Hace dos días me llegó una invitación que cursaron a un grupo de periodistas para un evento en el Hotel Humboldt. De inmediato, me puse a indagar quiénes estaban detrás, no fuera a ser que se tratara de unos enchufados, porque el hotel ahora es el lugar favorito para ir a demostrar cuánto dinero tienen y cómo lo gastan. Se toman videos sin ningún recato y los postean en todas las redes sociales. Mientras, casi la totalidad del pueblo venezolano se muere de hambre y de mengua. Pero a esa gente le importa tres pitos quién sufre y quién carece.
Cada día es más difícil no caer en sus redes. Están por todas partes y comprando negocios de todo tipo, sobre todo a quienes han trabajado toda su vida y se encuentran ahogados por la situación actual.
Supe del caso del dueño de una pequeña hacienda en los Andes, que hace cuatro años decidió emprender exportando café gourmet, para no irse del país. Le costó Dios y su ayuda para sacar todos los permisos. Compró la producción de sus vecinos, procesó el café y cuando llegó a embarcar el primer lote, un general de la “gloriosa” Guardia Nacional le dijo “si quieres que esto salga, vamos “miti-miti”, ya sabes”. El señor, desolado, se devolvió con su cargamento, lleno de deudas y de impotencia.
Entrar en un comercio hoy en día es empezar a elucubrar sobre si los dueños o sus socios son boliburgueses, sobre todo verdeolivas. Yo no quiero engrosar más sus ya abultados bolsillos de dinero mal habido con el dinero que me gano con el sudor de mi frente. Pero es imposible saberlo y lo más probable es que lo haya hecho, sin quererlo, muchas veces.
Esta mañana conversaba con una amiga que tiene dos hijos de veintitrés y veinte años. Y justamente me comentaba la angustia que sentía cada vez que salían, por la misma razón: quienes hacen fiestas donde tiran la casa por la ventana, van grupos de música divinos y corre la caña a borbotones, son miembros de esa nueva clase parida por el socialismo del siglo XXI. Y para un joven, resulta muy atractivo ir a una fiesta así.
Ya he contado esta historia en algún artículo, pero vale la pena recordarla: cuando yo tenía diecisiete años, me invitaron al baile de una niña a quien yo no conocía, hija de un señor con muy mala fama. Tocarían la Billo´s y Los Melódicos en un mano a mano que prometía ser de antología. Llegué a mi casa del colegio feliz con mi tarjeta. Mi papá y mi mamá estaban almorzando y yo blandí mi invitación frente a ellos: “¡Me invitaron al baile de fulana!”.
Recuerdo la cara de mi papá. “¿Te invitaron?… ¿Acaso ella es amiga tuya?”. Yo respondí que no, pero que “todo el mundo” se moría por ir y yo había sido una de las privilegiadas. “A ver la tarjeta”, me dijo. Cuando se la di, la rompió en cuatro pedazos. “Usted no va a casa de ese sinvergüenza”, me dijo. Yo me quedé paralizada. Cuando mi papá volvía a sus orígenes gochos y me trataba de “usted” era asunto serio. Cuando reaccioné, lo increpé. “¡Nunca te lo voy a perdonar!”, le dije aguantando las lágrimas. “No solo me vas a perdonar, me lo vas a agradecer… es solo cuestión de tiempo”, fue su respuesta. Hoy, más de cuarenta años después, sigo agradeciéndole que hubiera roto aquella tarjeta.
Aquí tiene que haber sanción social si queremos reconstruir el país. No será fácil, porque la corrupción ha permeado todos los estratos y muchos se han acostumbrado a vivir con ella al lado, aunque no sean corruptos. Y es que aceptar invitaciones de corruptos, también es corrupción, porque es darles un espaldarazo a sus malos procederes. Pero tenemos que respirar profundo y por más tentador que resulte, hacer un ejercicio de voluntad.
El parto de la nueva Venezuela será doloroso, como todos los partos. Y no hay anestesia que valga. Siempre decimos que “los buenos somos más”, ¡vamos a demostrarlo con acciones!
@cjaimesb
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