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Una sola gran verdad, Venezuela

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“No es Caracas una ciudad alegre este fin de año… es hoy una ciudad millonaria, pero, también, una ciudad melancólica… Bajo su espléndido cielo del trópico, Caracas es una ciudad que se asfixia. Le falta aire. El aire de la libertad” que se le ha negado a Venezuela. Eso escribe José Umaña Bernal en su Testimonio de la revolución en Venezuela, en vísperas del 23 de enero de 1958.

Cambiando lo cambiable, el párrafo hace descripción viva de lo actual venezolano; pero en sus entrelíneas se lee a la ciudad que asfixia bajo la violencia de la ambición construida sobre el vil metal que igualmente mata, tanto como aquella que es carne del mesianismo, del narcisismo dislocado en los altares del poder. Lo supo antes el Libertador, Simón Bolívar, al observar las trágicas consecuencias de su quehacer épico que aún hoy no cesan, pues hoy como ayer han vuelto a la nación nuestra una nada que es agonía, ilusión vana para quienes la reducen a su yo personal, tal como lo revela la carta que dirigiese a su tío Esteban Palacios desde el Cuzco: “¿Dónde está Caracas?, se preguntará usted. Caracas no existe, pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo, ha quedado resplandeciente de libertad y está cubierta de la gloria del martirio”.

¡Y es que en ese anhelo de libertad fueron disueltas como arena u olvidadas como ahora las palabras que son memoria del maestro Andrés Bello, dichas en la antesala de nuestra emancipación y como conjuro! “En la gobernación de Venezuela era el hallazgo de El Dorado el móvil de todas las empresas, la causa de todos los males…”. Y agrega lo que para él resultará auspicioso al revisar en 1810 nuestro decurso: “En los fines del siglo XVII debe empezar la época de la regeneración civil de Venezuela”, luego del quehacer de unos hombres antes guiados por la codicia… “Entre las circunstancias favorables que contribuyeron a dar al sistema político… una consistencia durable debe contarse el malogramiento de las minas que se descubrieron a los principios de su conquista”, ocupando el espacio la religión y la política. Así reza el texto del filólogo de América que acompaña a su Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros editado en Caracas por la imprenta de Gallagher y Lamb.

Umaña nos recuerda el papel crucial que otra vez tienen en la circunstancia de 1957 la Iglesia Católica y sus sacerdotes, pero trae también la voz de los intelectuales, universitarios, dirigentes obreros y empresariales y hasta hace relación diaria de las actividades que despliega la Junta Patriótica desde su instalación el 11 de junio. Es memorable el reportaje de Gabriel García Márquez, a quien cito en otra columna y quien ejerce el periodismo en nuestra ciudad capital. “Me di el gusto –decía entonces el ministro del Interior, Laureano Vallenilla– de hacer esperar al arzobispo durante hora y media”. Y cuenta del coraje y firmeza de los curas párrocos venezolanos al momento de enfrentar a la tiranía. “El sacerdote, que no se había escondido, se echó al bolsillo el breviario y se dirigió en automóvil a la Seguridad Nacional. Lo recibió Miguel Sanz, quien sin fórmula de juicio lo mandó a la celda”.

La relectura de este libro habría de ser, incluso en tiempos de inmediatez como los que nos acogotan, una suerte de catecismo, pues solo aquel que sepa escapar a las tentaciones de la diosa Calypso, la que intenta ofrecer gloria y paraíso a Ulises para impedirle su regreso al hogar, a Ítaca, será capaz de entender lo que luego se calificará de milagro, el 23 de enero. Hace posible lo que Rómulo Betancourt refiere como intersticio –la libertad– entre gobiernos despóticos y opresores, alcanzando a durar cuatro décadas hasta 1998.

Betancourt advierte sobre las responsabilidades de la comunidad internacional a fin de que se logre la verdadera democratización del país. “Las propias denominaciones de derechas y de izquierdas resultan un poco artificiales, ante el insoslayable imperativo común de impedir el retorno de sistemas que no establecen distingos… cuando se trata de abolir libertades y humillar la dignidad del hombre”, recuerda. Seguidamente expresa sin ambages que “le resta autoridad ética al mundo libre –se refiere a la actitud de organismos como la ONU o los europeos– porque resulta moralmente contradictorio condenar los sistemas brutales de gobierno de los totalitarismos en otros continentes cuando en forma amistosa se coexiste con los totalitarismos americanos”.

Rafael Caldera, con igual clarividencia, le sale al paso al freno de nuestros atavismos: “Que no se diga que, porque Pérez Jiménez se fue, ya nadie trabaja en Venezuela; que no se diga que el manguareo es enfermedad de la democracia y que es necesario el sable desnudo, inclemente, sobre el cuerpo, para poder cumplir con el deber de hacer la grandeza nacional”. Y destaca que la Iglesia, que ha estado al lado del pueblo sin denominación de partidos, sabe que los derechos de la persona no son “planta que pueda desarrollarse con lozanía a la sombra corruptora de los poderosos”.

Jóvito Villalba, sólido constitucionalista, el de más experiencia dentro de los líderes de la generación de 1928, recuerda la lección de los fracasos habidos en 1936 y 1948 para evitar los errores del sectarismo: “En el lugar antes ocupado por voluntades dispares e irreconciliables se levanta una sola gran verdad: Venezuela. Hay que salvar a Venezuela, como una patria para nosotros y para nuestros hijos”.

Transcurrida la ominosa década dictatorial, marcados por la cárcel y el exilio, aprendieron los parteros del Pacto de Puntofijo que más allá de ellos estaban la nación y su destino. La unidad que les era imprescindible mal podía ser “máscara de fariseos de quienes se unen para repartirse el botín a espaldas de quienes trabajan, para conservar el statu quo y mantener en pie los privilegios de las minorías antipopulares”.

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