En 1945 se intenta constituir un nuevo sistema internacional con la adopción de la Carta de San Francisco, texto constitutivo de las Naciones Unidas, en la que se incorporan los principios más importantes que habrán de regular las relaciones internacionales a partir de entonces. Hoy, 70 años después, nos preguntamos si el sistema ha sido eficaz, si ha sido capaz de lograr los objetivos planteados entonces y más aún, si está en capacidad de hacer frente a las amenazas globales que sabemos no pueden hoy ser resueltas individualmente por los Estados, ni siquiera por grupos de Estados reunidos en esquemas regionales y me refiero no solamente a las pandemias y desastres naturales, sino a los enormes retos que enfrentamos hoy: la pobreza, el hambre, la violación de los derechos humamos y el deterioro del ambiente, la inseguridad, las actividades delictivas transnacionales, como la corrupción y el narcotráfico que minan las sociedades nacionales y el terrorismo, entre otros, que amenazan la paz y la seguridad internacionales, la vida y la integridad de las personas.
En la Carta se incluyen los principios rectores de esa nueva sociedad que venía de enfrentar una guerra atroz generada por los extremismos radicales de entonces. La norma fundamental, en la que se basaría el nuevo sistema de paz y seguridad, que se recoge en la Carta, es la relativa a la obligación de no recurrir a la fuerza para resolver las controversias internacionales y a la vez, como corolario de ella, la obligación que tienen los Estados de resolverlas por los medios pacíficos de su elección.
El sistema de 1945 se funda en el poder de las cinco grandes potencias que en una suerte de poder colectivo global inoperante, tienen una posición permanente en el Consejo de Seguridad y el derecho a veto, lo que contradice, no solamente el principio de igualdad de los Estados, sino uno de los objetivos principales del sistema, resolver las situaciones y conflictos que pueden amenazar la paz y la seguridad internacionales, al obstruirlas con frecuencia, para salvaguardar sus intereses políticos individuales.
En el Preámbulo de la Carta se precisa la resolución de la comunidad internacional de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra (…) de convivir en paz como buenos vecinos (…) de unir nuestras fuerzas para el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales (…) de asegurar (…) que no se usará la fuerza armada sino al servicio del interés común…” En el articulo 1-1 se precisa el deseo de mantener la paz y la seguridad internacionales y con tal fin se comprometen los Estados entonces a “tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar las amenazas a la paz y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz; y lograr por medios pacíficos y de conformidad con los principios de la justicia y del derecho internacional, el ajuste o arreglo de controversias o situaciones internacionales susceptibles de conducir a quebrantamientos de la paz”.
Mas adelante, en los párrafos 3 y 4 del mismo artículo 1 se reafirma que “los miembros de la Organización arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos de tal manera que no se pongan en peligro ni la paz y la seguridad internacionales ni la justicia” y que “…en sus relaciones internacionales se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado…” Mas tarde se adoptarán numerosas Declaraciones y resoluciones que confirman las obligaciones de los Estados en cuanto al mantenimiento de la paz. Un desarrollo normativo e institucional sin duda importante pero que no ha sido lo suficientemente contundente como para detener definitivamente los conflictos armados que hoy, además, se presentan de maneras diferentes, no solo limitadas a los conflictos armados tradicionales, la mayoría internos, sino traducidas en situaciones de violencia que generan igual sufrimiento y devastación en las sociedades víctimas de regímenes que escudados en principios como los de soberanía, independencia, integridad territorial y no injerencia en los asuntos internos, ciertamente pilares del sistema, violan en forma masiva los derechos humanos y cometen crímenes internacionales ante la mirada burocrática de instituciones que al final parecen no tener la capacidad, por las limitaciones y deficiencias del mismo sistema, de enfrentar esas situaciones que destruyen sociedades enteras en todo el mundo.
