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Christopher Nolan ha estrenado el único blockbuster de acción de 2020, desatendiendo los llamados de los estudios a archivar material hasta que cese la pandemia.

El del autor puede que sea un gesto de resistencia ante la uniformidad de posiciones sobre cómo trabajar en la cuarentena, desde la plataforma convencional de los multimedios.

Tenet, en efecto, es un artilugio costoso e incómodo, acaso el filme de una época que fenece a consecuencia de las restricciones del confinamiento.

La película nunca llegó a ser lanzada en Venezuela, porque la dictadura mantiene cerradas las salas, seguramente para comprarlas a precio vil más adelante.

La tiranía quiere copiar el formato del sistema chino, al monopolizar el negocio de las salas oscuras e imponer cuotas de exhibición y censura a las distribuidoras extranjeras.

El Partido Comunista administra los residuos y los escombros de su crisis inducida.

Por tanto, la cinta sufre el escarnio de la piratería y se altera la concepción original del autor, quien denuncia ser víctima de una programación negativa a sus intereses.

En medio de toda la polémica, Warner tomó la decisión de proyectar sus títulos de forma simultánea en HBO Max y las pantallas oscuras.

Antes se esperaba un tiempo aproximado de 90 días, para favorecer la explotación del mercado doméstico e internacional en la parrilla del theatrical.

Luego, las cintas tenían la autorización de circular y pactar acuerdos de transmisión por los diversos canales de la web.

En 2020 se rompió la tradición y las reglas del juego cambiaron para siempre.

El nuevo protocolo beneficia los servicios de streaming de Netflix, Disney Plus y Amazon, los tres grandes vencedores del cisma corporativo en el año del covid-19.

Las demás empresas han tenido que adaptarse para sobrevivir.

Todavía los expertos y especialistas debatimos el alcance de la medida, el impacto cultural y social de priorizar la difusión de contenidos a través de las interfaces digitales.

Está claro que los principales derrotados de la temporada son los proyectos de alto presupuesto, cuya hegemonía duró cerca de cuatro décadas, desde los bombazos de los setenta como Tiburón, Guerra de las Galaxias y El exorcista.

Las colas llenaban cuadras enteras de fanáticos, el dinero fluía alrededor del mundo, nunca se pensó en reinventar el modelo.

Por el contrario, la meca se embarcó en una escalada kamikaze, inflando una burbuja de títulos colosales que estalló en marzo.

El verano pasado será recordado como el peor de la historia, al impedirse la comercialización de los parques temáticos que rompen la taquilla.

La industria sustentó su estabilidad y viabilidad económica en la reproducción mecánica de franquicias, de juguetes caros y estrafalarios.

Los últimos meses dieron al traste con el paradigma de Marvel, de los superhéroes, de las sagas dominantes, atomizando y diversificando la oferta.

Tamaña fragmentación arroja cuestiones buenas y malas. Por un lado, estimula el renacimiento de la independencia y del ingreso de olas emergentes. Ya no existe el faro del fin de semana, el éxito del box office que unifica el trabajo del gremio.

Los mismos críticos se amoldaron al esquema, convirtiéndose en burócratas subpagados de Darth Vader y los Vengadores. Solo debían asistir a la gala de opening y reseñar el centro de atención del mes.

El coronavirus trajo una selección natural, a la inversa, al provocar la vigente dispersión del sector.

En tal sentido, se abre un panorama interesante y prometedor, en el que periodistas y creadores deben emplearse a fondo para descubrir el auténtico fenómeno de masas.

A falta de un contador automático de tickets, los cronistas emprenden su propia cacería en pos de una ficha preciada.

Mientras la normalidad tarda en volver, los festivales se animan a competir con las plataformas del mainstream y acaparan las coberturas de prensa.

Por ende, Tenet pertenece a una era en vías de disolución por el contagio.

En su condición de tanque anacrónico, el largometraje resulta un ejercicio de autodestrucción, como si Nolan anticipara la fragilidad del planeta que se arma y desarma en vivo, a merced de una plaga atómica.

Confieso que he quedado prendado de la maestría técnica del filme, en sus set pieces y montajes surrealistas, facturados por un tributario consciente de David Lynch, Brian de Palma, Stanley Kubrick y Alfred Hitchcock.

Imaginen una especie de miniserie de 3 horas, con diálogos aparentemente explicativos que desencadenan montones de despistes, experimentalismos arbitrarios, preguntas incontestables, personajes descabezados que se pierden en la traslación.

El protagonista entra y sale de una suerte de videojuego terrorífico, cual espía de una misión imposible esquizofrénica y bipolar.

El guion redunda en estereotipos y argumentos trillados, del thriller conspirativo, pero subvierte el canon posmoderno del mero reciclaje pop, con un agudo diseño de capas y espirales de acción.

La experiencia de inmersión cautiva e hipnotiza los sentidos, incentivando la capacidad intelectual de cerrar el discurso.

Tenet sigue la premisa del autor, al establecer un diálogo con Following, Memento, Interestellar e Inception.

La paradoja del mensaje radica en su crítica de la megalomanía de un villano sofisticado, que es detenido y repelido por la ética de un grupo comando de nobles mercenarios.

Nolan se ubica en el límite de sus figuras ambivalentes, elevando una arquitectura milagrosa y pesadillesca que resume el bucle maldito de nuestra entropía.

¿Quién nos salvará del derrumbe de la torre de Babel, de la clausura de un ciclo, del colapso de la montaña rusa de Hollywood?

La respuesta está en el título. Tenet simboliza un algoritmo estético del que no hay escape.

Una señal del laberinto contemporáneo, arrojada a un abismo de sentido.

La obra de un caballero de la noche que entendió la debacle de su castillo, de su gesta, de su mitología.

Ni más ni menos que una película fantástica, bella y arrebatada en su desmesura artística.

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