Con frecuencia se afirma –no sin razón– que la mejor política exterior es una buena política interna. Igualmente está tomando cuerpo la tendencia de anteponer, a toda costa, los intereses nacionales por encima de los regionales o mundiales. Tal es el caso de Mr. Trump, con su slogan de “America First” o el lamentable giro que viene dando el gobierno de España presidido por Pedro Sánchez y los anuncios que ha emitido el brasileño Bolsonaro.
Convenimos en que las consignas políticas anteriores pueden resultar políticamente rentables a corto plazo que es lo que generalmente interesa a los dirigentes políticos empeñados en ganar elecciones. La diferencia entre políticos de corto aliento y “estadistas” radica justamente en que estos últimos son los que tienen la visión a largo plazo y por eso se les hace más difícil convencer a las masas, que generalmente suelen tener urgencias, que no pueden entender de plazos futuros. La pobreza, la enfermedad, el hambre, etc. requieren atención inmediata.
Es por ello que “estadistas” como tal son escasos. Winston Churchill , en plena Segunda Guerra Mundial con Inglaterra, recibiendo bombardeos diarios de la aviación alemana, ofreció a su pueblo la victoria final, pero al precio de “sangre, sudor, lágrimas y trabajo”. Confiaron en él y obtuvieron el triunfo final tan solo para que en la primera elección posterior los votantes eligieran al partido rival (Laborista) para adelantar la etapa de la reconstrucción. Igual aconteció con Franklin Roosevelt, quien recibió un país en plena crisis económica, abordó un plan de largo plazo y –a diferencia de Churchill– consiguió reelegirse dos veces más hasta morir en ejercicio de su cargo. Se dice que político es el que trabaja para la próxima elección, mientras que el estadista lo hace para la próxima generación.
En el caso de Venezuela el Pacto de Puntofijo –del que se cumplieron 60 años el pasado 31 de octubre– es un ejemplo muy adecuado de lo que estamos comentando en la medida en que decididos adversarios políticos (no enemigos) fueron capaces de deponer sus intereses inmediatos en beneficio de una política de estabilidad, cuyos resultados permanecieron vigentes por los 40 años coincidentes con el mayor desarrollo político y económico de nuestro país, con sus claroscuros como cualquier obra humana. Asimismo, hay que reconocer que autócratas que no se veían apurados por los plazos de la alternabilidad democrática –Guzmán Blanco, Pérez Jiménez– pudieron aprovechar esa circunstancia para llevar a cabo obras públicas de gran importancia que aún hacen suspirar a algunos sectores de la población.
Siendo ello así no es de extrañar que quienes anuncian y/o ejecutan políticas cortoplacistas obtengan algunos éxitos que casi siempre son apenas momentáneos. Tal es el caso de Trump, quien ha iniciado una guerra de tarifas aduanales con China con el fin de reducir el muy abultado déficit comercial con esa nación. El resultado ya comienza a estar a la vista del bolsillo de los estadounidenses que deben soportar los incrementos de precio de los productos chinos. Lo mismo ha hecho Trump con sus aliados políticos más estables (Europa Occidental) amenazándolos con medidas similares. La experiencia histórica es incontrastable al demostrar que esas maniobras, generalmente muy vendibles, siempre son dañinas para la economía de quien las implementa y si es un país importante para el mundo en general.
En materia política el caso de Venezuela es de librito. Un régimen que anuncia que llevará al país por el “mar de la felicidad” logra algunos éxitos mediáticos internos frente a una realidad internacional que le ha causado ya el aislamiento de casi la totalidad del mundo, con excepción de aquellos pocos pero importantes (China, Rusia) que aún ven potencial de provecho.
Es obvio que entendemos que quien es el principal responsable de la política exterior en todos los países es el Poder Ejecutivo, pero cada día más los parlamentos –especialmente en las democracias parlamentarias– asumen mayor protagonismo y con razón en tanto que son la representación plural de los pueblos. Tal es el caso de España donde esta semana se vio con dramática claridad la hipocresía de la formación política que hoy detenta –apenas reglamentariamente– la Presidencia del gobierno (PSOE y aliados).
Ante una moción para exhortar al gobierno a extender el tratamiento de protección temporal a los exiliados venezolanos presentado por el Partido Popular con apoyo de Ciudadanos y sus aliados en el Congreso de los Diputados, el partido PSOE al que pertenece Pedro Sanchez optó por abstenerse y –como era de esperar en mercenarios de la política– el partido Podemos del señor Iglesias, fiel a sus reconocidos y confesos financistas Chávez/Maduro, naturalmente votó en contra. La iniciativa igual tuvo respaldo mayoritario y fue aprobada (176 a favor, 74 en contra y las 90 abstenciones principalmente del PSOE).
Con el ejemplo anterior queda en evidencia que las necesidades inmediatas de política interna pueden anteponerse a los valores permanentes del Estado y del pueblo español de compromiso con la democracia, en general, y la de América Latina, en particular. Lo más probable es que como se trata tan solo de una exhortación, el señor Sanchez opte por ignorarla. (Ya hace años Rajoy también se acomodó con Chávez para asegurar un muy jugoso contrato de construcción naval).
Igual sucedió hace apenas semanas cuando el gobierno de España, representado por su canciller, Josep Borrell, presentó ante el Consejo de Ministros de la Unión Europea, en Bruselas, una iniciativa para suavizar las sanciones de ese grupo contra los violadores de derechos humanos en Venezuela. Allí estaban los delegados españoles sucumbiendo a las presiones de Podemos, que mantiene al gobierno como rehén. Al final el resultado fue que el cuerpo ratificó la política común fijada hace ya tiempo y resta por ver si España mira a largo plazo o no.
Los aliados aparecen y desaparecen según los vientos. A eso se llama “real politik”. La enseñanza es que hay que aprovecharlos mientras están, pero tener claro que las soluciones son desde adentro.
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