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Claroscuro doloroso: Hollywood según David Fincher

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Herman Mankiewicz, era un hombre desagradable. Lo dicen sus contemporáneos, su hija e incluso, las numerosas y a menudo benévolas biografías que tratan de comprender a uno de los personajes más enigmáticos del Hollywood dorado. El verdadero Mank — que volvió a la pantalla gracias a David Fincher — era un alcohólico y ludópata de cuidado, además de un escritor brillante y uno en especial dotado para historias de considerable complejidad. Pero también, estaba lleno de prejuicios, temores y manías. En más de una ocasión se le acusó de “estar al borde de la cordura”. Uno que pasó una lucha creativa por escribir uno de los guiones más recordados de la historia, que se sentía humillado por ganarse el pan con algo tan trivial como el cine. Este hombre extraño y duro, es quizás uno de los grandes enigmas de una época cinematográfica compleja.

Mank tenía escasas esperanzas con respecto al resultado del Ciudadano Kane. Después de todo, compartía trabajo con un monstruo ególatra que terminaría llevándose todo el crédito, era una historia complicada y venía de un considerable fracaso en el mundo de la dramaturgia. De modo que aceptó el trabajo porque no tenía otra alternativa: después de sufrir un accidente automovilístico, se convirtió en una víctima de su perpetúa ambición por la fama y Hollywood, en un enemigo a temer. La cuestión era tan simple como peligrosa: Mank necesitaba crear algo de valor. Era una apuesta para un hombre ambicioso, que además, era adicto al riesgo. Escribir algo poderoso, que pudiera reivindicar cada fracaso en su vida y otorgar sentido a su talento  — el anuncio latente—  en medio de una industria caníbal. Todo mientras los dolores le carcomían, sometido a una especie de frontera que acababa en la puerta de la habitación. Escribir mientras recuperaba la salud, sin alcohol ni otra cosa que la codicia de trascender. Lograrlo a pesar de la incredulidad general. Lograrlo a pesar de sí mismo.

Y lo logró. Mank creó uno de los grandes guiones de nuestra época, que se convertiría a su vez, en una obra fundacional del cine. Recibió 10.000 dólares a cambio y ningún crédito. Fue entonces cuando llegó la debacle, la lucha contra la oscuridad y la desesperación. Porque el escritor ahora deseaba ser reconocido, apoderarse de la obra en medio del cautiverio, atrapado en una situación compleja cada vez más desconcertante y dura.

Todo lo anterior lo relata David Fincher en su filme más reciente: Mank, en el que Gary Oldman encarna al escritor y el director desde una humanidad nerviosa que asombra por su elocuencia. De hecho, en una de las escenas Fincher muestra el rostro desencajado y cansado de Mank en un largo primer plano que asombra por precisión. La luz cae sobre sus hombros, el reflejo divide su rostro cansado y ajado en dos: cada mitad relata una historia distinta. La cámara lo observa, pero también lo muestra como el hombre abrumado por el peso de la historia que es, como el protagonista de un dilema que no le pertenece y que al final, es un mero símbolo de un mundo en decadencia. Con una única y pulcra secuencia, Fincher nos dice todo lo que  —por el momento—  desea sepamos sobre el personaje. O al menos, cómo lo analizamos a la distancia de las décadas.

La película tiene un ritmo y un tono particular, que le hace de inmediato, conectar con la sensación que observamos lo que pudo ocurrir — o lo más cercano que pudo ocurrir — , alrededor de la creación del clásico fundacional Citizen Kane de Orson Welles. No es una película común y es evidente, que ni el guionista —el difunto padre del director, Jack Fincher— o el realizador, deseaban que lo fuera. Por momentos, el argumento parece flotar en docenas de temas distintos, en líneas paralelas que transcurren de un lado a otro, mientras el Hollywood vivo y perverso, lo mira todo desde la periferia. Por supuesto, Fincher es un cineasta astuto y sabe que relatar una historia semejante desde una distancia prudencial, podría consumir lo que realmente desea contar. El realizador, no está interesado en ensalzar o mostrar devoción por una de las películas esenciales para entender el cine moderno, sino lo que ocurrió detrás de bambalinas, para llegar a la pantalla grande. Y para ello, sigue el recorrido del supuesto verdadero guionista de la obra, Herman J. Mankiewicz, en medio de la creación de un monstruo opulento que en algún punto, antes o después, le devorará. Porque Citizen Kane no es solo un filme: también es una puerta abierta hacia un Hollywood en disputa por el poder. Fincher toma nota de todo lo anterior y lo transforma en un mundo encajado a la fuerza dentro de otro mundo, en una pieza en una reflexión y revisión de un mito. Y lo hace con una pulcritud técnica y de discurso que asombra por su precisión.

Fincher está obsesionado con la naturaleza humana y Mank no es la excepción. No habrá asesinos en serie que observar ni tampoco, criaturas violentas que mostrar en escenas radiantes, pero Herman J. Mankiewicz es también una rara avis de considerable interés que la cámara del director sigue con cuidado y que analiza a través del claroscuro — extraño y mordaz — de su comportamiento. Gary Oldman crea un personaje asombroso, con infinitas graduaciones morales en un escenario construido a mayor gloria de la dualidad: el blanco y el negro se fusionan para sostener un lenguaje brillante a nivel visual, que sostiene un drama intelectual sobre la pertinencia de la obra de arte, las batallas entre el poder — y los poderosos — , además de por supuesto, los hilos que se mueven al fondo del telón en un mundo insular en la que la fama es una medida de gracia o de la cualidad destructiva de cada uno de los personajes. Fincher sabe a dónde mirar para encontrar la fealdad y la belleza, para seguir el tránsito de la inquietud, el miedo y la traición. Esta es una película de batallas espirituales secretas y también, un recorrido fastuoso por la caída tumultuosa en los infiernos de hombres en busca de una fallida forma de redención.

