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23 de enero de 1958: la representación simbólica de lo político

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Por LUIS RICARDO DÁVILA

Pero entonces, ¿para qué celebrar lo ocurrido aquel enero del 58? 

¿Qué hacer para protegernos de la fuerza de tanta desmemoria?

Luis Castro Leiva, 1999

El registro de la memoria

Eramos cinco, al final solo quedamos tres. Desde la azotea del liceo vimos llegar el camión cargado de soldados arremetiendo contra el estudiantado que avanzaba sin tregua en medio de la calle al son del “Gloria al bravo pueblo”. Durante la balacera, todos contuvimos la respiración. Del mismo sitio donde estábamos, volaron botellas encendidas que convirtieron el camión en una inmensa bola de fuego, lo que obligó a los soldados a abandonarlo y a emprender la retirada a pie.

La represión no logró contener la protesta estudiantil, que muy pronto se convertiría en protesta general. Era el final de un modo de hacer política y el comienzo de otro. Ninguno de nosotros imaginó reflexionar, 63 años después, sobre lo que presenció nuestra incrédula mirada aquel 21 de enero.

En los días siguientes todo era júbilo en el país: el dictador huyó y el régimen fue depuesto. En aquella turbulenta madrugada del 23 de enero de 1958, irrumpió de nuevo en el escenario nacional un espécimen casi desaparecido: el militante político. Su discurso volvería a convocar o disolver multitudes. Algunos términos olvidados como libertad, justicia, pueblo, nación, democracia, unidad, consenso recuperaron su existencia y eficacia interpeladora en virtud de la palabra militante. Desde ese momento el poder político pasó a manos de los capaces de hacerse escuchar como portavoces populares. El centro del poder se desplazaba del aparato dictatorial hacia un nuevo aparato: el partido político, cuyo discurso se construye sobre un estilo de interlocución basado en ese fantasma lógico llamado voluntad y soberanía popular.

En esta coyuntura, como en tantas otras, es posible discernir una doble dinámica: la de la acción y la de la representación. Junto a la correlación de fuerzas, políticas, económicas y sociales; al lado de los pactos explícitos e implícitos, junto al comportamiento de los distintos sujetos, a la creación de instituciones y de normas de convivencia, todo lo cual forma parte del orden de la acción, coexiste el orden de la representación: el discurso, sus postulados, los sentidos creados por las palabras, la justificación del nuevo estado de cosas, en fin, la imagen que la sociedad se quiere dar de sí misma, como resultado de los propósitos, de las circunstancias y de la voluntad de sus dirigentes. Este orden se elabora en torno a símbolos que no pueden sino ser opacos, como todas las representaciones políticas lo son. En acontecimientos como los del 23 de enero de 1958, se produce la elaboración del imaginario político colectivo, en virtud del cual se reordenan las relaciones y se reinterpretan los hechos históricos. Se trata de la producción imaginaria y simbólica de aquella incipiente democracia venezolana, la misma a la que hoy la jauría autocrática y militarista ha dado al traste.

Las representaciones más notables

Es cierto que toda sociedad requiere de la creación del dispositivo simbólico para asegurar la cohesión mental de sus miembros. Luego la inercia de la tradición, con la ayuda de la ideología, se encarga de inflar el contenido de tales símbolos, hasta hacerlos aparecer como realidades incontestables, jugando con su opacidad. Lo que antes era representación, ahora se transmuta en realidad. Esto ocurre con el 23 de enero de 1958, tal como ocurrió con el 19 de abril de 1810, con el bolivarianismo, con el federalismo, el guzmanato, el gomecismo, el año 1936, el 18 de octubre de 1945. Son momentos de ruptura, de legitimación y distribución de los poderes, de repartición del espacio político entre gobernantes y gobernados. Son momentos subversivos que dan lugar a lo político, a lo antagónico.

