“No hay líderes, ni jefes ni oradores; solo la inmensa corriente de hombres y mujeres, que avanza, de los cuatro puntos cardinales hacia el centro de la ciudad. Al principio, empecinada y silenciosa, como una sombra tenaz, sofocada por muchos años, que sale de la sombra”, es el recuerdo que le queda en su memoria al poeta y diplomático neogranadino José Umaña Bernal al declinar el año. Ya se inicia el decurso venezolano hacia el 23 de enero de 1958, hacia su libertad.
Describe al celebérrimo barrio La Charneca, a la derecha del río Guaire, ese que después ilustrará no pocos discursos del presidente Rómulo Betancourt, quien asume el gobierno a partir de 1959, en el primer tramo de una experiencia democrática que trastabillará en sus inicios: – “No es esa la tarea de un momento de fugaz alegría y de momentánea generosidad”, advierte Arturo Uslar Pietri; pero Umaña lo hace para dar cuenta de algo que está allí presente, como un volcán en las vísperas de su erupción y sin que se le pueda mirar para describirlo, pero se le siente. Solo captan sus signos los más perspicaces, como el animal que escucha los mensajes de la naturaleza. Nadie puede apropiarse del hecho, de la gente que se amalgama sin proponérselo, casi por instinto y en la hora agonal.
“Gente de bronce, si las palabras no estuvieran infamadas por el uso; hombres y mujeres de bronce, maliciosos y alegres, duros y tenaces… un pueblo con sentido de clase, que conoce los términos de la libertad”, incluso bajo la férrea dictadura de los militares, pues si teme tampoco le disciplinan. El pueblo venezolano, en efecto, es paciente y silencioso ante sus pesares, así los masculle o los grite de tanto en tanto para drenarlos. “El primero de enero –cuando se alzan los aviadores y sus pájaros metálicos trepidan sobre el cielo de la Caracas que amanece– el pueblo no está en la calle. Y por muchas horas nadie sabe lo que pasa”, relata la crónica.
Comprender la esencia de esa chispa del venezolano común que prende después y casi al azar envuelve a todos, cuando menos lo espera el que la genera, no es, por ende, tarea fácil. Es casi oficio para taumaturgos sociales. Algunas veces lo logran hombres de Estado muy decantados y esquilmados por el ostracismo, no los políticos logreros o de medianía. De tanto en tanto los intelectuales madurados a fuerza de tener como su objeto de observación y para fabularla al alma popular, como en el caso de Rómulo Gallegos, lo logran con finura.
De nada sirven para comprender lo inédito de la «revolución de 1958», cuyos efectos bienhechores cubren a las tres generaciones siguientes, los papeles que describen a la circunstancia; esos del tiempo previo y posterior a los hechos del 23 de enero y sobre un vértice social que se mixtura a lo largo de la historia patria de una manera accidentada, en lucha contra los amagos o artificios de poder que forjan las espadas o el látigo o se montan en las escribanías del oportunismo.
Miguel Otero Silva mira al margen de su cuaderno cuando escribe acerca de los presos y los torturados atribuyéndolos como efecto de las mezquindades partidistas: – “en tanto que no arriaron sus divergencias y sus contradicciones para enfrentarse al enemigo común, lograron apenas llenar las cárceles con sus militantes”. Pero lo cierto es que sobre esa colcha de retazos que impone la lucha clandestina contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, al término quien domina es el difuso «espíritu del 23 de enero». Es lo que importa destacar, lejos de los gendarmes y traficantes de ilusiones, sean de charreteras o de levita.
Lo veraz, como lo narra Umaña, es que mientras militares soportes de la dictadura avanzan en sus estrategias – cada uno con su portafolio de intereses en la mano del disimulo, predicando cambios «gattopardianos» o libertades tuteladas– entonces “no baja el pueblo de La Charneca, ni se mueven los trabajadores de Catia”.
El pueblo de Caracas, frívolo y desorganizado, zamarro y calculador como lo es el venezolano, en la circunstancia se hace generoso, decidido y audaz al extremo. Si bien apuesta al éxito de los alzados a la vez que se mantiene reservado, no ajeno a las tensiones interiores que se le vuelven nudo en la garganta y alimentan frustraciones recurrentes. Y el fracaso aparente del 1° de enero, en la hora de los cuarteles alzados, y también de la huelga general del 21 siguiente atizan ese estado de ánimo. Entretanto la realidad muestra que caen bajo las metrallas la gente del pueblo llano –se dice al término que han fallecido más de 1.000 venezolanos durante las refriegas. ¡Y es que las rupturas históricas y las revoluciones que las amamantan –así ocurre de modo inesperado y germinal en los días previos al 23 de enero– durante sus deslaves terminales se vuelven “un estado del alma”! No tienen nombre propio, ni linderos sociales.
“La revuelta es el puesto fronterizo adonde, temprano o tarde, llegan todos los desterrados de la libertad y de la justicia», dice Umaña. «No es la de los importantes y los oportunistas”, machaca.
Más allá de los conciliábulos en el Palacio de Miraflores o de la Academia Militar que en el clímax hacen convencer al dictador que perdió el apoyo –“ya está el helado al sol”, le dice Luis Felipe Llovera Páez a un secretario que le pide informaciones– y lo llevan a abandonar el país, lo que no se dice es que “Caracas preparó su revolución”. Lo confirma Gabriel García Márquez: “Todo el mundo, desde el industrial en su gerencia hasta el vendedor ambulante en la calle estaba conspirando”. No hubo héroes ni jefes providenciales, ni caudillos victoriosos, “ni minorías que cabalgasen sobre el lomo de la historia”.
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