Irlanda recuerda hoy el 80 aniversario de la muerte de James Joyce, uno de los escritores más celebrados y quizá menos leídos en ese país, cuyos restos descansan por fin en paz en la tumba de un cementerio de Zúrich, donde está enterrado junto a su esposa Nora y su hijo Giorgio.
En los últimos años, varias iniciativas han hecho campaña para lograr que las autoridades suizas devuelvan su cuerpo a Dublín, la ciudad con la que mantuvo una intensa relación de amor-odio y a la que retrató en clásicos como Ulises, Retrato del artista adolescente, Finnegans Wake o Dublineses.
Entre esos esfuerzos casi tomó vuelo el de dos concejales del Ayuntamiento de la capital irlandesa que en 2019 plantearon la posibilidad de repatriar a Joyce y a Nora a través de canales diplomáticos.
Paddy McCartan (democristiano) y Demot Lacy (laborista) llegaron a promover una moción en ese sentido, alegando que respondía a los últimos deseos expresados por el escritor y su esposa, quien falleció diez años después.
El guante lanzado por los ediles lo recogió el académico Fritz Senn, director de la Fundación James Joyce, que él mismo estableció en Zúrich hace más de 30 años.
La batalla de los huesos
Aunque ha reconocido en varias ocasiones que no está claro cuáles fueron los últimos deseos al respecto, Senn recuerda que el autor nunca quiso adquirir la nacionalidad irlandesa cuando se creó el Estado Libre irlandés en 1922, tras la independencia del Reino Unido.
De hecho, Joyce (1882-1941) rechazó en dos ocasiones la oportunidad de obtener el pasaporte «verde», según confirmaron sus biógrafos. Murió siendo británico.
Senn señaló que este asunto, que bautizó con humor como la «Batalla de los Huesos», plantea otras dificultades.
Junto a las tumbas de Joyce, Nora y Giorgio, también están enterrados en el cementerio de Friedhof Fluntern la segunda esposa de éste último, Asta Osterwalder, quien no tiene relación alguna con Irlanda.
«La ciudad está muy orgullosa de tener esta tumba. Es una reacción normal. Zúrich fue el último refugio de Joyce», declaró Senn recientemente.
De momento, la «Batalla de los Huesos» la ganan los suizos, después de que los dos concejales hayan parado definitivamente la citada moción.
«Al final la hemos retirado porque se trató de un error por nuestra parte», explica a Efe Dermot Lacy, en un giro de guion inesperado, surrealista y hasta cómico, propio del mismísimo Joyce en, por ejemplo, Finnegans Wake, una de las novelas más extrañas de la literatura universal.
«Alguien cercano a la familia del escritor -prosigue- nos llevó a creer que entre sus últimas voluntades figuraba el deseo de regresar a Irlanda junto a Nora Barnacles».
«Después constatamos que no era así. Una persona de nuestra circunscripción, que no voy a nombrar, se había puesto en contacto con nosotros para plantear la cuestión. Cuando presentamos el proyecto, esa misma persona nos criticó después públicamente y, tras obtener más información, lo dejamos estar», expone el político.
Unos lazos conflictivos
Sea como fuera, aún existe división al respecto, pues diferentes expertos, precisa Lacy, sostienen que fue Nora quien declaró que su marido quería ser enterrado aquí, con sus parientes dublineses.
En ambientes culturales irlandeses se han criticado estos y otros intentos acometidos por las autoridades para reforzar (o forzar quizá) los lazos del escritor con Dublín, al considerarlos «oportunistas y mercantilistas», según reflejó entonces un editorial del diario Irish Times.
La realidad es que Joyce mantuvo una relación compleja con su país, que abandonó en 1904 para instalarse en Trieste (Italia), en París y, finalmente, en Zúrich, y al que volvió por última vez en 1912.
Profeta lejos de su tierra
No siempre fue profeta en su tierra, pues el libro Ulises, publicado en 1922, no empezó a venderse libremente en las librerías del país hasta la década de los 60, debido a las trabas impuestas por las autoridades de aquella Irlanda controlada con mano de hierro por la Iglesia católica, que tacharon el texto de «obsceno» y «anti-irlandés».
Un ensayo de Jessica Traynor, comisaria del Museo de la Inmigración Irlandesa, recuerda que Joyce «condenaba el pietismo y conservadurismo de la sociedad irlandesa», así como su «nacionalismo ciego».
A partes iguales, odió y amó Dublín, ciudad con la «mantuvo un compromiso espiritual y artístico» hasta «el final de su vida», hasta el punto que, cuando vivió en París, escribe Traynor, «su pasatiempo favorito era buscar turistas» dublineses para que le «recordaran los nombres de tiendas y pubs» de sus calles favoritas.
Gordon Bowker, autor de una biografía publicada en 2011, aporta más datos: «Lo que pasa con Joyce es que siempre amó el Dublín de su juventud, incluso cuando los británicos estaban al mando, y realmente nunca estuvo cómodo con la nueva Irlanda que emergió después».
Joyce falleció el 13 de enero de 1941 en Zúrich tras sufrir una perforación ulcerosa duodenal. Los dos diplomáticos irlandeses radicados en Suiza no asistieron a su funeral. Tenían otro encargo.
El Ministerio de Exteriores les pidió que enviaran por cable «detalles de la muerte de Joyce» y, a ser posible, que averiguaran si «murió como católico».
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