Minari ganó el Festival de Sundance el año pasado. De origen anglocoreano, la película quiere ser la relevista de Parasite en el Oscar 2021. Reconocimientos y méritos no le faltan.
La crítica internacional alaba el contenido y la forma del largometraje, situándolo en lo más alto del podio de la página Rottentomatoes, con 100% de aprobación.
La produjo Brad Pitt al amparo de la compañía Plan B, responsable del éxito de 12 años de esclavitud en los altares de la academia.
Aquella suerte de fórmula indie se repite en el caso del nuevo filme del sentimiento y la sensibilidad asiática.
Otra vez, el protagonismo se lo lleva una minoría, por la fuerza de las agendas de inclusión, para narrar una especie de melodrama aleccionador en las antípodas de los relatos optimistas.
El director de la pieza cuenta una realidad sufrida por él y su comunidad en los ochenta, cuando migraron dentro de Estados Unidos en búsqueda del sueño americano.
En efecto, el guion reconstruye la vida de una familia al momento de instalarse en una casa de campo de Arkansas, durante los tiempos de una década conservadora de rearme moral.
El padre se traslada con la ilusión de sembrar ingredientes de su país, para abastecer al mercado del exilio coreano.
Tiene problemas de todo tipo, durante el desarrollo de la historia, pero en especial no consigue mantener fresca la cosecha por falta de agua.
El hombre es un poco tozudo en sus costumbres y visiblemente terco en sus ingenuas intuiciones.
Siempre rozando el plano de la telenovela K-pop, el guion acumula golpes bajos como una manera de sostener la tensión del conflicto.
Encuentro discutible el estilo redundante y enfático del libreto, en la disposición del cuadro de secundarios: una madre enojada por el cambio de domicilio y resentida con el marido, un niño afectado por una condición cardíaca, una hermana apenas esbozada en su rol y la participación de una abuela, algo tosca pero de buen corazón, signada por el estereotipo del humor barato de un sitcom.
La señora representa la obvia carga de la brecha generacional y comunicacional, entre los miembros del reparto. De paso, por su edad, es culpable de un incendio cantado desde los primeros minutos.
El fuego da al traste con el proyecto del progenitor, quien a su vez trabaja en una factoría de la localidad, separando pollos por su sexo, a fin de poder llegar al último día del mes y honrar los compromisos del hogar.
Nada que objetar de la ejecución cinematográfica de la obra, inspirada en el Terrence Malick de Badlands y Días de gloria, mostrando el infierno de la dura ruralidad.
El tema, por cierto, volvió al tapete en la época de Trump, pues los llamados “hillbillys” constituyen la base de apoyo del expresidente.
A propósito surgieron varios trabajos como el de Ron Howard con Glenn Close y el de El diablo a todas horas, diseñados en la noción de comprender las raíces de la sociedad de los pueblos apartados de Norteamérica.
Por tanto, en Minari observamos una respuesta coreana al asunto, a través del formato de la tragicomedia sofisticada y gentrificada, al gusto del target hípster del milenio.
Disiento del armado y del montaje final del filme, por el empecinado encasillamiento de la mujer de la trama, exhibiéndola con una eterna molestia paralizadora.
El realizador le brinda escasos minutos de empatía, conservándola en un estricto registro neutro de rigidez y severidad, de esposa frígida desesperada.
El sexo ni por asomo, ni como castigo. Puro regañar al marido abnegado y esperanzado.
Tampoco doy crédito de las calculadas intervenciones de la abuela y de un fanático religioso de la zona, cuyas salidas condescendientes solo aspiran a complacer a los votantes de la temporada de estatuillas.
Menos me conmoví con la metáfora gruesa del título, acerca de un apio que crece en las laderas de un río.
Minari, sin embargo, contiene los elementos para seducir y embelesar a quien confunde complejidad con subrayado artie.
Me quedo con los coreanos realmente inquietantes de la escuela de Seúl. Esta es la versión romántica y de postal depresiva, que fascina a la mirada exótica del ojo etnocentrista, porque le refuerza sus concepciones trilladas sobre la alteridad.
A pesar de respetar el idioma original, un coreano debe tener sentimientos encontrados con Minari, al ver cómo se les representa como una familia que no sabe gestionar sus emociones ante la adversidad, por no hablar de la inutilidad para conseguir agua por su propia cuenta y echar a andar una huerta.
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