Cuando era niña soñaba con ser veterinaria. Me imaginaba jugando con cachorros traviesos, calmando a gatitos asustados y, como era una niña de campo, realizando chequeos a los animales de granja locales si se sentían mal.
Era una vida bastante idílica la que soñé para mí, pero las cosas no resultaron exactamente así. Terminé trabajando en un matadero.
Estuve seis años allí y, lejos de pasar mis días haciendo que las vacas enfermas se sintieran mejor, me encargaba de garantizar que alrededor de 250 murieran cada día.
Coman carne o no, la mayoría de personas nunca han estado dentro de un matadero.
Son lugares sucios y mugrientos.
Hay heces de animales en el piso, ves y hueles tripas, y las paredes están cubiertas de sangre.
Y el olor… Te chocas con él como si fuera un muro cuando entras por primera vez y luego permanece en el aire. El olor de los animales moribundos te rodea como vapor.
¿Por qué alguien elegiría visitar o, menos aún, trabajar en un lugar así?
Para mí fue porque ya había pasado un par de décadas en la industria alimentaria, en fábricas de comidas preparadas y similares, así que cuando recibí la oferta de gerente de control de calidad en un matadero, me pareció un paso laboral bastante inocuo. Tenía 40 años.
En mi primer día, me hicieron un recorrido por las instalaciones, me explicaron cómo funcionaba todo y, lo más importante, me preguntaron repetidamente si estaba bien.
Explicaron que era muy común que la gente se desmayara durante el recorrido y que la seguridad física de los visitantes y de los nuevos empleados era muy importante para ellos.
Estaba bien, creo. Me sentí mal, pero pensé que me acostumbraría.
Al poco tiempo, sin embargo, me di cuenta de que no tenía sentido fingir que era un empleo más.
Estoy segura de que no todos los mataderos son iguales, pero el mío era un lugar brutal y peligroso para trabajar.
Hubo innumerables ocasiones en las que, a pesar de seguir todos los procedimientos para aturdir a los animales, los matarifes recibían patadas de alguna vaca enorme y con espasmos mientras la subían a la máquina para matarla.
Personalmente no sufrí lesiones físicas, pero el lugar afectó mi mente.
Mientras pasaba día tras día en esa gran caja sin ventanas, sentía el pecho cada vez más oprimido y una niebla gris descendía sobre mí.
Por la noche tenía pesadillas en las que se reproducían algunos de los horrores que había presenciado durante el día.
Una habilidad que llegas a dominar cuando trabajas en un matadero es la disociación. Aprendes a ser insensible a la muerte y al sufrimiento.
En lugar de pensar en las vacas como seres completos, las separas en partes del cuerpo vendibles y comestibles.
No solo facilita el trabajo, sino que se hace necesario para sobrevivir.
Ojos que miran
Sin embargo, hay cosas que tienen el poder de destruir esa insensibilidad. Para mí, eran las cabezas.
Al final de la línea de sacrificio había un gran hueco que estaba lleno de cientos de cabezas de vacas. Cada una había sido desollada y toda su carne vendible eliminada.
Pero todavía tenían sus globos oculares.
Cada vez que pasaba por ahí, no podía evitar sentir que tenía cientos de pares de ojos mirándome.
Algunos de ellos me acusaban, sabiendo que había participado en sus muertes. Otros parecían suplicar, como si hubiera manera de retroceder en el tiempo para salvarlos.
Era asqueroso, aterrador y desgarrador, todo al mismo tiempo. Me hacía sentir culpable.
La primera vez que vi esas cabezas, me tomó todas mi fuerzas no vomitar.
Sé que cosas como estas también molestaban a otros empleados.
Nunca olvidaré cuando, llevando yo algunos meses en el matadero, uno de los chicos abrió una vaca recién sacrificada para destriparla y el feto de una ternera cayó de ella. Estaba preñada.
El joven empezó a gritar y tuve que llevarlo a una sala de reuniones para calmarlo; lo único que podía decir era: «Simplemente no está bien, no está bien», una y otra vez.
