La Corte Internacional de Justicia ha dictado sentencia sobre su jurisdicción para conocer de la controversia sobre el Esequibo. Por catorce votos contra cuatro, la Corte ha decidido que es competente para conocer de la demanda interpuesta por Guyana en contra de Venezuela, pidiendo a la Corte que declare la validez y efecto vinculante del Laudo de París, del 3 de octubre de 1899. Venezuela decidió no comparecer en el procedimiento ante la CIJ, aunque, en un memorándum, hizo saber sus objeciones a la competencia de la misma.
La Corte ha respondido, en forma razonada, a cada una de las objeciones de Venezuela a la competencia de la Corte, y las ha desestimado como carentes de fundamentos. En algunos casos, esa respuesta era previsible; en otros, no ha sido porque a Venezuela no le asistiera la razón, sino porque argumentó esas objeciones de manera deficiente. Había otras razones para sostener que la Corte carecía de competencia; si, desde la Cancillería, se hubiera prestado más atención a este asunto, y si se hubieran esgrimido otros argumentos, con toda certeza, la sentencia de la Corte también los hubiera examinado.
Ahora estamos en una nueva fase del procedimiento ante la Corte, y Venezuela tendrá que reevaluar su estrategia y pulir sus argumentos. Ya no sirve insistir en que Venezuela no reconoce la jurisdicción de la Corte. De acuerdo con un principio bien establecido de Derecho Internacional, que se hizo explícito desde fines del siglo XVIII por las Comisiones Mixtas creadas por el Tratado Jay, es al tribunal internacional al que le corresponde decidir sobre su propia competencia; sobre esto la Corte ya emitió su veredicto, y no hay nada más que discutir.
Una vez que la Corte ha establecido su competencia para conocer del caso, tal vez, Venezuela debería reconsiderar su decisión de no participar en el procedimiento, y debería proceder a designar un juez ad hoc. Ahora, lo que está en discusión es la nulidad o validez del Laudo, y sería bueno que los argumentos de Venezuela se hicieran oír en los estrados judiciales. Pero, cualquiera que sean los pasos a seguir, ellos tendrían que ser debidamente meditados y compartidos con los distintos sectores nacionales, incluyendo -por supuesto- a la Asamblea Nacional y a todos los partidos políticos. Un comunicado oficial de la Cancillería, adoptado en forma soberbia y apresurada, descartando de plano algunas opciones que deberían reconsiderarse, y sin haber sido consensuado, no es el camino más acertado.
El Laudo de París no es nulo como consecuencia de lo que pueda revelar el memorándum de Mallet-Prevost, sino porque, independientemente de la existencia de ese documento, el laudo fue adoptado por una instancia más política que judicial, en donde una de las partes en la controversia estuvo representada y la otra no. El juicio arbitral se caracterizó por no respetar el debido proceso y la igualdad de las partes, ocultando pruebas a los abogados de Venezuela, e impidiendo que evidencia relevante se ventilara en el Tribunal. El laudo estuvo irremediablemente viciado desde su inicio; al leerlo, salta a la vista su desprecio por las reglas acordadas por las partes, por el exceso de poder, por decidir sobre asuntos que no se habían sometido al conocimiento del tribunal, y por una falta absoluta de motivación de lo decidido. El memorándum de Mallet-Prevost es, a lo sumo, una prueba adicional de alguna de esas irregularidades. La nulidad de un laudo así viciado no tenía que ser alegada ni, mucho menos, declarada por un tribunal. Un laudo de esas características es inexistente, y tiene el mismo valor que un billete de 34 dólares, emitido por el Banco Central de Ciudad Caribe, con errores ortográficos y una tinta que se corre, y firmado por Cristóbal Colón. Ahora, la Corte pide que se le muestre porqué ese billete es falso.
Siendo éste un asunto de Estado, no es algo que se pueda manejar con ligereza, dentro de las cuatro paredes de un salón oscuro en la Cancillería o en el Palacio de Miraflores. Quienes representan al Estado tienen la responsabilidad de adoptar una estrategia apropiada, que responda a lo que ahora está planteado ante la Corte y a lo que es el interés nacional, buscando el consenso de los representantes de los sectores políticos, académicos, religiosos, sindicatos independientes (si todavía existe alguno), y las organizaciones empresariales que hacen vida en el país. De lo contrario, un resultado adverso, que se traduzca en la pérdida definitiva de una porción del territorio venezolano, será responsabilidad única y exclusivamente de quienes, de facto, hoy ejercen el poder en Venezuela.
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