“31 de enero de 1990: miles de personas hacen cola en el centro de Moscú desafiando un frío glacial para comer en el primer restaurante extranjero de la Unión Soviética: un McDonald’s, uno de los símbolos del capitalismo que se había combatido durante décadas. Pero en Moscú había vientos de cambio y ese viento olía a hamburguesa”. Con este párrafo introductorio comienza Euronews un reportaje en el que expone el 30 aniversario de la llegada de McDonald’s a Rusia y su impacto en la Unión Soviética. Parece mentira, pero en 2020 el gigante de la comida rápida oriundo de Estados Unidos cumplía tres décadas en las tierras de los Romanov.
El mismo reportaje contiene algunos datos que estimo de sumo interés. Por ejemplo, el primer restaurante que abrió en la extinta Unión Soviética recibió 27.000 solicitudes de empleo, de las cuales solo 630 personas fueron elegidas para puestos de trabajo. Adicionalmente, señala el mismo reportaje de Euronews que en 1990 “el McDonalds del centro de Moscú era un restaurante de lujo, un lugar para que las estrellas pasaran el rato. De Pronto se convirtió en una atracción para los turistas de otras ciudades soviéticas, que visitaban el McDonald’s después o incluso antes que la Plaza Roja, y que guardaron cajas y cucharas de plástico durante años para enseñarlas en casa y a los vecinos”.
Traigo estos datos a colación como preámbulo de nuestra reflexión de esta semana, derivada del impacto que ha tenido la posible comercialización de automóviles Ferrari en Venezuela. Como se sabrá, en días recientes distintas fuentes noticiosas indicaron que en el país se estaría abriendo un concesionario Ferrari en la ciudad de Caracas. Posteriormente, esta información ha tenido distintas versiones, y aún y cuando la información fuese inexacta, los comentarios en redes sociales no se hicieron esperar y reflexiones de distinto tenor se han divulgado.
Desde nuestro punto de vista, la mayoría de las reflexiones críticas giraron en torno a dos puntos fundamentales: (i) el hecho de señalar cómo es posible que en un país como Venezuela, con emergencia humanitaria incluida, violación de derechos humanos y la ausencia de democracia se estén comerciando este tipo de automóviles de lujo; y (ii) la reafirmación de la consabida premisa en según la cual el comprador de un carro de ese tipo será un enchufado, alguien ligado al gobierno que inobjetablemente estará legitimando capitales (“lavando dinero”) al adquirir un ostentoso Testarossa. Algo que en el pasado y fundamentado en mis aprendizajes de derecho laboral he venido a denominar in dubio pro enchufatis. Valga decir, en caso de duda se favorece al enchufado.
Creo que ambas premisas merecen ser analizadas, sobre todo porque si no se analizan con cautela pueden derivar en grandes perjuicios para la construcción de una sociedad abierta y libre.
Hemos advertido en el pasado que Venezuela se encuentra en un proceso sui generis de transformación económica. Hemos intentado enmarcarlo bajo la denominación de “mercantilismo autoritario”. Lejos está Venezuela de ser una democracia liberal de base republicana, el deseo más ansiado al menos por mí. Pero también creo cierto que la Venezuela de hoy tampoco es la misma de hace unos cinco años atrás. Por la vía de los hechos, y mientras ello sirva para mantener el poder, el gobierno venezolano ha venido desaplicando arbitraria y desordenadamente sus controles sobre la economía, y dicha desaplicación, caótica, tiene sus consecuencias.
Parte de esas consecuencias implican la llegada de bienes de lujo al país. En cierto modo, constituye la réplica en el Caribe de lo que ha venido sucediendo en sistemas autoritarios que dan -conceden- un mínimo de apertura económica. Sucedió con el ya citado ejemplo de McDonald’s en Rusia –al principio un lugar lujoso y sólo para estrellas– o con la llegada de Coca-Cola o de tiendas Louis Vuitton a Shanghai. Los comentarios de muchos críticos eran semejantes a los que se escuchan hoy en Venezuela. ¿Cómo era posible que en una nación plagada de campesinos famélicos se vendieran carteras que costaban miles de dólares? Lo cierto del caso es que, lejos de desaparecer, los bienes de lujos en estos países más bien se han incrementado con el paso del tiempo. Existe la posibilidad de que Venezuela camine por el mismo derrotero, ante la ausencia de transición visible a la democracia.