Eran hombres que rara vez mostraban alguna emoción, pero vi lágrimas en sus ojos.
Las emociones en el matadero tendían a ser reprimidas. Nadie hablaba de sus sentimientos, había una abrumadora sensación de que no se te permitía mostrar debilidad.
Además, muchos trabajadores que no hubieran podido hacerlo así lo hubieran querido: eran inmigrantes, predominantemente de Europa del Este, cuyo inglés no era lo suficientemente bueno como para solicitar ayuda si tenían dificultades.
Muchos de los hombres con los que trabajaba tenían otro empleo por la noche: terminaban sus 10 u 11 horas en el matadero antes de ir a otro trabajo y el agotamiento a menudo les pasaba factura.
Algunos desarrollaron problemas con el alcohol, a menudo entrando en el trabajo con un fuerte olor a licor.
Otros se volvieron adictos a las bebidas energéticas y más de uno tuvo un ataque cardíaco. Estas bebidas fueron retiradas de las máquinas expendedoras de los mataderos, pero la gente se las traía de casa y se las tomaba en secreto en sus autos.
Estrés postraumático y depresión
El trabajo en el matadero ha sido relacionado con múltiples problemas de salud mental.
Un investigador usa el término «síndrome traumático inducido en el perpetrador» para referirse a los síntomas del trastorno de estrés postraumático (TEPT) que sufren los empleados de mataderos.
Personalmente, sufrí de depresión, una condición exacerbada por las largas jornadas laborales, el trabajo incesante y por estar rodeada de muerte.
Después de un tiempo, comencé a sentir ganas de suicidarme.
No está claro si el trabajo en un matadero causa estos problemas o si es un tipo de empleo que atrae a personas con condiciones preexistentes.
En cualquier caso, es un trabajo que te aísla y es difícil buscar ayuda.
Cuando le contaba a la gente a qué me dedicaba, recibía o una repulsión absoluta o una fascinación curiosa y jocosa.
De cualquier manera, nunca podía hablar abiertamente con nadie sobre el efecto que tenía en mí.
A veces bromeaba, contando historias sangrientas sobre desollar una vaca o manipular sus entrañas.
Pero sobre todo, me quedaba callada.
Unos años después de haber empezado en el matadero, un colega comenzó a hacer comentarios frívolos sobre «no estar aquí en seis meses».
Era un poco bromista, por lo que la gente asumió que les estaba tomando el pelo, refiriéndose a que tendría un nuevo trabajo o algo así. Pero algo me hizo sentir incómoda.
Lo llevé a una habitación contigua y le pregunté qué quería decir, y se vino abajo. Admitió que estaba plagado de pensamientos suicidas, que sentía que ya no podía más y que necesitaba ayuda, pero me rogó que no se lo dijera a nuestros jefes.
Al ayudarlo a conseguir tratamiento con su médico de cabecera, me di cuenta de que yo también necesitaba ayudarme a mí misma.
Sentía que las cosas horribles que estaba viendo habían nublado mi pensamiento y estaba en un estado de depresión total.
Necesitaba salir de allí.
Tras dejar mi empleo en el matadero, las cosas comenzaron a mejorar.
Hice un cambio de rumbo brusco y empecé a trabajar con organizaciones benéficas dedicadas a la salud mental, animando a la gente a hablar sobre sus sentimientos y a buscar ayuda profesional, incluso si creían que no la necesitaban o sentían que no se la merecían.
Unos meses después de haberme ido, me contactó uno de mis antiguos colegas.
Me dijo que un compañero, cuya tarea era despellejar las carcasas, se había suicidado.
A veces me acuerdo de mis días en el matadero. Pienso en mis excompañeros trabajando sin descanso, como si intentaran salir a flote en un océano inmenso, sin tierra firme a la vista. Me acuerdo de mis colegas que no sobrevivieron.
Y por la noche, cuando cierro los ojos e intento dormir, a veces vuelvo a ver cientos de pares de ojos mirándome.
Este relato fue redactado tal como le fue contado a Ashitha Nagesh.
Ilustraciones de Katie Horwich.
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