La tolerancia se ha vuelto, como es bien sabido, en los últimos tiempos un asunto de escasísimo uso. Igualmente, trenzar una productiva discusión que incentive y fortalezca el disenso fértil se ha convertido poco menos que en una extravagancia.
Precisamente, las dos mayores virtudes: tolerancia y respeto, que cultivó nuestro brillante epistemólogo venezolano Rigoberto Lanz a lo largo de su existencia
Admitía, el reconocido profesor universitario, con respeto absoluto, todas las opiniones que provenían en sentido contrario a la suya; al tiempo que procuraba pesquisar una arista aprovechable de cada palabra antagónica proferida, para hacer brotar inmediatamente, desde su proverbial intuición –y formación académica– una síntesis superadora de ideas: la que escuchó, la que él colocó en contrario y la que afloró producto de tal juntamiento (Hegel, dixit).
¿Resultado de este hermoso entramado? Cada quien quedaba satisfecho y crecía intelectualmente.
Hemos conseguido, en nuestra vida universitaria, muy pocas personas como el maestro Lanz, quien tenía una grácil y elegante manera de “construir elucidaciones en caliente”. Responder sin titubeos; porque, sabía calibrar la superficialidad y profundidad de su discurso, conforme al contexto. Sabía pensar sobre la marcha elementos metonímicos (designar una cosa por otra, que guardan cierta relación semántica) para reforzar lo que deseaba decir.
Habiéndonos conseguido siempre en parcelas ideológicas distantes, disfrutábamos sin limitaciones con la sana confrontación -dialéctica, tal vez- que las adversidades en sí mismas provocan.
Ciertamente, él había sido un digno problematizador. Nos incitaba al debate; y si las cosas habían quedado inconclusas, impulsaba al diálogo mucho más escrutador.
Rigoberto hacía de los espacios académicos su ambiente de regusto, sin llegar jamás a la domesticación. Poseía y asumía la natural cualidad de no dejarse encallejonar ni adocenar en corrientes de pensamientos inconsistentes. Los mandaba bien largo al cipote.
Cuánto orgullo haber disfrutado de su sincera amistad: creada, cultivada y proyectada en base a los constantes intercambios de opiniones abarcativas de las insondables parcelas de la realidad.
Abonaba siempre para engrandecer nuestra confianza y afectos.
Bastó su sola invitación para intercambiar ideas; entonces de esta manera auténtica y legítima se hizo nuestro ductor en el doctorado en ciencias sociales de la UCV e impulsor de los seminarios del Centro de Investigaciones Postdoctorales (Cipost), en “la casa que vence las sombras”, donde participamos.
Lo invitamos, con regusto, a dictar una conferencia en Tucupita, para cursantes de posgrado. En tal hermoso evento, Rigoberto no tuvo recato en exponer que la vía que consideraba más expedita para constituir la Universidad para el presente tramo civilizatorio, en tiempos de incertidumbres, era mediante el caos. Y lo expuso, de modo explícito y con la mayor sinceridad:
«Considero que sólo caóticamente se puede transformar a la universidad; es decir por irrupción, por movimientos inesperados…Por el aleteo de una mariposa que provoque un huracán, es decir por el planteamiento de ideas como las que se están presentando en este foro que pueden generar los cambios que revuelvan a la universidad”.
Con fuerza y autoridad lo dijo; por cuanto, le confería a la Universidad un carácter de sistema sensible, extraordinariamente dinámico. No se constreñía para explayar lo que consideraba justo y apropiado.
Rigoberto abrigó, hasta sus últimos días, la aspiración a la Universidad transformada a partir de la cotización que insurgiera de su interioridad; aunque produjera resistencia de algunos y causara vértigos en otros.
En la medida en que uno va leyendo y releyendo la prolija obra de Rigoberto, se le van construyendo nuevas imágenes; renacen derivas de ideas y desafíos para estructurar -por la vía del libre albedrío- categorías para intentar discernir lo que había quedado a un costado del camino.
Rigoberto supo atrincherarse de un pensamiento denso y apropiado para la necesaria confrontación intelectual, en estos tiempos de descalabros de “pisos sólidos” (G. Vattimo) y valores inaugurados por el proyecto de la Modernidad ilustrada.
El maestro Lanz nos recordaba, con insistencia como anécdota, que si acaso emergía alguna filosofía seria en América Latina no nacería precisamente a partir de los filósofos, sino por voluntad de los literatos.
Aún escuchamos la constante prédica de Rigoberto ante las hipocresías (“babosadas”, las llamaba) de quienes pretendían hacer saber que lo estaban cambiando todo.
“Es preferible la restauración de un viejo pensamiento fundado en nuevo modo de pensar que la fantasía de los nuevos Pensamientos que ocultan la misma vieja manera de pensar”
Eternamente orgullosos de ti, Rigoberto; porque nos enseñaste a dudar hasta de lo que nos enseñabas.
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