En este sentido, en mi opinión, el problema no es la venta de automóviles de lujo en Venezuela, sino hasta qué punto su compra se derivará o no de la malversación de fondos públicos o procesos ligados a la legitimación de capitales. Son dos cosas distintas. Y lamentablemente se confunden. La primera implica una crítica directa a la riqueza mientras que la otra es un delito.
Hay quien bajo su indignación condena la existencia de Ferraris en Venezuela por el solo hecho de existir. Como si los recursos destinados a esos automóviles, de no estar allí, fuesen a ir directamente destinados a cualquier otro fin superior (de nuevo la premisa del juego suma cero en la creación de riqueza). Es la falacia que nos recuerda al argumento según el cual si se distribuyera toda la riqueza acumulada en el Vaticano seguramente se acabaría con la pobreza en el mundo. La economía no funciona así, y al menos en la sociedad abierta a la que aspiro, no quiero que haya uno sino numerosos concesionarios de automóviles de lujo, incluso en el caso de que yo no pueda comprarme uno.
El segundo tema, el del enchufado, es más complejo aún, porque en el país se ha generado en el imaginario colectivo la idea de que todo aquel que tiene dinero es una persona ligada al gobierno, y ello no es así. A nuestro juicio, esa percepción ha sido reforzada por el hecho de que la clase media profesional venezolana –principal crítica del chavismo y muy probablemente la principal usuaria de redes sociales en el país– ha sido la que ha enfrentado y padecido el empobrecimiento más atroz en las últimas décadas. El pobre es pobre y si bien tiene aspiraciones de superación ha convivido con la miseria desde su nacimiento y con cierta resignación, pero para un profesional que otrora tenía cierto nivel de vida es incomprensible e irracional ver cómo otro consume un café de 5 dólares cuando ese es el sueldo de algún empleado en todo un mes. Incluso menos.
Para esta persona profesional, hoy profundamente empobrecida, sus sesgos de confirmación y propias experiencias le hacen imposible entender que la primitiva economía venezolana de hoy no tiene una demanda para universitarios y personas altamente capacitadas académicamente, y si la tiene, no puede pagar salarios competitivos porque no hay capacidad productiva. En su lugar, la informalidad, los intercambios informales en los que se entremezclan comerciantes, emprendedores, técnicos, prestadores de servicios, gestores, y sí, también los famosos enchufados, han tomado la batuta del intercambio económico y son los que tienen mayores ingresos. En efecto, no todos tendrán para comprar un Ferrari –eso no sucede en ninguna parte del mundo– pero sí para comprar el café o el chocolate que tanta indignación causa en el empobrecido.
La informalidad de la economía, sin embargo, no es sinónimo de legitimación de capitales, aunque bien puede –subrayo el puede– contribuir a ello. Esa tal vez sea una de nuestras mayores tragedias en términos financieros. La informalidad de la economía venezolana no es nueva. Ya en la década de 1990 Cedice había estudiado el famoso fenómeno de los buhoneros, y esos males hoy no han hecho sino profundizarse. Lo cierto del caso es que esa informalidad viene dada por numerosos factores. Mi vida profesional me ha permitido conocer a varias personas con recursos que por temas familiares y formativos, por desconfianza institucional o simplemente por falta de educación financiera deciden invertir su dinero en activos fijos como carros o bienes inmuebles. Incluso en esta Venezuela. Y eso no los hace automáticamente enchufados. De forma tal, que aunque sea un proceso no siempre sencillo, la generalización no es buena consejera y también puede jugarnos malas pasadas.
Debemos ser críticos, es cierto, pero de aquellas cosas que realmente son importantes. En lo personal, mi norte para el país estriba en la superación de la pobreza que hoy nos destruye como sociedad, y buscar generar un marco de instituciones más libre e inclusivo en el que se pueda salir de la crisis humanitaria que, efectivamente, padecemos. En lo personal, no creo que Ferrari sea el culpable de estos males aunque algunos quieran ver en el deportivo italiano la alegoría de nuestros tiempos de decadencia. Para mí se enfocan en las consecuencias y no las causas de las circunstancias que vivimos. Y eso, también, debe cambiar.
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