1) ¿Acaso alguien se atrevería a negar el 23 de enero como fecha fundacional de la democracia a la venezolana? He allí una primera y eficaz representación simbólica: el 23 de enero es la fecha fundacional del proyecto democrático. En los hechos esto no ocurre tan así. El acontecimiento que se consolida en esta fecha había comenzado a gestarse al menos tres décadas antes, cuando en 1928 un grupo de estudiantes universitarios, sin destino dentro del gomecismo, enfrentó abiertamente al régimen. De la asonada estudiantil surgía, sin embargo, un nuevo liderazgo político y social y, en consecuencia, un nuevo proyecto político que, luego de mucho tránsito ideológico y estratégico, comenzó a perfilarse como democrático (“Somos un pueblo que está irrevocablemente resuelto a encontrar su propio camino”, Betancourt). Luego fueron necesarios el exilio, la prisión, la muerte natural de Gómez, el annnus mirabilis de 1936, el atajo insurreccional del 18 de octubre de 1945, la traición a Gallegos con el contragolpe del 24 de noviembre de 1948, la década dictatorial, para que estos líderes otrora estudiantiles pudieran afinar los términos y consensos del proyecto, sus sujetos, así como consolidar el vehículo de su futura conducción social: el partido político de masas.

Así las cosas, el 23 de enero de 1958 no es en sentido estricto un acontecimiento fundacional, sino un momento de ese proceso llamado “la larga marcha de la sociedad venezolana hacia la democracia” (Carrera Damas dixit). No obstante, el discurso de sus actores, la propia historiografía oficial y la representación simbólica han logrado incorporar al imaginario colectivo la ilusión del origen, de la fundación que implica esta fecha.

2) Una segunda representación muy significativa a nivel del símbolo fue la de la unidad. Toda la protesta estudiantil, el pronunciamiento de las cuatro fuerzas del ejército contra el dictador, las cartas antidictadura que hicieron circular las distintas fuerzas políticas, económicas y sociales culminaron en una casi milagroso consenso sobre el que se instituyó el orden de lo político, quebrantado hoy día por el proyecto castrocomunista que mantiene secuestrada a la sociedad venezolana. La unidad nacional se invocó en aquellos días con mucha vehemencia. Los venezolanos fueron interpelados por el eco emocional de expresiones del tipo: “La unidad nacional es una imposición lógica de la historia”, “La unidad es el camino más corto para realizar la democracia”, “Unidad nacional y tregua política”. Aún los más radicales hablaban de la necesidad de una “convivencia entre izquierdas y derechas”.

Si bien fue necesario un acuerdo mínimo para la formulación de las reglas del juego político y la integración del poder, la tan aludida unidad nacional resultó muy frágil, tal como lo evidencian los acontecimientos posteriores: la lucha armada, las divisiones de Acción Democrática, la desintegración de la “ancha base”. El llamado “gobierno de unidad nacional” salido del voto popular en diciembre de 1958 se desmorona poco tiempo después, convirtiéndose en un gobierno estrictamente acción democratista. A los partidos y a su infatigable labor organizativa se debe, fundamentalmente, la reconquista de las libertades democráticas, de los derechos ciudadanos y de sus leyes. El sistema derivado fue un sistema político de partidos, actuando como una democracia representativa y popular que para bien o para mal se logró mantener durante cuatro décadas.

Se puede, entonces, decir en rigor que el horizonte de las fuerzas políticas de aquel momento era más uniforme que unitario, más de consenso que de unidad. Persiste una profunda diferencia dentro de un anhelo de unidad táctica, lo cual pronto revelará su verdadero rostro cuando la unidad invocada difiera de la realidad vivida. Se utiliza el símbolo unitario como única manera de conciliar ambos extremos.

3) Una tercera representación del 23 de enero es la que hace aparecer al pueblo, primero, como el principal protagonista de los acontecimientos, lueg, como el sujeto histórico de la transformación en marcha. La protesta popular es muy importante para el desenlace de los acontecimientos —cómo negarlo—, pero no es decisiva. En rigor, al hablar de la participación popular en la caída de la dictadura, habría que diferenciar entre el pueblo de Caracas, que fue el más combativo, y el pueblo del resto del país. Pero, con todo y eso, la acción popular no ejerce la presión suficiente para hacer ceder a la dictadura. Si tomamos como ejemplo la Huelga general convocada por la Junta Patriótica el 21 de enero, ¿cuál fue su resultado? Un parcial fracaso, en la medida en que algunos sectores obreros y trabajadores de los servicios públicos desobedecen el llamado a huelga por la misma presión que ejerce la dictadura. Las acciones de calle más agresivas son neutralizadas por el toque de queda o por las metrallas gubernamentales que en su momento cumplían una orden terminante: “Tiren a matar”.

