Vivimos en un mundo al revés, comenzando por nuestra patria. Este debería ser un tiempo de reflexión, de convivencia, de espera y perseverancia por lo bueno. Pero no, es más bien un tiempo de violencia, de intolerancia extrema, de autosuficiencia, de imposición del poder.
¿Esto puede cambiar? No lo sabemos con certeza. Nadie lo sabe. Incluso la situación se puede agravar. No obstante, nada de eso nos debe arrinconar en la resignación. Al contrario, nos debe renovar el ánimo para seguir luchando.
No se lucha porque se tenga la seguridad absoluta de triunfar. Se lucha, muchas veces y esta es una de ellas, porque es un deber. Y le cabe el apellido «patriótico», ya que de eso se trata: de luchar por nuestra patria que ha sido secuestrada y es sojuzgada y depredada.
El fin de la lucha está claro: abrir una etapa de reconstrucción nacional, democrática, productiva y con justicia social. Verdadera justicia social, la que se afinca en el bien común. Y una etapa que se pueda sustentar en un camino sólido. Una etapa duradera.
Los medios tienen la amplitud que la Constitución formalmente vigente, no sólo consagra sino que exige. En ese sentido no hay lucha fácil. No son pocos los que enmascaran su connivencia con la hegemonía –desde un ámbito supuestamente opositor–, para crear la impresión de que la lucha es más o menos de política convencional, con la participación en tramoyas comiciales, y diálogos de opereta.
Algunos actuarán así de buena fe, no sé; pero otros definitivamente, no. Le hacen un gran daño a la causa democrática al tiempo que colaboran en el continuismo de la hegemonía.
Sí, es tiempo de seguir luchando. Cuando las cuestas parecen más empinadas, o lo son. Cuando para decirlo con otra frase conocida: no se ve la luz al final del túnel. Cuando el conjunto de la nación se encuentra así, es que se fortalece el deber de luchar, sin miedo y con los pies sobre la tierra.
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