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¿Qué hago yo aquí?

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Toda pregunta abierta exige una inmediata respuesta. Si se formula es porque ignoramos, suponemos o intuimos lo que siempre ha estado al acecho: confesiones, revelación de secretos hasta entonces bien guardados; la identidad del asesino, los motivos de alguna discrepancia; las razones del estrepitoso fracaso político. La respuesta puede alcanzar la enormidad de la montaña que se nos viene encima sepultando la escuela donde más de ochenta niños tratan inútilmente de explicarse por qué dos y dos son cuatro en lugar de veintidós; puede sobrepasar la violencia del río que se desborda inundándonos por dentro.

Isaac Chocrón me enseñó un elemental mecanismo de autodefensa. Él recibía diariamente docenas de invitaciones de variada naturaleza. Las estudiaba con atención y en cada una se preguntaba: ¿Me veo allí? Era como si se cuestionara a sí mismo en plena reunión, mirando a los demás invitados: ¿Qué hago yo aquí? Entonces, cuando en verdad no lograba verse allí desechaba la invitación.

Desperté esta mañana, descorrí las cortinas del ventanal que da al jardín y permite ver claramente la azul profundidad del cielo. “¡Permanezco vivo!”, me dije. ”¡Sigo acercándome día a día a los noventa, una edad que no alcanzaron a vivir mis amigos de tragos, libros y díscolas aventuras!”. Y, de pronto, sin saber por qué, me asaltó la pregunta que desde hace algún tiempo también desorienta mis pasos: ¿Qué hago yo aquí!? y es para no creer lo que digo. Apenas bebí el tazón de café, subí a mi lugar de trabajo. Me enfrenté a la computadora, abrí la desordenada gaveta del escritorio y vi un papel doblado en cuatro y vapuleado por el tiempo. Lo desplegué y era una carta fechada en mayo de 1986, en Madrid. Una carta de Salvador Garmendia cuando se desempeñaba como consejero cultural de la Embajada de Venezuela. Me estremecí de estupor porque en ella mi amigo se hace la misma pregunta que acababa de asaltarme mientras me asomaba a ver el azul del cielo.  “¿Qué hago aquí, en Madrid?” Y a continuación, Salvador escribe: “Y me acuerdo de Bedford, el personaje de H. G. Wells en el Viaje a la luna, cuando al encontrarse solo en medio de la noche del espacio, se pregunta, desanimado, ¿por qué habíamos ido a la luna? Y esa pregunta golpea en medio de sus elucubraciones y va formando círculos que se vuelven cada vez mas grandes y casi imposibles de abarcar. ¿Por qué había nacido en la Tierra? ¿Por qué tenía vida? ¿Por qué existía…? Porque en definitiva, concluye Salvador, no se trata de averiguar qué hago aquí, en Madrid, sino de preguntarnos qué hacemos todos aquí: un aquí universal, vago e incomprensible”.

Pero Salvador escribió estas reflexiones en un tiempo en el que el país venezolano no padecía la insania de un socialismo desventurado, rígido y de izquierda delirante y España no atravesaba una crisis política de facineroso desacierto como la que padece en la hora actual.

La pregunta que hoy nos hacemos no pretende abrazarse a una necia retórica filosófica o por simple gusto de jugar con las palabras. ¿Qué hago yo aquí? trata de indagar en el por qué de la propia pregunta.

Si yo fuese un político de oficio, opositor o enchufado, se entendería que vivo en un país arruinado por un régimen militar despiadado, y sin embargo sigo viviendo en él porque me enriquecen sus dólares. Pero no soy político ni enchufado y tampoco me enorgullecen los desvaríos de una delicuescente oposición. Me anima, al menos, imaginar que puedo evitar un exterminio total. ¡Pero no sé cómo lograrlo!  Soy un ser que pasa por la calle igual a los que van de un lado a otro; un hombre de la cultura nacido en un país absurdo y petrolero que niega por igual a la belleza y a la sensibilidad. Sé que la poesía pesa menos que el viento y carece de fuerza para demoler a gobiernos ilegítimos. Si fuese militar activo, de esos que constantemente limpian y aceitan sus armas y mantienen lavados sus cerebros acataría en posición de ¡firme! las órdenes del sátrapa, traicionando juramentos y acarreando sumas de dinero robado para el paraíso fiscal oculto bajo mis medallas y condecoraciones. No. ¡No soy militar!

Pero cuando veo el desastre que ha pulverizado al país que me vio nacer me pregunto: ¿Qué hago yo aquí? y la respuesta me enardece y me subleva porque no hago nada y al mismo tiempo, hago todo, es decir, me niego a irme; permanezco de pie en medio de la devastación y quiero pensar que mi presencia puede servir de espejo de lealtad y rescate de una dignidad que creía perdida. Entonces siento que dentro de mí la poesía se vuelve un arma poderosa; tan poderosa como inútil es el canto del ruiseñor. Ese canto, sin embargo, pone a temblar a los déspotas del narcotráfico y hace que mis amigos ya idos reaparezcan y me deleito al verlos bellos, díscolos y sensibles. Escribo sobre mi mujer muerta hace ya varios años y me estremece la gloria de saberla junto a mí convertida en un águila de perfecto vuelo y yo en un ser luminoso como los relámpagos que estallan en la noche. Y percibo a los perversos del poder enmudecer al mirarse unos a otros.

Es lo que hago y es lo que explica por qué no me he ido con mis viejos huesos a otro lugar menos maltrecho. Muchos años de mi vida los he dedicado al cine, a desentrañar los misterios de su sintaxis y considero poco ético abandonar la sala de proyección antes de finalizar la película. Es lo que me obliga a permanecer en el desdichado país para ver cómo acaba esta mala y odiosa película bolivariana o cómo termina por desvanecerse o por adquirir consistencia y eficacia la siempre anhelada solidaridad internacional o si, por el contrario, todo va a resolverse con pactos y nuevas traiciones que permitirían a las criminales conciencias abandonar el país con las fortunas robadas y descomunales montañas de atrocidades. Puedo imaginar también que una concertada invasión de armas y voluntades procedentes de varios países sea capaz de echar a la ferocidad del mar no a estos falsos políticos sino a los verdaderos azotes delictivos. Aquel panameño vulgar llamado Noriega amenazaba al mundo con un machete, pero comparado con los bolivarianos resulta un niño de pañales, tetero o biberón.

Pero ocurra lo que habrá de ocurrir, siempre estaré mirando al Ávila  aguardando con jubilosa esperanza la respuesta a la inevitable pregunta que nos hacemos diariamente: ¿Qué hago yo aquí?

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