Para Fincher, componer una obra semejante, supone debatir el mito de Orson Welles desde sus cimientos y desde una perspectiva complicada. Para comenzar, el guion reflexiona sobre la probabilidad que el inmenso ego de Welles haya consumido a todos a su alrededor. La historia disecciona la creación de la obra magna hasta crear un debate sobre la mera posibilidad que el mito en el que se basa buena parte de la obra del director, sea falso. Además, la película parece basarse en forma lejana y libre en el ensayo del 1971 “Raising Kane” de la crítica de cine estadounidense Pauline Kael, en el que la autora reflexiona con cuidado sobre la posibilidad que Herman J. Mankiewicz fuera de hecho, el autor único del guion y que Welles, criatura voraz donde las allá, se haya limitado a reconstruir la historia a la medida de su codicia. Fincher no intenta explorar la polémica tesis, sino que la da por hecho y muestra una especie de búsqueda espiritual de piezas que encajan en medio de un panorama en que la trascendencia a la fama lo es todo. Y más allá de eso, es una búsqueda insistente y feroz de la percepción del hombre como elegía: el Herman J. Mankiewicz de Oldman es una criatura que evade explicaciones sencillas, que lucha y se muestra en mitad de una salvaje concepción de la ambición. Todo mientras Fincher hace un recorrido por el Hollywood perdido, a medio construir, el que se recuerda con nostalgia. Solo que en lugar de admiración, muestra cierto desagrado, una nota amarga que será el hilo conductor en toda la película.

El tiempo es muy importante en Mank: tanto para narrar los hechos que rodearon a la película más respetada y analizada de la historia, como para reflexionar de forma directa sobre el hecho del poder en un mundo a escala del real como es Hollywood. Mankiewicz fue a menudo difamado, menospreciado, señalado pero también, encumbrado por voces que le consideraban una mezcla de genio y oportunista. Fincher toma toda esa pesada amalgama sobre el personaje y los transforma en capas, cuidadosas y brillantes, acerca del recorrido y la concepción de la culpa, la pérdida de la identidad en mitad de dos escenarios paralelos: Desde el Mank convertido en un paria de su propia historia hasta el que fue una luminaria por derecho propio, Fincher va de un lado a otro como la celebración de un ídolo roto y tan frágil como para venirse abajo a la menor provocación.

En una película semejante, hay muchísimas piezas sueltas que se sostienen unas a otras con cuidado. Fincher tiene una habilidad asombrosa para ordenar información suelta hasta crear una narración coherente y Mank es el mayor de sus experimentos visuales y narrativos. Uno que además, funciona bien y sin duda, le llevará a la noche de los Oscar como mejor director. La belleza plena y exquisita con el ojo del director muestra la mezquindad, el oprobio y la codicia podría ser una obra de arte por sí misma, a la que además hay que añadir un peso considerable de puro y ardiente impulso narrativo. Fincher necesita narrar esta historia misteriosa de un Hollywood misterioso y lo hace bien. Lo hace de forma elegante, sofisticada y primorosa, pero también con una fina crueldad que en ocasiones pasa inadvertida hasta que golpea en pleno rostro al espectador.

La película es un ciclo que comienza con Mankiewicz recibiendo el encargo de escribir un guion para Orson Welles (un deslucido Tom Burke), y gira en círculos para contar varias historias a la vez, que se completan de forma coherente gracias a la habilidad de Fincher para entender que su personaje, habita un laberinto mental. Además, toma la curiosa decisión de convertir a Welles (que apenas aparece y tiene la connotación de una rara figura insustancial), lo que hace vivir al personaje de Oldman a su sombra, protegido y devorado por algo más grande que no entiende bien de dónde proviene. A su vez, el director de MGM, Louis B. Mayer (Arliss Howard) es una especie de espacio de equilibrio entre el descomunal ego del genio, el genuino talento de Mank y todo lo que ocurre a su alrededor. Por último Irving Thalberg (Ferdinand Kingsley), es un hilo a punto de romperse entre ambas cosas, un peso que se sostiene con dificultad sobre el poder de Hollywood, convertido en una necesidad insatisfecha de fama y sostén creativo.

Con distancia, Mank es la película más ambiciosa de David Fincher y sin duda, la mejor: un tablero de ajedrez a gran escala que combina con eficacia una historia incómoda, la cuestión del mito en desgracia y al final, la sombría belleza de una criatura incómoda como lo es Mankiewicz, que no encaja en ningún lado ni parece ser otra cosa, que un peón a un punto de sucumbir a una estrategia agresiva para solo desaparecerlo de la historia. Y allí, es cuando Fincher brilla en todo su talento: la cámara vuelve a mirar a Mank, lo observa, lo analiza, lo satiriza, lo deconstruye, le resta peso. Todo mientras la belleza de la película hace prodigios con la imaginación y los espacios. Para su última escena. Mank es un juego de artificio repleto de emociones profundas y turbias. Una escala de valores que Fincher conoce mejor que nadie y que en esta película, alcanza su punto más alto y depurado. Una pequeña joya que quizás, sea la gran película de este atípico y accidentado 2020.

 

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