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Armando Rojas Guardia: “Mi romance con Dios es de larga data”

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Por YOYIANA AHUMADA L. 

Individuo de número de la Academia, el poeta, ensayista, docente y narrador Armando Rojas Guardia (1949) es una rara y esplendorosa avis en el tejido de la poesía iberoamericana contemporánea. Uno de nuestros poetas vivos más sólidos con una obra escritural sostenida en un compromiso con la palabra y el pensamiento. Ciertamente a su poderosa obra poética se une una enjundiosa ensayística que lo convierte en un ardoroso amante y ejecutante de la reflexión.

Sus poderosos textos aparecen publicados en portales como Prodavinci, Papel Literario de El Nacional, Esfera Cultural, la revista SIC del Centro Gumilla y en la red social Facebook. Voz fundamental de la poesía venezolana contemporánea, es miembro fundador del grupo literario Tráfico (UCAB 1989) y se asume tributario de los poemas “Fracaso” y “Derrota” de su colega y amigo, el poeta Rafael Cadenas. Su pensamiento se ajusta dentro de la llamada “filosofía narrativa” en la que se inscribe la poiesis de una de sus más recientes obras: El deseo y el infinito. Diarios (2015-2017), un ejercicio de escrutinio filosófico, para explorar el contenido intelectual que extrae de su vivencia diaria. La consustanciación con ese ser supremo, el Amado, en el día a día. La de Rojas Guardia es una religiosidad activa, en la que la oración y la misericordia se adueñan de la cotidianeidad. Suya es la máxima “La poesía es un pan que se comparte”. Esa también es la mirada a la que invita.

El poeta conecta con lo sagrado todos los días, cada día en la media hora de oración que se procura. En ese espacio desprovisto de ornamento que es su apartamento, inicia su jornada de amorosa correspondencia con el mundo. Amoblado por los libros, cientos de ellos lo acompañan y dialogan con su quehacer de hombre que ejerce el pensamiento y la reflexión desde la óptica de un cristianismo de base. En su hábitat, pueden hallarse textos fundamentales de filosofía clásica y contemporánea –una de sus pasiones y pilares de formación; de poesía– su estar en el mundo; y de religión– su razón de ser.

“Allí a la oración me llevo las tribulaciones y las converso con Dios”, comparte tras aspirar la bocanada de humo de su cigarro.

Devotamente, entrañablemente, son adverbios que habitan el alma de este hijo de Caracas. Del padre, el también poeta Pablo Rojas Guardia, tomó su apellido. De su madre, una particular manera de darse en otros. Disfruta cada pregunta y la macera dentro de sí para ofrecer, a quien indaga, una respuesta que encierra y provoca estallidos. Una lectura sobre otra. Un constructo que sostiene –y contiene– a otro a manera de palimpsesto. Esta madeja lo sitúa en el mundo de la palabra y el riguroso ejercicio del pensamiento que lo conforma.

Sea desde los talleres de mística –donde el participante viaja por toda la experiencia de lo sagrado a través de las distintas tradiciones, que Armando conoce con hondura; o bien por los entresijos de la tragedia griega, en otro de los fascinantes cursos que ha impartido– o quizá en un recorrido por las tradiciones de la poesía occidental, en un encuentro que deviene en hermandad creadora, en un encuentro que cultiva aun en condiciones como las del enclaustramiento actual, y lo sorprende transitando con comodidad al mundo de lo virtual para continuar en su laboriosa tarea de formación de otros.

“La poesía es un pan que se comparte”, ha dicho.  De ese ejercicio docente, de acompañamiento y revelación, se han macerado ya un puñado de voces de la espera. De sus talleres han salido cohortes de jóvenes poetas, a los que sigue fervorosamente en su devenir. No solo desde la amistad que se le da tan orgánicamente, también desde el ejercicio crítico y de investigación. Su sed de concebir y explicar el mundo es inagotable. Junto con su tarea de académico, explora y se ha permitido que su poesía dialogue con la música –con creadores como Andrés Levell–. Es un hombre de la escena de lo humano. Sus ojos almendrados y carmelitas, en un rostro que aspira a la misericordia, no dejan de asombrarse con la emoción de un niño, cuando un verso lo emociona, cuando una imagen lo cautiva, cuando el dolor de un hermano lo convoca. Ese fulgor está ahí. A la rigurosidad con la que afina su expresión literaria se suma su capacidad de búsqueda de la vida transformada en una perenne y renovada experiencia.

