Hace una semana y a manera de consulta le comenté a mi fraterno amigo Héctor Silva Michelena que me proponía enviarle una carta a ese ente abstracto que llamamos oposición, porque sus desencuentros se habían convertido en un tormento no solo para mí sino para todos los venezolanos; porque nadie puede entender que, ante un enemigo tan peligroso y criminalmente dispuesto a acabar con todo por permanecer en el poder, las fuerzas opositoras que, se supone, representan a más de 80% de los venezolanos que rechazamos el castrocomunismo, en vez de crecer y multiplicarse en la unión, prefieren atomizarse en los desencuentros; que en vez de hacerse fuertes sumando a sus fortalezas, las de las otras, se desgastan en peleas y discusiones inútiles, sin darse cuenta de que por esa vía corren el riesgo de perder toda credibilidad.
Debo confesar que la carta no ha sido escrita porque en todos los años que tengo ejerciendo mi oficio de escritor, no había encontrado un tema que desnudara tanto el sentimiento de impotencia que me invade cuando, como en este caso, el tema se me convierte en un laberinto, sin entrada ni salida.
Reviso a fondo todo el escenario, pongo sobre la mesa los datos reales, las visiones de propios y extraños, sumadas a esa confusión que se forma cuando se unen en un intragable pasticho falsas noticias, intenciones perversas y deseos que no preñan, y solo puedo sacar como conclusión que, justamente, en el sector que debe tener mayor claridad en esta lucha, los exabruptos están a la orden del día, que en la medida que la distorsión de los hechos con intenciones ocultas que tanto usan los desestabilizadores de oficio avanza, la meta se hace más lejana y los caminos para llegar a ella se hacen más confusos.
Tomo el historial de los protagonistas de este drama nacional, evitando todo prejuicio, y veo a muchos de ellos con piedras en la mano tratando torpemente de romper el único bombillo de luz que todavía alumbra la calle; otros no se cansan de repetir aquellos discursos esponjosos envueltos en la retórica, rimbombante y pretendidamente heroica, que nunca llegan a nada; otros asumen la vestidura de la infalibilidad con tonos salomónicos; otros tiran la piedra y esconden la mano; otros esperan el desarrollo de los acontecimientos para luego dar el salto clásico del oportunista, en fin, los hay de todas las especies en nuestro foro político y, por supuesto y por altísima fortuna, están aquellos que con la vista al frente y la cabeza erguida, hablan y actúan en serio, se la juegan completa, tropiezan, se levanta y siguen de pie y en la lucha y he aquí la trágica paradoja: nunca dejan de ser el blanco de los fusiles de la impaciencia, el inmediatismo, la mediocridad, la maledicencia, el oportunismo, y la intriga.
Las pruebas de semejante conducta hay que buscarlas en esa galería crítica, muy activa y en ocasiones furibunda, que se expresa no solo en las redes sociales, sino en declaraciones, artículos y en ese nuevo vehículo de efecto inmediato que es el tweet, instrumento que se utiliza más para el insulto que para la divulgación de valores que se deben defender. Allí podremos encontrar el auge y la caída de la Coordinadora Democrática, de la MUD, de Enrique Mendoza, de Rosales, de Capriles, de Ramos Allup, de Borges, de Leopoldo López, a quien le debemos que buena parte de la tragedia nacional, gracias a su sacrificio, fuese del conocimiento de la comunidad internacional. Todos pasaron de héroes a villanos, y ahora más recientemente a Juan Guaidó, quien, muy lejos de estar vencido, “la gente lo sigue reconociendo como el líder representante de la esperanza”, aun cuando las acusaciones y ataques en su contra arrecian cada día más, por obra y gracia de la furia extremista, lo cual me hace pensar que no hay forma ni manera de ponerlos de acuerdo y mucho menos hacerles ver la conveniencia de bajar el tono insultante del lenguaje.
Y lo peor del caso es que en este momento verdaderamente crucial, en el que el escenario dominante es la propuesta de la mediación noruega, con la que está de acuerdo, dicho sea de paso, toda la comunidad internacional, incluida aquella que apoya al régimen, tratando de encontrar una solución pacífica a nuestra tragedia, que conduzca a unas elecciones libres, no se han hecho esperar los cañones del extremismo contra el diálogo, la negociación, las elecciones, señalando como culpable nada más y nada menos que a Juan Guaidó, el único líder que todavía mueve a la gente con su discurso. Lo más curioso del caso es que los únicos que se oponen radicalmente a ese llamado pacífico son: el polo extremo del régimen, representado por Diosdado Cabello, y el extremismo opositor que solo ve la salida en un acto de fuerza.
A la oposición que domina la escena democrática que comanda Juan Guaidó se le acusa de todo con argumentos nacidos más en las vísceras que en la razón, sin que el sector que las formula haga la más mínima alusión a sus propios errores. Se le acusa a Guaidó y a los partidarios del diálogo de darle tiempo al régimen de Maduro, sin mencionar para nada todo el tiempo que los abstencionistas le han regalado al castrocomunismo en estos veinte años. Se dice que no se puede ir a elecciones con Maduro en la Presidencia, pero se omite el triunfo apoteósico de la oposición unida en 2015 en unas elecciones organizadas y controladas por el CNE de Tibisay Lucena, su corte, y con Maduro en la Presidencia. Se argumenta que la única forma de salir de este régimen es con una fuerza superior a él, sin resaltar que esa fuerza no aparece porque ese liderazgo ha fracasado en sus intentos de convocarla, a pesar de todos los años que llevan con esa prédica. Se le reclama coherencia, claridad, coraje y se omiten los hechos que justamente por su coherencia, claridad y coraje en sus acciones y propuestas le han valido el respaldo que conserva a lo largo y ancho de nuestra geografía, a pesar de los ataques recibido. Se le quiere acusar de colaboracionismo y pasan por alto que con su extremismo ayudan al régimen y le dan las municiones necesarias para alimentar las redes y lastimar a la oposición toda y muy especialmente la que lucha por poner en jaque al régimen. Pero la tapa del frasco es que últimamente han aparecido movimientos que apenas están en fase de confusos proyectos, que tratan de hacerse conocer, que están muy lejos todavía de convocar a nadie, pero que tienen la arrogancia de definirse como los movimientos del coraje y la voluntad de cambio desde los cuales afirman que no tendrían inconveniente de recibir entre sus filas a Juan Guaidó. Que narcisismo tan descomunal, que falta de sindéresis.
Quiero reiterar de nuevo que no soy guaidosista, pero lo apoyo; que soy un demócrata a tiempo completo, que soy civilista, que a los militares los quiero en sus cuarteles, que mis escritos y opiniones tienen como base haber sido a lo largo de mis 85 años un observador de la política y especialmente en estos últimos 20 años en que, como articulista, escribo sobre este tema, y que considero que Guaidó ha cometido errores, que haber pronunciada el “si o si” refiriéndose al ingreso de la ayuda humanitaria, haber cancelado las palabras diálogo y negociación y que el fallido acto de La Carlota fue un error que le está pasando factura, sobre todo porque sus enemigos los magnifican, y que, a mi entender, tiene que hacer un esfuerzo aun mayor para lograr una verdadera integración opositora, capaz de enfrentar con éxito el huracán que azota su ruta y de paso motivar hasta el máximo extremo a una población para que recupere la conciencia y el valor del voto, en el supuesto negado que el régimen y Cabello acepten el reto de medirse en unas verdaderas elecciones libres.
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