Al mismo tiempo, los Estados se comprometen entonces a “realizar la cooperación internacional en la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario y en el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión”. El gran avance normativo e institucional que se perfecciona mas adelante con la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y de los Pactos de derechos civiles y políticos y económicos, sociales y culturales, en 1966; y los tratados de derechos humanos posteriores es, sin duda alguna, el reconcomiendo de la persona, del individuo, de sus derechos, su vida, su integridad, su dignidad, su bienestar, como el centro de las relaciones internacionales y de la evolución del Derecho Internacional que se diversifica permitiendo el surgimiento de regímenes jurídicos complementarios de protección que garantizan y promueven tales derechos.
Estamos ante principios y normas que deben complementarse en forma equilibrada, sin contradicciones, en perjuicio de los fines que se persiguen con la concepción de cada uno de ellos. Se plantea entonces la necesidad de establecer una preeminencia o prioridad entre la garantía del respeto y la promoción de los derechos humanos, por una parte; y la soberanía del Estado y la no injerencia en sus asuntos internos, por la otra. Sin duda, si aceptamos el valor de la persona y de la vida, la protección de las poblaciones indefensas, víctimas de las violaciones de sus derechos por regímenes autoritarios o tiránicos en el mundo se impone ante el ejercicio de cualquier derecho o aplicación de cualquier principio regulador de las relaciones internacionales. No se trata de aplicar una u otra norma de acuerdo con los principios que regulan las situaciones planteadas por un conflicto entre ellas, el de lex posterior derogat priori (la ley posterior deroga la anterior) o el de lex specialis derogat generali (la ley especial deroga la general), sino que la prioridad se establecería en razón del bien protegido, que es la persona.
No pueden los Estados argumentar o recurrir a sus derechos a la soberanía, a la independencia y a la no injerencia en sus asuntos internos para impedir escrutinios y mas aun, investigaciones y sanciones penales en contra de los responsables de tales actos criminales. De allí que surgen, ante las nuevas realidades, a las que debe adaptarse el orden jurídico internacional, principios como la injerencia debida, la intervención humanitaria, la responsabilidad de proteger, en fin, principios y doctrinas que buscan justamente dar prioridad a la protección de las poblaciones indefensa ante crímenes de genocidio, de guerra, de lesa humanidad, como lo ha señalado el secretario general de las Naciones Unidas en varios de sus informes que no implican necesariamente, tampoco prioritariamente, el uso de la fuerza, siendo esta subsidiaria y de conformidad con el Derecho Internacional.
Se recoge en la Carta otro de los principios fundamentales de Derecho Internacional que permitió la independencia de los países y pueblos coloniales y la incorporación a partir de 1960, de los nuevos Estados al nuevo sistema internacional, el principio de la autodeterminación de los pueblos que supone el derecho de acceder a la independencia y además, visto en forma más amplia, el derecho a decidir su destino, su sistema político, económico y social. Una norma amplia que también tiene que ser ajustada a los intereses colectivos y a los compromisos asumidos en 1945. El derecho de establecer sus propios sistemas de vida es un derecho incuestionable de los Estados, es reflejo de su propia identidad, pero no puede un Estado adoptar modelos o sistemas que contraríen el Derecho Internacional, la Carta de las Naciones Unidas o las reglas en general del funcionamiento de la sociedad internacional, los derechos humanos incluidos el derecho a la democracia que desestabilicen las relaciones internacionales en todos los ámbitos. No se trata de apreciaciones individuales, sino de visiones colectivas que interesan a la comunidad internacional en su conjunto por lo que también este principio debería ser reinterpretado y ajustado a las nuevas realidades internacionales.
El tema es fascinante y se ubica en la reflexión que hacemos hoy sobre el sistema internacional instaurado en 1945, si ese sistema se agotó, si debe ser revisado, si las normas fundamentales deben ajustarse a los nuevos paradigmas, en fin, si se deben introducir cambios normativos e institucionales y de relacionamiento, para lograr una mejor gobernanza global en la que participarían no solo los Estados y las organizaciones internacionales, sino la sociedad civil y todos los actores, de manera de democratizar la toma de decisiones y avanzar hacia el logro de los objetivos comunes que nos planteamos en 1945.
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