero no dábamos para completar mi ambición de un relato coral con cinco líneas narrativas que se entrelazaran. Así que nos quedamos en un aspecto más político, cómo estos personajes que, adoptando un rol partidista, le quitaban al otro la pensión o el trabajo y lo dejaban en la nada.
Hay gente que por presión política se ha quedado en situaciones muy lamentables.
¿Y qué tan difícil es contar una historia sobre Venezuela en un lugar tan aislado tomando en cuenta las condiciones del país?
En la logística, por ejemplo, la gasolina en Zulia está racionada desde hace años. Los militares, que son los que cuidan las estaciones de servicio, te dan hasta una cierta cantidad de gasolina. Todo por encima de esa cantidad es a través del mercado negro.
Teníamos que trasladarnos frecuentemente a otra ciudad, Santa Bárbara del Zulia (40 kilómetros tierra adentro) para proveernos de suficiente combustible. También aprovechábamos para comprar agua potable.
Muchas de las cosas además no se pagaron.
La proyección de cuánto iba a costar la película era $400.000 dólares, que es más o menos razonable para un documental. Y lo que conseguimos fue $185.000.
Lo que hicimos fue montar todo con varias fuentes: los de Tribeca fueron de los primeros, Catapult Film Fund nos ayudaron al principio y al final, y ya con lo que el IDFA (International Documentary Film Festival Amsterdam) nos dio tuvimos suficiente para decir: «Ok, ahora sí estamos haciendo una película de verdad». El proceso era enviar varias solicitudes de las que salía una si acaso.
Otro problema que tuvimos que enfrentar fue el de los grupos armados.
¿Grupos armados? ¿De qué tipo?
Los que llaman «paracos», la abreviación de paramilitares colombianos.
Algunos son guerrilleros y muchos se vinieron a Venezuela desde el proceso de pacificación en Colombia. El estado está lleno de ellos, lo que refleja el estado de abandono del país.
Congo Mirador fue tomado por estos grupos en el tiempo que estuvimos allí y la forma como lo hicieron fue ofreciendo «empresas de seguridad» con las que te protegían tu casa y sobre todo tu embarcación, porque el motor es muy importante.
Tuvimos que tomar decisiones importantes, como convivir con ellos pero no grabarles. Fue doloroso no incluirlo en la trama, pero ya llevábamos tres años grabando y no queríamos poner en riesgo a las familias.
Llama la atención que hace poco decía palabras como querencia, pero ahora dice otras como abandono. ¿Cómo se relacionan estos dos conceptos?
La verdad es que no lo sé, siendo sincera. Creo que no nos dará suficiente tiempo para analizar qué nos ha llevado hasta este punto como país.
Por supuesto está el tema político, el abandono y la negligencia. Venezuela pasó de ser un país rural a un centro de explotación petrolera, una economía y una forma de vida que cambió en muy pocos años. Y de ahí pasamos a importar chocolate ya listo desde Suiza.
¿Para qué molestarse si teníamos petróleo? No lo sé, es mi interpretación.
Venezuela no es la misma desde que comenzaron a filmar en 2013. Nicolás Maduro apenas llegaba a la presidencia y la hiperinflación era algo que todavía sonaba lejano. Tampoco se hablaba de las sanciones. ¿Qué cambios vieron en el proceso y cómo lo notaron en los personajes?
El escenario es incluso ahora muy distinto comparado con hace dos años, que es cuando dejamos de grabar.
De los pueblos de agua queda prácticamente uno sólo, Ologá, que ya es más de tierra que de agua. Era toda una cultura de pequeños pueblos en el sureste del lago que ha ido desapareciendo.
Hay personajes a los que he seguido.
Natalie, la maestra, entró en un proceso de aplastamiento. Era muy entusiasta en dar clases y en vivir. Hacía de todo en una escuela que se estaba cayendo, hasta la administración y los procesos burocráticos. Ella fue mi primer contacto porque me interesaba contar una historia con los niños.
Siempre estaba allí con una cierta alegría, pero esa alegría se fue opacando con el tiempo hasta que se convirtió en una rabia oprimida y finalmente en resignación.
Ella vive hoy en Santa Bárbara del Zulia donde alquila una habitación con su hija, buscando lo que sea para resolver.
Su contraparte Tamara es más difícil. Está también en Santa Bárbara en un negocio de carros destartalados que los usa como taxis.
Ella donde cae se para. Pero ahora se quedó sola, no tiene compañía, que creo que era su talón de Aquiles. Su negocio estaba con los pescadores y su necesidad era estar rodeada de gente.
Usted vivió en Inglaterra y ahora en Austria. Como migrante ¿cree que el mundo está volteando la mirada hacia Venezuela?
Es intermitente.
Aquí en Austria no es un tema primario. Creo que somos un tema más entre muchos.
El drama de Venezuela no es ajeno a la historia de la humanidad y no creo que nos tengamos que quedar en el «esto es Venezuela y acá estamos llorando».
El documental tiene una frase muy poderosa: «Mi esperanza es volverte a ver». ¿Es un mensaje para los venezolanos?
Es un mensaje para todos los migrantes, para todo aquel que tenga esperanza de volver a ver algo que amó mucho sin importar nacionalidad. Yo no creo en los nacionalismos, por cierto.
Uno de mis trabajos aquí en Viena es hacer talleres con gente de Siria, Afganistán, Chechenia, gente que viene de guerras.
Tú ves a esos migrantes guardar la esperanza, reunir el dinero para regresar y comprarse esa casita en la playa así sea que tengan 80 años.
Es un sentimiento muy humano que atraviesa a todo el que ha dejado algo atrás. Quizás tiene que ver con donde pasó uno la infancia que genera en uno un sentimiento de pertenencia.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional