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Cuba al estrado

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Jamás creí que la Unión Soviética se derrumbaría por su propio peso, que el Muro caería a martillazos, que los súbditos de la dictadura soviética de Alemania Oriental, la más exitosa, dura y estalinista de las dictaduras del bloque soviético, podrían llegar a cruzarlo atropelladamente, en masa, para respirar por primera vez en sus vidas el aire de la libertad y vivir el reencuentro de millones de familias divididas desde el fin de la guerra y muchísimo menos que la utópica exigencia de los socialcristianos de porfiar en la reunificación de Alemania se convertiría en una sólida y palpable realidad. Y que yo estaría vivo para verlo, vivirlo y narrarlo.

Hablo de los años sesenta y setenta del siglo pasado, cuando pasé largos años estudiando y trabajando primero en Berlín Occidental y luego en Múnich. Por esos mismos años tampoco creía que Pinochet dejaría el poder luego de aceptar los resultados de un plebiscito celebrado bajo las normas, leyes y dictados de su propia constitución. Ni muchísimo menos que Chile, además de convertirse en el país más próspero de América Latina, con los más altos índices de crecimiento económico, alcanzaría la mayor estabilidad política convirtiéndose en una democracia ejemplar. Y ni siquiera imaginé que terminaría mi vida venezolanizado mientras los hados cambiaban los papeles: de ser la sociedad más rica y próspera de la región, dotada de una ejemplar democracia pluriclasista, al cabo de los años sería la sociedad más pobre y arruinada del subcontinente, atropellada por la más represiva, regresiva y bárbara de las dictaduras que yo conociera.

Sin embargo, todas esas cosas consideradas razonablemente como imposibles acaecieron y pude ser testigo de los dramáticos cambios que implicaron. Lo que me lleva a suponer y esperar que también suceda lo aparentemente imposible en la América Latina de hoy: que caigan las dictadura de Maduro y Ortega y se instaure no la vieja democracia, sino una nueva forma de convivencia política. Que figuras nacidas a la política bajo el reinado del chavismo asuman el poder, llevando a cabo los profundos cambios que hoy ni siquiera alcanzan la conciencia de los sufridos venezolanos. Que la enfermedad congénita del socialismo desaparezca de la faz de la región, mientras se apropia de ella el liberalismo en su más prístina expresión, como para que una figura como María Corina Machado, que hace veinte años ni siquiera lo soñaba, pueda ocupar la Presidencia de la República.

Y lo más importante y fundamental de los inexorables cambios que veo venir: que la tiranía cubana sea extirpada de raíz de la isla, y sus ciudadanos, en su inmensa mayoría nacidos bajo la bota de la tiranía y la humillación totalitaria de un partido único, carentes de protección civil y una verdadera justicia, conozcan por primera vez en sus vidas lo que significa vivir en libertad. Cerrando así los espacios hoy libres y a disposición del atropello castrocomunista. Acercándonos como nunca antes a los ideales bolivarianos largo tiempo conculcados, falseados, usurpados y atropellados en su nombre. Acercándose los países de la región a esa ansiada unidad continental. Como lo ha logrado Europa.

Los triunfos de Macri, Piñera, Iván Duque y sobre todo el de Jair Bolsonaro nos acercan dramáticamente a esa realidad, aún utópica, pero cada día más cercana. Por primera vez en los últimos sesenta años se eleva a nivel continental un reclamo de libertad para Cuba y el fin definitivo de la tiranía que la oprime. Cuba no es propiedad de los Castro ni un feudo privado del castrismo. Y junto a ello la percepción de que la libertad de las naciones hoy oprimidas por regímenes dictatoriales o autoritarios no se obtendrá mientras la tiranía cubana no haya sido apartada de un manotazo.

La libertad de Cuba, de Venezuela, de Nicaragua, de Bolivia es nuestro objetivo más inmediato. Ya lo dijo José Martí: “Verso, o nos salvamos juntos, o nos hundimos los dos”.

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