El magisterio legado por Larry King no puede resumirse en unas pocas líneas. Su partida a los 87 años, víctima del covid-19, ha dejado huérfanos a todos los que admiramos su obra.
A Larry lo entrevisté dos veces. Una, en el show de CNN en Español, y otra en su residencia de Beverly Hills (California), para mi primer libro, El poder de escuchar. Hablar con el maestro de las entrevistas fue un sueño largamente esperado. Recuerdo que me recibió con la amabilidad propia de un gigante. «Usted ha sido una inspiración para mí», le dije al presentarme en su casa. Él contestó: «¡Oh, feliz de serlo, gracias!».
En tiempos tan egocéntricos, Larry siempre iba a contracorriente. «Mi opinión no es importante en absoluto. Las opiniones que cuentan son las del invitado. Tenemos que amar lo que hacemos, ser curiosos, cada día hay que aprender más», me dijo.
Su modelo era muy simple: «Nunca aprendí nada cuando estaba hablando». Aquella frase me iluminó, porque resumía todo lo que debemos aprender los comunicadores con vocación de servicio.
Fue un gran defensor de la curiosidad, de que los niños preguntaran directamente sus dudas a los protagonistas. Le disgustaba abusar de los gadgets y la tecnología, porque en su opinión estaban desvaneciendo la conversación cara a cara. Hoy recuerdo su clara aversión por los mensajes de texto: «No me gustan. Yo hablo y escucho, pero no me gustan los SMS». Y entonces me vienen a la memoria los niños, a los que permitimos conectarse a juegos de Internet durante interminables horas del día, mientras se pierden buena parte del mundo real.
«Esa es la parte triste de todo esto», me decía sobre abusar del desarrollo tecnológico. «Ahora hay mucha información a través de las máquinas. Los niños son muy rápidos con las máquinas, pero todas esas cosas son impersonales. Hay falta de escucha, de contacto».
Como entrevistador y ser humano, solo tengo buenos recuerdos de Larry King. Su entrevista más sorprendente, según me confesó, fue con Nelson Mandela, porque el líder surafricano le enseñó «el amor sobre el odio». Ahora que ambos han trascendido a otro plano, allí donde estén (en el cielo para los religiosos y en la memoria del universo para el resto), seguramente ríen y conversan muy entretenidamente. Para la eternidad.
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