Es que el pueblo como tal no existía, no se trataba de la masa de la población: se trataba del pueblo como construcción por el discurso y por los actos. Eran las prácticas populares intentando definir una acción democrática, a través de la creación de espacios específicos, de la organización de los distintos sectores sociales sobre las que se apoyaba, de una parte, la lógica de la autonomía y, de otra, la revalorización del sistema electoral por sufragio universal. Porque, ¿qué es lo que hace que un pueblo sea un pueblo-político si no la articulación de sus diferencias expresadas en cadenas de equivalencia que solo adquieren sentido a través de símbolos representativos de esta articulación?

Fueron decisivos los contactos de dirigentes políticos en el exilio en la búsqueda de un acuerdo de unidad táctica para enfrentar a la dictadura; decisiva fue la sublevación de la Marina y de la guarnición de Caracas; decisiva es la protesta de la Iglesia; decisiva es la posición antidictatorial del sector empresarial. Es decir, decisivo es el enfrentamiento de los factores de poder contra el régimen. Las cosas no podían ser de otra manera si examinamos en retrospectiva esa vieja tradición venezolana de hacer la política desde lo alto y no desde el propio tejido social. En tal sentido, la derrota de la dictadura la determina un pacto entre los factores de poder y no el enfrentamiento de la población contra el aparato dictatorial.

En cuanto a lo segundo, ¿fue el pueblo venezolano el sujeto histórico de la transformación democrática? La respuesta, sesenta y tres años más tarde, es negativa. Obviemos la parte de la demostración que no viene al caso en un texto como este, para señalar grosso modo algunos rasgos. Si el lector más suspicaz revisa un par de documentos fundamentales como lo son “El pacto de Punto Fijo”, suscrito por AD, Copei y URD el 31 de octubre de 1958, y el “Programa mínimo de gobierno”, del 6 de diciembre del mismo año, no encontrará ninguna alusión al pueblo como sujeto histórico del proceso en ciernes. Este sujeto es otro: los partidos políticos en conjunción con las diferentes fuerzas sociales, entre las que se cuentan marginalmente algunos sectores de la población: sindicatos obreros, intelectuales, estudiantes. De manera que el 23 de enero de 1958 anuncia la llegada de los factores de poder económicos y políticos sostenidos por el pueblo, o cual no es lo mismo que la constitución del pueblo como sujeto histórico. No obstante, surte una vez más su efecto la representación simbólica o la fantasmagoría del poder popular.

Más allá del 23 de enero

Nuestra mirada se mantuvo incrédula desde aquel 21 de enero, aún más en la medida en que se fueron revelando los mecanismos de la nueva lógica de lo político. Esa incredulidad, casi convertida en escepticismo, es la que nos aporta las condiciones para tomar distancia crítica respecto a estas fechas simbólicas, plenas de significantes vacíos que —paradójicamente— entre más vacíos se enuncian, más significan en el imaginario colectivo. A esto se une la falsificación democrática en marcha y el desvanecimiento actual de las ilusiones colectivas puestas en regímenes que se dicen populares.

Es necesario desmontar críticamente todo ese sistema de representaciones simbólicas que tanta eficacia ha tenido para ocultar realidades y junto a ello descubrir las inconsecuencias de las ideologías con la práctica. Lo que se resume en la búsqueda de nuevos sentidos a la lógica de lo político que nos permitan salir airosos de este atolladero histórico en que nos encontramos como sociedad.

En suma, el 23 de enero es una fecha positiva para la larga marcha democrática, en la medida en que es el resultado de una proliferación de iniciativas, más allá de las consignas verbales, de una movilización de las energías colectivas que lograron modificar la relación de la sociedad con sus instituciones políticas. Esta fecha supone, en consecuencia, el redescubrimiento de lo político; esto es, el momento en que la democracia se expresa en sí misma y no como mero proyecto político opositor a la dictadura. Es que también se puede vivir bajo dictaduras democráticas, en especial en estos tiempos de globalismo enceguecedor y polarización ideológica. Pero la ilusión democrática ha llegado a su cima y las tareas de aquellas generaciones engendradas en días de terror y de esperanzas es, precisamente, romper con las ilusiones, con las manipulaciones simbólicas, para contribuir a estructurar una verdadera democracia de ciudadanos libres y conscientes.

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