“Pero la pregunta quemante de nuestra hora espiritual sigue siendo en mitad de las contraofensivas históricas el deseo: ¿tiene derecho a esperar?”, dice en su libro El Dios de la intemperie (1985).

Despunta el día y organiza su agenda: los varios talleres que dicta desde hace 18 años, su propio trabajo como lector impenitente, los libros que aún le corresponde escribir, sus obligaciones en la Academia de la Lengua a la cual pertenece desde 2016 cuando asumió el sillón que dejara su amigo –“mi hermano”, como suele llamar a sus compañeros de camino– Carlos Pacheco, profesor, escritor, editor e investigador venezolano que partió en 2014.

Rojas Guardia ganó el Premio de Poesía del Consejo Nacional de la Cultura de Venezuela en dos oportunidades (1986, 1996) y el Premio de Ensayo de la Bienal Mariano Picón Salas (1977). En el año 2012 fue postulado al XI Premio Internacional de Poesía Ciudad de Granada Federico García Lorca. Desde hace 18 años es docente tanto en Universidades de Caracas como en talleres de libre formación. Pertenece a la Academia Venezolana de la Lengua desde 2016, ocupando el sillón W.

Caracas, julio 2020

Su obra más reciente, El deseo y el infinito. Diarios, acerca la mirada del poeta a lo cercano, lo cotidiano. Una suerte de intimidad doméstica. ¿Cómo se trama el tema de la cotidianeidad en la poesía de Rojas Guardia? 

―La cotidianeidad representa un enfoque temático que a mí me ha atraído prácticamente la mayor parte de mi vida. En (el grupo) Tráfico, buscamos reivindicar una poesía de lo urbano, una poesía de lo histórico y una poesía de lo cotidiano. Nos parecía que la mayor parte de los creadores venezolanos en poesía había soslayado esos tres temas, que implican procedimientos estilísticos muy determinados y específicos. Desde comienzos de los 80, empecé a trabajar el tema de la cotidianeidad. En Tráfico nos parecía que la mayoría de los poetas venezolanos acusaban la influencia de la poesía francesa, italiana y alemana, pero habían evitado la influencia de la poesía norteamericana que es la única en la tradición occidental donde lo cotidiano, lo histórico y lo urbano tienen una relevancia absoluta. Mi poesía es una meditación lírica de mi cotidianeidad. Llegó el momento de escribir en el 2015 mis diarios. La idea se me ocurrió durante el retiro que me brindó (el doctor licenciado en filosofía) Jonatan Alzuru Aponte. Yo pasé cinco días en esa casa que tienen las monjas del Cristo Rey en El Hatillo, guiado por Jonatan Alzuru. Durante esos días comencé a tomar notas y apuntes de lo que me ocurría en el retiro y así surgió la iniciativa del diario. Al llegar a Caracas decidí proseguir con esa aventura escritural. En el 2017 decidí terminar parcialmente esa aventura, porque fui publicando las entradas de mi diario en el portal Prodavinci. Un día recibo la llamada de Lourdes Morales y Mariana Marczuk, entonces editora de la Editorial Seix Barral, proponiendo la publicación de esas entradas que venía publicando en Prodavinci y decidí que podía publicarlas todas juntas en un libro.

Remitiéndome a tu pregunta, creo que mi diarismo se caracteriza no tanto porque yo doy cuenta de lo que me va pasando cotidianamente, sino por las resonancias mentales e intelectuales que me producen los acontecimientos que vivo. Más que diario lo que hago es un “pensario” porque lo que intento es elaborar conceptualmente el impacto que yo vivo en mi cotidianeidad más que relatar las peripecias anecdóticas de lo que vivo. Lo que busco es aprehender la vivencia intelectual de lo que me ocurre. En eso es determinante mi formación filosófica. No solo porque estudié filosofía (en Caracas, en Bogotá y en Friburgo, Suiza) sino porque toda mi vida he sido un apasionado lector de textos filosóficos. Concibo el diario como un recuento de pensamientos. En mis diarios aparecen con peso real los hechos que me ocurren durante mi jornada, más que porque la gravitación gire en torno a los pensamientos. He procurado combinar equilibradamente las dos cosas, el anecdotario íntimo de lo que me ocurre con la reflexión intelectual.

¿El diario viene a ser una suerte de ejercicio de la lectura de esos textos? ¿Una práctica de esas lecturas puestas en tu acontecer cotidiano? 

―Exactamente. Así es. Friedrich Schelling en el siglo XIX acuñó el término de filosofía narrativa. Lo que busco es hacer una filosofía narrativa. Un pensamiento que se nutra de los acontecimientos a relatar. Walter Benjamin decía que hoy en día –lo constataba en los años 30– no abundan las personas que saben contar. Él decía que lo que se podía constatar después de la Primera Guerra Mundial es que los hombres salían de los campos de batalla mudos. Apenas podían relatar lo que les había ocurrido. Benjamin dice que toda auténtica narratividad se basa en la experiencia. Si el hombre no sabe contar, es porque adolece de una falta grave de experiencia. Los primeros cuentos que la humanidad conoció brotaron de la experiencia de los comerciantes y los marineros. La gente hacía coro para oír las anécdotas de los comerciantes y los marineros en su travesía por los desiertos, los caminos, las encrucijadas del mundo antiguo. Entonces la narratividad tiene mucho que ver con la experiencia. Benjamin decía que al estar la noción de experiencia en crisis muy poca gente sabe contar. La filosofía narrativa pretende contar lo que pasa y además sacar la lección psíquica, intelectual, de lo que pasa. Yo he procurado en el diario hacer una filosofía narrativa.

¿Cómo se integra a esa filosofía de la narratividad lo sagrado, su concepción religiosa?

―La experiencia de Dios es la experiencia crucial de mi vida. Muchas veces he pensado, en los últimos días sobre todo, que mi relación con Dios es una historia de amor. Lo que yo vivo con Dios es un romance que data de hace muchísimos años, que viene gestándose desde mi infancia y mi adolescencia. Entonces si se trata de una historia de amor, es una historia de amor que se desarrolla en el escenario de lo cotidiano, porque toda historia de amor impregna el día a día del enamorado. En el diario publicado por Seix Barral, el lector podrá darse cuenta de cómo vivo cotidianamente mi relación con Dios. Vivo cotidianamente mi relación con Dios empezando con la media hora de oración que practico todos los días; vivo la relación con Dios a través de las relaciones interpersonales que establezco con mucha gente cada día: amigos, conocidos, familiares, desconocidos con los que me encuentro; vivo la relación con Dios a partir de la vivencia que tengo de las lecturas estudiosas que hago a lo largo del día. Empezando por la lectura del periódico. Vivo la relación con Dios a través también de la vista de los paisajes urbanos y naturales que me es dado contemplar a lo largo del día. A través de todas esas modalidades cotidianas yo intento aproximarme a lo sagrado.

Por ejemplo, hay un señor que vive al lado mío y ese señor siempre me martilla cigarros. Me vive pidiendo varias veces al día que le regale cigarros, yo le doy muy benevolentemente un cigarro. La caja cuesta 40.000 bolívares. Hace unos días empecé a molestarme porque ya me parecía un abuso por lo caro que son los cigarros, pero ese incidente acabó problematizándome intelectualmente y fue motivo de oración. Mi relación con Dios es cotidiana: llevé ante la presencia de Dios eso que me estaba ocurriendo con el vecino, porque si él me pide cigarros es porque no tiene para comprarlos. Se ve claramente que es un hombre de recursos modestos y me acordé de esa frase taxativa que los Evangelios ponen en boca de Jesús: “Al que te pida no le des la espalda”. Esto es un ejemplo de lo que me ocurre cotidianamente en materia religiosa. La experiencia religiosa se nutre de los hechos cotidianos. Una experiencia religiosa que no se cotidianice no es tal experiencia religiosa, porque en la vida cotidiana se dirime la verdad y la autenticidad de los que vivimos religiosamente. Ya Santa Teresa, que sabía mucho de eso, decía: “Entre los pucheros de la cocina anda el Señor”. Trato de que en mi vida cotidiana haya ese reflejo permanente, esa relación con lo divino.

Habla de la filosofía como una narración de la experiencia vivida a partir de su conexión con lo sagrado. ¿Existe una contradicción –o tensión– entre la tradición filosófica en la que se inscribe y el dogma de la fe?

―¿Qué es un dogma? Un postulado sin el cual una doctrina se desnaturaliza. Sin ese postulado, la doctrina deja de ser lo que es. Por ejemplo, el budismo no es exactamente una religión sino una filosofía de vida, y nada menos dogmático que el budismo; sin embargo el postulado del nirvana es una verdad fundamental en el budismo. Es lo equivalente a un dogma. Si le quitamos al budismo el postulado del nirvana se desnaturaliza y deja de ser lo que es. En el cristianismo postulados como la Trinidad o la encarnación son verdades fundamentales sin las cuales el cristianismo deja de ser cristianismo. Lo que pasa es que nada autoriza a imponer esos postulados dogmáticos a los seres humanos. La iglesia católica, por desgracia, durante milenios impuso a través del derramamiento de sangre psíquica y física esos dogmas a muchísimos y eso es radicalmente antievangélico, porque Jesús no impuso a nadie su propia propuesta religiosa. Él lo que hizo fue sugerir, no imponer a nadie lo que Él creía. En el cristianismo hay unas cuantas verdades dogmáticas sin las cuales el cristianismo deja de ser lo que es. Hoy los católicos hemos tomado conciencia de que cada uno de esos postulados tiene una historia. Es lo que se llama la historia de los dogmas. Hoy en día no podemos ni debemos aceptar ni asumir acríticamente las formulaciones de los dogmas de épocas pasadas. Es decir, hoy entendemos el dogma de la Trinidad o de la Encarnación de una manera muy distinta a como se entendía en los primeros siglos del cristianismo o de la Edad Media. Entonces en el cristianismo estos postulados dogmáticos constituyen un marco teórico dentro del cual se desarrolla la reflexión de la fe. Como católico nunca me he sentido inquieto, perturbado, desasosegado, molesto por ese marco. Creo que me desenvuelvo humana e intelectualmente bien dentro de ese marco.

Dentro de esa fe, cotidiana en acción, en su ejercicio usted hace un énfasis sobre la atención. ¿Cómo define en usted la atención? ¿Qué significa contemporáneamente estar atento? 

―El tema de la atención es crucial, no solo en mi vida. Creo que es un tema absolutamente central en la propuesta que la experiencia religiosa tiene que hacerle al hombre contemporáneo. La atención tiene que ver con el hecho de estar despierto. Buda en sánscrito significa “el despierto” y en el Evangelio de Marcos hay un versículo donde se pone en boca de Jesús esta frase: “¡Atención, estén despiertos!”. El velar, el estar despierto es el arranque mismo de la vida del espíritu. Hoy en día el hombre y la mujer contemporáneos han vivido, viven muchas veces de espaldas a la relación con la materialidad y la tangibilidad del mundo. ¿Por qué? Porque el mundo contemporáneo en Occidente gira en torno a la autonomía de la conciencia individual. Todo gira alrededor de la autonomía de la conciencia individual. No es casual que uno de los cuatro mitos del mundo contemporáneo –que son el Quijote, el Fausto, el Hamlet y el Don Juan– sea Hamlet, la exacerbación delirante de la conciencia individual, la autoconciencia elevada al paroxismo. Por eso es que Hamlet es ese personaje permanente dubitativo que no puede actuar, precisamente por el exceso de conciencia. Ni Antígona, ni Edipo ni Orestes, en el teatro antiguo, fueron personajes autoconscientes en la medida en que lo fue Hamlet. Ese plus delirante de hipercriticismo hace que el hombre no tenga una relación visceral orgánica con la materialidad del mundo que lo rodea. Está tan metido en el laberinto de la autoconciencia que no pude vincularse orgánicamente a la materia del mundo que lo rodea. Todas las tradiciones religiosas importantes quieren educar al hombre relacionándolo con esa materialidad del mundo que lo rodea, y ¿cuál es ese vehículo privilegiado para relacionar al hombre con la materialidad del mundo que lo rodea? La meditación. La meditación es la disciplina mental mediante la cual el hombre se vuelve visceralmente atento al mundo. Deja atrás el delirio de la autoconciencia laberíntica y se dedica a contemplar el mundo y a relacionarse con él de una manera orgánica. Entonces yo he procurado desde hace muchos años adiestrarme disciplinadamente en la atención tal vez porque, como hijo de mi tiempo y producto de mi formación intelectual y humana, tiendo mucho al laberinto de la autoconciencia, en mí se da ese exceso de hipercriticismo laberíntico. Fíjate que mucha gente señala que una de las características de mi espiritualidad que se refleja en mis ensayos es la lucidez, pero esa lucidez en mi caso tiene un doble viso: por una parte, brota ese exceso laberíntico de autoconciencia y, por otra parte –yo he procurado que esa otra parte tenga cada vez más hegemonía en mi vida– brota de mi disciplinada atención al mundo.

Esa “disciplinada atención y esa conciencia de estar atento” a esa autocrítica lo lleva a reflexionar sobre el proyecto país de una manera bastante única. Entiendo que su aproximación se inscribe en la idea del fracaso. ¿Cómo se mira al país desde esa tesis del fracaso, antítesis del éxito que promueve la sociedad contemporánea?

―Creo que el diagnóstico que me permito hacer de la Venezuela actual tiene un nombre: Fracaso Civilizatorio. El chavismo representa un fracaso estruendoso en materia civilizatoria. El chavismo no solamente ha significado para Venezuela una regresión en algunos aspectos al siglo XIX, basta ver las nuevas epidemias que hoy padecen los venezolanos, enfermedades que ya habían sido erradicadas, basta ver el hambre que cunde. La Venezuela del siglo XIX era una sociedad palúdica y hambrienta. El chavismo no solo ha representado esa regresión, sino que ha convertido al país en lo que hoy se llama un Estado Fallido. El país a través del chavismo dilapidó una cantidad gigantesca –cerca de 2.000 millones de dólares en 18 años–. Creo que ese es el desfalco económico más evidente y notorio de la historia económica. Por lo menos diez planes Marshall. El Plan Marshall garantizó la recuperación de la Europa devastada por la guerra. Nosotros dilapidamos esa enorme fortuna en 18 años. Al contrario de Estados petroleros como Noruega, que es el caso de un país petrolero que no cedió el campo ni a la improvisación ni al inmediatismo, sino que invirtió y ahorró lo que les devengaba en materia de entrada producto de la producción petrolera. Nosotros no fuimos capaces, a través de la élite gobernante, de ahorrar e invertir.

Hay otro aspecto del fracaso: el daño antropológico que ha ocasionado el chavismo al país. Un detrimento apabullante de la moral pública. En la Venezuela actual nada funciona, todo se hace mal o mal hecho. Yo puedo citar cantidad de ejemplos anecdóticos de ese deterioro de la moral pública. Una moral pública que se refleja también en el ámbito de la moral individual. Es como decir que el tejido moral de la nación estuviera desgarrado. En el centro de esa desgarradura están palpitando, como unas llagas, el odio, el resentimiento y la desconfianza. Desconfiamos inmisericordemente los unos de los otros, nos laceramos los unos a los otros de una manera inmisericorde y eso es fruto del chavismo que nos enseñó a odiar, nos enseñó a desconfiar y nos enseñó ese resentimiento. Seguramente ya estaban ahí, pero el chavismo no hizo sino exacerbarlos.

Ha dicho que siente una conexión con el poema de Rafael Cadenas, “Fracaso”, como una representación simbólica del proyecto de nación llamado Venezuela.

―Yo digo que hay que releer el poema como un antídoto, como un revulsivo, porque son varias las lecciones que nos da ese poema. Para salir del fracaso hay que empezar por reconocerlo, por aceptar que está ahí. En segundo lugar, el poema de Cadenas traza una línea no épica ni heroica de una posible salida de la situación de fracaso. Toda la psicología colectiva venezolana está marcada por el modelo del héroe. Se nos ha acostumbrado desde niños a sentir que los venezolanos nacimos como nación de una generación que es irrepetible. Es decir, todos nos sentimos crónicamente disminuidos ante la envergadura existencial, política y militar de la generación de los próceres independentistas. Eso ya estaba en el siglo XIX; cuando Juan Vicente González murió, Fermín Toro dijo: “Ha muerto el último venezolano”. Héroes sin pathos.

Rafael López Pedraza decía ¿qué es lo contrario a una sana espiritualidad? El éxito, la obsesión por el éxito. Él dice que la obsesión por el éxito es típicamente titánica. El héroe y el titán anclan modelos y paradigmas en la adolescencia. En ese sentido Venezuela es una sociedad adolescente. La adolescencia es la edad heroica por excelencia.

Si uno está obsesionado por el éxito es tácitamente un titán y un titán adolescente. El poema de Cadenas nos trae una espiritualidad que no es ni adolescente, ni titánica ni heroica; nos dice en última instancia que al centro accedemos desde la periferia, desde la marginalidad, porque es muy usual pensar a Venezuela desde la marginalidad, o sea, toda una literatura venezolana que piensa al país desde la marginalidad y eso tal vez porque la entrada de Venezuela a la modernidad ha sido siempre conflictiva, traumática y bloqueada… conflictiva… Nos hemos asumido como un país que vive militantemente la marginalidad. Pero ¿cuál es la manera de acceder al centro desde la marginalidad? Primero reconociendo, paladeando esa periferia, y después asumiéndola creativamente. Nosotros tenemos un ejemplo paradigmático en nuestra historia cultural de una marginalidad creadora, alguien que asumió la periferia con talante creador y llegó al centro desde la periferia. Es Armando Reverón. El Castillete es el emblema de una marginalidad convertida en ocasión creadora.

¿En qué tradición se siente identificado? Tráfico vino a proponer una ruptura, cada uno de ustedes tiene su propia ars poética.

―Yo siempre he sostenido que uno de los grandes patrimonios morales ligados a la historia de la poesía venezolana es la generosidad. Los poetas venezolanos en general han sido y son extraordinariamente generosos. Yo tengo pruebas explícitas de esa generosidad. Cuando yo publiqué mi primer libro, salió una entrevista que me hicieron en el Papel Literario, ese mismo día me llama Alfredo Silva Estrada, a quien yo no conocía, y me dijo que quería conversar conmigo y que le llevara mi libro. Así lo hice, fui y pasé una tarde deliciosa conversando con él. Me abrumó de cariño y de atención y me dijo que la entrevista le había parecido excelente. Yo le conté a un poeta argentino que un poeta consagrado llama a un pipiolo, un poeta que está empezando, y lo invita a su casa. “¿Eso no se da en Argentina?”, pregunté. “Eso solo se da en Venezuela”, respondió.

Yo no conocía a Eugenio Montejo cuando publiqué mi primer libro. Eugenio se comunicó por escrito y me dijo que le llevara mi libro a Gustavo Aguirre, traductor de Rimbaud y con una obra poética importantísima. Eugenio me dijo “envíale tu libro a él y dile que fui yo el de la iniciativa de decirte que lo enviaras”. Raúl Gustavo Aguirre me mandó una carta que es uno de mis tesoros, me dijo “qué buena idea ha tenido Eugenio de pedirte que me enviaras tu libro”. Montejo no solo se contentó con que yo le enviara el libro a Gustavo Aguirre, sino que le envió mi libro a un poeta que había vivido en Venezuela, que era cuadripléjico y no podía moverse, que solo podía mover la boca y la lengua; este poeta argentino publicó un texto bellísimo en la revista Poesía sobre mi libro y eso se lo debo a Eugenio Montejo.

Juan Liscano desde que yo era un adolescente tuvo una devota atención hacia mí. Producto de esa devota atención es el prólogo que publicó Mandorla para El Dios de la intemperie. Salió en Mandorla, su editorial. Fue el primer libro que publicó esa editorial. En mi conciencia de poeta jugó un rol fundamental el saber que Eugenio Montejo, Juan Liscano, Alfredo Silva Estrada, Juan Sánchez Peláez, Guillermo Sucre apreciaban mi trabajo. Por indicaciones anecdóticas que alguna vez te referiré yo me enteraba de ese aprecio. En la librería Lectura en Chacaíto, un día alguien me da un toque en la espalda; era Guillermo Sucre –no lo conocía– y me dijo “me gustó mucho tu libro”, se refería a Poemas de Quebrada de la Virgen, lo reconocí y le dije “un elogio tuyo se equipara no sé a qué”. Jugó un papel fundamental saber el aprecio que despertaba mi trabajo. La generosidad de los poetas venezolanos es proverbial. Toda la vida lo ha sido. Alberto Hernández acaba de decir una frase que me emocionó: que en Venezuela no existe el parricidio poético. Y es verdad, cómo vamos a ser parricidas cuando encaramos esa generosidad. Nosotros en Tráfico reconocimos como válida una delgada tradición de lo que nosotros nos proponíamos. Blas Perozo Naveda, Caupolicán Ovalles, Víctor Valera Mora, y una parte de la obra de Juan Calzadilla, luego Miyó Vestrini e incluso Luz Machado. La tradición con la que me identifico es muy amplia. No es solo la de los tiempos de Tráfico, la constelación de poetas en la que yo intento inscribir mi trabajo abarca a todos estos poetas desde Alfredo Silva Estrada, Juan Sánchez Peláez, Eugenio Montejo, Juan Liscano, Guillermo Sucre. Cómo negar a los poetas de Viernes, no solo Vicente Gerbasi, Luis Fernando Álvarez, Otto De Sola o anteriores incluso: Fernando Paz Castillo, Rodolfo Moleiro, Jacinto Fombona Pachano, hasta llegar a una luminaria como José Antonio Ramos Sucre, es mucho el talento poético de Venezuela. Joaquín Marta Sosa afirmó una vez algo que comparto: “El siglo XX fue el Siglo de Oro de la poesía venezolana”. En el siglo XXI hay buenísimos poetas entre los más jóvenes, aprendo todos los días de la poesía de Adalber Salas (poeta y traductor); de Alejandro Sebastiani Verlezza, de Francisco Catalano, de Raquel Abend van Dalen, de Franklin Hurtado, de José Delpino, de Graciela Yáñez Vicentini. La poesía venezolana es un océano, nutritivo y alimenticio.

¿Qué rol está jugando la poesía en este momento de catástrofe civilizatoria? ¿Por qué hay una pulsión poética tan importante en este momento? Me refiero a publicaciones y colecciones de poesía en editoriales, jammings, talleres, recitales, e incluso el nacimiento de una institución como La Poeteca, única biblioteca del país y de América. 

―Es que Venezuela es un país paradójico, porque socialmente la palabra poeta en Venezuela ha sido una palabra bastante devaluada. “¡Cómo estás, poeta, hola, poeta!”. Endilgándole esa palabra a quien no se merece. Pero, además, Venezuela es un país que no propicia estados de conciencia donde se haga posible la experiencia poética. Sin embargo, y esta es la paradoja, Venezuela cuenta con una tradición poética que es una de las principales de la lengua española. Yo puedo constatar como fruto de mi actividad tallerística, que ya tiene 16 años ininterrumpidos, que al venezolano se la da con facilidad la poesía. Es una cosa misteriosa. Los lectores de poesía en Venezuela son minoritarios y escasos, pero al venezolano se le da con enorme facilidad la poesía.

Frente a la regresión que representa el chavismo hay una contracultura activa que se le opone, y en la vanguardia de esa contracultura están los poetas. La poesía en nuestro país tiene ese empeño y esa tarea contracultural: la de oponerse a la barbarie.

Caracas, febrero 2018

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