Por LUÍS POUSA
“Algunas amanecidas Azarías se despertaba flojo y como desfibrado, como si durante la noche alguien le hubiera sacado el esqueleto, y esos días no rascaba los aseladeros, ni disponía la comida para los perros, ni aseaba el tabuco del búho, sino que salía al campo y se acostaba a la abrigada de los zahurdones o entre la torvisca y, si acaso picaba el sol, pues a la sombra del madroño”. Así se las gasta Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) en las páginas de Los santos inocentes, un título que navega, sin mayores fanfarrias, por la estratosfera de la literatura española y que resucita ahora a ambas orillas del Atlántico al hilo del centenario de un autor siempre fiel a sí mismo y a las insobornables coordenadas de la autenticidad.
Como subraya Francisco Umbral en su fulminante Diccionario de literatura (donde, por cierto, la de Delibes es una de las contadas cabezas que Umbral deja sobre los hombros de su propietario): “Miguel en sus libros habla poco de hidalgos o de escudos, sino que le interesa el obrero, el campesino, el profesional de la otoñada, el hijo de la espiga”. Y ciertamente en sus novelas nos damos de bruces con esa prosa de la gente corriente. El autor demuestra un amor inagotable por sus personajes, por unas vidas aparentemente minúsculas que en sus manos se transforman en auténticas epopeyas. Porque Delibes, tocado con el escurridizo don de la claridad, escribe siempre de Valladolid y de Castilla la Vieja (incluso cuando, como en Los santos inocentes, traslada su decorado a Extremadura), pero de lo que escribe a fin de cuentas es de dos o tres verdades universales e irrenunciables que sus protagonistas —perdedores como el Cipriano de El hereje o ese Azarías al que ya siempre pondremos el rostro desdentado de Paco Rabal— han aprendido a palos. Delibes, caminante incansable de las calles de Valladolid y de las llanuras de Castilla, sabe bien lo que es pisar la realidad: literal y literariamente. En su caso el realismo no reduce, sino que agiganta lo real con su mirada.
El Nobel se quedó sin Delibes
Cuenta la leyenda que la frase la acuñó un agudo periodista argentino para titular en 1986 la muerte del inmortal Jorge Luis Borges: “Y el Nobel se quedó sin Borges”. La sentencia (apócrifa o no, qué importa a estas alturas) reaparece en nuestras mentes diez años después de la muerte de Delibes para saldar las cuentas pendientes entre las letras españolas y la Fundación Nobel, que desde 1974 prohíbe en sus estatutos los reconocimientos póstumos. Así, la cicatera Estocolmo perdió sin remedio a Miguel Delibes, nombre que ya no podrá sumar a los más de cien escritores galardonados desde que Sully Prudhome abrió la veda en 1901. Solo cinco españoles figuran en la exclusiva relación del inventor de la dinamita: José Echegaray, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre y Camilo José Cela, de los cuales únicamente tres (Juan Ramón, Aleixandre y Cela) resisten un pulso literario con el gran cronista de Castilla.
Ramón García Domínguez, periodista y biógrafo de Miguel Delibes, recuerda que en el 2008 la propia Academia sueca «tomó la iniciativa y envió una carta a la RAE preguntando si apoyaba la candidatura de Delibes al Nobel, a lo que la Academia Española se sumó rápidamente, por supuesto, pero luego los suecos se hicieron los ídem y la cosa no cuajó». En el 2001, un «plebiscito mundial», como lo define García Domínguez, también promovió, sin éxito, su nominación. Lo cierto es que a Delibes, que escribió el guión de su vida sobre los renglones de la honestidad y la sencillez, probablemente no le importó demasiado, porque prefería huir de las alfombras y echarse la escopeta al hombro para salir al monte en busca de perdices rojas. Baste recordar que como periodista y escritor ya demostró que tenía en el cráneo inquietudes más sólidas que el desmedido afán de oropeles que hoy gobierna todo: rechazó presentarse a un Premio Planeta demasiado turbio para su gusto y tampoco aceptó la oferta de Ortega Spottorno para dirigir El País, porque no quería cambiar Valladolid por el convulso Madrid de la transición.
