Es difícil creer que la cárcel pueda resultar una experiencia fructífera en la vida, pero eso nos contó Rafael Cadenas en clases cuando estudié Letras en la Universidad Central. Sus vivencias se encuadran en el contexto de otro país. La prisión fue para él una especie de universidad por la gente que conoció y los libros que leyó. Mientras estuvo allí pudo reflexionar mucho, algo que tal vez no hubiera podido hacer con la misma intensidad estando libre, en medio del ajetreo diario. El silencio y la soledad son una necesidad para quien piensa y solo pasado el tiempo empieza uno a comprender de dónde salen las palabras. Esas que han llevado al profesor Cadenas a recibir el XXVII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Sus reflexiones en torno al lenguaje han tendido en su interior una especie de puente entre la filosofía y la poesía. Es un itinerario particular que resulta en palabras de una densidad especial. Creo que todos sus alumnos reconocemos su valía y la gran suerte que tuvimos de asistir a su Taller de Poesía.
Al recordar sus clases han venido a mi mente muchos otros profesores que también dejaron huella en mi vida. Por eso hablo del valor de un maestro: esa persona dedicada a lo que hace con una mística genuina. Si uno voltea la mirada hacia esos primeros años en los que empezó a aprender algo, además de la impronta de los padres y de familiares queridos, aparecen siempre en la memoria muchos maestros inolvidables. Yo no hubiera apreciado al profesor Cadenas si mi maestra de preparatorio no me hubiese enseñado a leer bien. Sus hermanas fueron mis maestras de primero y segundo grado, mujeres formadas en el Pedagógico con una rigurosidad impecable. No faltaban ni un día a clases y llegaban las tres en el mismo carro. Nunca más vi el reloj mientras alguien hablaba (en mi impaciencia porque sonara el timbre del recreo) después de que mi maestra de cuarto grado me llamó fuertemente la atención por mi mala educación. Perdí el recreo escribiendo mil veces el punto en el que Carreño, en su Manual, se refiere a cómo se debe escuchar a quien habla. La disciplina, la constancia, la exigencia, fueron el sello de mi primaria. El bachillerato fue más libre, pero también excelente.
Si uno es permeable a la sabiduría aprende siempre algo de todos sus maestros. Es cierto, sin embargo, que uno recuerda con mayor aprecio a quienes quiso más por alguna razón. A esos que nos orientaron en un momento de confusión, a esos con los que se tuvo afinidad por dar la materia que nos gustaba, y a esos que brillaron por alguna virtud. El profesor Parilli, por ejemplo, nos dio Latín con un orden y un nivel elevados. Verlo asistir a clases a su edad, y además, en flux y corbata, me inspiró siempre el deseo de llegar trabajando y sirviendo a la juventud hasta el final.
Debo mucho a mi colegio, el San José de Tarbes: el amor a mi país, al estudio, al lenguaje, a la gramática, así como mi inquietud por los más pobres. Leímos muchísima literatura venezolana y todo lo que, para el momento, había escrito García Márquez. Leíamos libros; no fragmentos. Y en la Historia de Venezuela, se ahondaba de verdad.
La Escuela de Letras de la UCAB supuso mucha lectura, disciplina y exigencia. Eran clases dadas desde la experiencia y el corazón. El conocimiento que se imparte con amor, con verdadero deseo de que el alumno aprenda, con un real interés en el tema que se trata, sencillamente se transmite. Cuando el profesor busca él mismo comprender lo que le inquieta, toca las mentes y los corazones de los alumnos. Gracias a un profesor en particular conocí al filósofo personalista que ha marcado mi vida. Pero esto fue posible porque el mismo profesor se metía de lleno en la mente del pensador.
La gramática de manos de Francisco Javier Pérez y el padre Olza fue un privilegio. Las clases de Arte del padre Cisuelo y Arellano, también; las de Filosofía del padre Gazo, las de Historia de Venezuela de Thais Aguerrevere, y las de tantos otros, me estimularon a desear aprender y estudiar. La literatura latinoamericana a cargo de Italo Tedesco y Myriam Valdivieso habrían sido clases envidiadas por los alemanes que admiran nuestro realismo mágico, tan único como nuestra realidad actual.
Por circunstancias personales hice el último año de carrera en la UCV. El contraste fue inmenso, pues del orden de la UCAB pasé a tener una enorme libertad para elegir materias. Allí escribíamos mucho. Rafael Castillo Zapata supuso un impulso importante en mi vida. Su brillantez iluminaba y su exigencia estimulaba. Un libro y un ensayo por semana. Un día en el que pocos habían leído el libro nos dijo con fuerza que “nosotros le costábamos al Estado y que estudiar no era leer un rato, sino tres o cuatro horas seguidas”. La profundidad del profesor Cadenas atrapaba. En su humildad nos decía que “él no sabía por qué lo llamaban escritor, si él era realmente un lector”. Es un hombre sencillo y asequible. Está pensando todo el tiempo. Gracias a Guillermo Sucre conocí a Václav Havel. Admiraba la altura intelectual de este líder de la antigua Checoslovaquia y su modo de hacer política. Si supiera cuánto me inspiró. Porque eso deben hacer los profesores: inspirar.
En la Maestría de Filosofía en la Simón Bolívar fueron varios los que dejaron huella en mí: Fabio Morales, por su genialidad, sencillez y capacidad de concentración; Rafael Tomás Caldera, por su facilidad para ahondar en los problemas y expresarlos, tanto por su paciencia para escuchar mis dudas, y Nelson Tepedino, quien es amigo y maestro a la vez, por su profundidad en los temas que me inquietan. Aprendí a respetar diferencias, itinerarios intelectuales distintos. Vallota y yo terminamos entendiéndonos, porque eso hace un buen maestro: procura comprender lo que piensa el alumno y lo respeta.
En la Fundación Rómulo Betancourt experimenté la libertad de pensar en el país, queriéndolo. Sus profesores saben escuchar toda opinión y dar rienda suelta al pensamiento. La caballerosidad de Naudy Suárez, su sencillez y espíritu conciliador, la apertura de Germán Carrera Damas para reconocer el talento ajeno a pesar de las diferencias, y la capacidad de Guillermo Tell Aveledo para dialogar y respetar al otro me han ayudado a moverme entre opiniones diversas.
Hay gente valiosa en el país; gente a la que le debemos mucho de lo que somos, pues ningún logro se alcanza en solitario. Como Mijares, he intentado poner de relieve lo afirmativo venezolano que existe y necesitamos trabajar. Los maestros tienen un rostro; por eso los nombro. Y así como uno fue alumno y supo apreciar las virtudes y sabiduría de cada uno de los que afectaron nuestra vida, de igual modo los profesores y maestros de esta dolida Venezuela debemos ahora volcarnos a reconocer los talentos de cada uno de nuestros alumnos. Son tiempos de incertidumbre para ellos y aquí un maestro de verdad vale oro. Uno nunca sabe qué tecla puede tocar en los muchachos con lo que uno es y dice, ni cuánta esperanza o desasosiego puede también infundir. Somos su referencia. El hecho es que el país necesita maestros de verdad en estos momentos. Gente consciente de que hay talentos ocultos en cada alumno que hay que esmerarse en pulir para construir una mejor Venezuela. Son tiempos para enseñar a luchar y estudiar en medio de la adversidad. Son tiempos que ofrecen la posibilidad de pensar en cómo resolver nuestros problemas y también de ahondar en un sentido más profundo de la vida.
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