En el periodismo cumplió ese vieja máxima, hoy también trasnochada, de avanzar peldaño a peldaño hasta la cima, acumulando experiencias y sabidurías que solo se catan al pie de las rotativas. Debutó en El Norte de Castilla trazando dibujos, que firmaba como MAX, y llegó a dirigir la histórica cabecera entre 1958 y 1963, cuando un ministro llamado Manuel Fraga Iribarne se cruzó en su camino. Creó escuela en El Norte y, de su cantera, que cultivaba con mimo, salieron Manuel Leguineche, José Jiménez Lozano o Francisco Umbral.
El Delibes novelista, con una veintena de títulos publicados entre 1948 y 1998, supera sin rodeos la prueba del nueve del narrador: ¿cuántos personajes suyos han perdurado? A bote pronto, y sin echar mano de las estanterías, un lector medio apunta sin titubear un puñado largo de tipos humanos inolvidables: Daniel el Mochuelo (El camino), el Nini (Las ratas), Quico (El príncipe destronado), Carmen (Cinco horas con Mario), Pedro (La sombra del ciprés es alargada), Eloy (La hoja roja), Lorenzo (de sus tres Diarios), Azarías (Los santos inocentes) o Cipriano (El hereje).
Y de sus caminatas sin fin por tierras de Castilla nacen también los escritos sobre caza y pesca. Su hijo Germán da cuenta del ideal del cazador de su padre: “hombre libre contra pieza libre sobre tierra libre”, un lema que las leyes y el tiempo se encargaron de hacer imposible. Para quienes se resisten a comprender el profundo ecologismo del Delibes cazador es más que recomendable la lectura del texto Las tablas de Daimiel. El novelista ya anticipa, en 1972, la transformación del humedal en el secarral que es hoy en día debido a esa costumbre tan arraigadamente española de confundir progreso con aniquilación del entorno.
En su biografía y su literatura, tan apegadas a Castilla, hallamos un tenue vínculo con Galicia. Son treinta páginas de la novela Madera de héroe (1987) donde retrata, con una distancia de medio siglo, su participación en la Guerra Civil. Según García Domínguez, la obra, una de las más extensas de su narrativa, «es probablemente su novela más autobiográfica», ya que refleja con terrible fidelidad su experiencia personal en la contienda cuando a principios de 1938, en compañía de un grupo de amigos, decide alistarse en la Marina para combatir en las filas franquistas. “Incluso en su primera edición el título era 377A, Madera de héroe, con el número y la letra que identificaban al marinero Delibes y que es el mismo que tiene el protagonista de la obra”, apostilla García Domínguez. A Delibes lo destinan a Ferrol, al buque-escuela Galatea. Tras unas semanas de instrucción, embarca en el crucero Canarias, en el que pasará el año que todavía durará la guerra.
Delibes sufrió dos muertes en vida: la pérdida de su esposa en 1974 y una operación contra el cáncer en 1998. De la primera muerte, apunta su hijo Germán en un estremecedor texto, lo salvó la caza. Porque desde 1974 hasta que en 1978 publica El disputado voto del señor Cayo solo escribe su discurso de ingreso en la RAE (1975) y el diario de caza Las perdices del domingo. La segunda muerte nos arrebató al literato, que desde 1998 ya no escribió ni una sola línea. Y la tercera y definitiva muerte de Delibes nos dejó, hace ya diez años, a solas con su prosa. A solas con el Nini, el Mochuelo y los campos infinitos de Castilla, que ahora conmemoran, a su adusto y sobrio estilo, los cien años del nacimiento de quien mejor supo contar sus aventuras y desventuras.
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