A la memoria de Priscila Salas Torrealba
(1942-2011), querida y respetada arsiana, tiroteada en la masacre de Altamira el 6 de diciembre de 2002.
Buena parte de los venezolanos nos sentimos como Santiago Zavala, Zavalita, protagonista de la novela Conversación en la catedral (Mario Vargas Llosa, 1969) quien, como el Perú, se había jodido en algún momento. ¿Se jodió la nación inca con la llegada de Francisco Pizarro y la ejecución de Atahualpa, o con la entrepitura de Bolívar en la guerra emancipadora? ¿O a raíz de los conflictos y enfrentamientos con Ecuador y Chile? ¿Se trata de un vicio recurrente reflejado, verbigracia, en el vacilón parlamentario del quítate tú pa’ ponerme yo? Estas interrogantes y sus respuestas atañen exclusivamente a los peruanos. Plantearlas es probablemente una impertinencia, pero no podíamos comenzar a divagar inquiriendo de sopetón cuándo se jodió Venezuela, sin revelar el origen de semejante inquietud. Es difícil datar objetivamente el momento de nuestra caída en desgracia, pues, la historia del país abunda en desatinos de consecuencias deplorables; no lo es, en cambio, precisar cuándo pusimos la torta monumental, con guinda constituyente incluida, causante de los males presentes. Sucedió el 6 de diciembre de 1998. Ese día, un charlatán de feria y serpentino encanto, mediocre desempeño militar y azotea mal amoblada, alcanzó las alturas del poder, trepando las escaleras de la antipolítica.
Sí, aquel aciago sexto día decembrino, Hugo Chávez llegó a la presidencia con el propósito jamás negado de ejercerla vitaliciamente y, antes de estirar la pata, nos terminó de joder entronizando en palacio a una pálida sombra suya, ayuntada con facinerosos de escasas virtudes y enormes agallas, y una fuerza armada mutada en partido político durante el proceso de derrumbe moral, deterioro cívico, destrucción material y perversión de la nación, el Estado y el gobierno encarnados a la usanza nazi fascista en un ignaro histrión con ínfulas de estadista que pretendía refundar la República y en lugar de ello la (re)fundió.
En 2002, a fin de celebrar el IV aniversario de la quinta república y la investidura del golpista más chimbo en los anales de la insurgencia militar vernácula, se presentó en la plaza Francia de Caracas, donde miles de personas manifestaban su rechazo a la deriva autoritaria del futuro (mi)co-mandante de mirada panóptica, eterna y galáctica, un falso desequilibrado mental luso-venezolano, João de Gouveia, y disparó repetidas veces sobre la multitud con una pistola Glock. 40. Mató a 3 personas e hirió a otras 29. Buscando guardar las apariencias, el asesino fue detenido, juzgado y recluido en una celda VIP —en 2016, un rumor lo ubicó en la sede de la Embajada de Venezuela en Costa Rica—. De acuerdo con la prensa crítica, permitida entonces a regañadientes, se trataba de un sicario entrenado en Cuba y contratado por el exalcalde de Caracas Freddy Bernal con la misión de perpetrar un atentado en Altamira —asiento, según el mesías de Sabaneta y sus seguidores, de la «oligarquía y la derecha reaccionaria»—, a manera de aleccionadora advertencia a la resistencia democrática. En cualquier caso, el despiadado y cruento ataque fue secuela y sacramental vindicación de la violencia terrorista desatada, 8 meses antes (11 de abril de 2002), por los «pistoleros de Puente Llaguno» contra la histórica marcha opositora detonante de la renuncia de Hugo Chávez (manipulada por Lucas Rincón), génesis del vacío de poder desperdiciado por el torpe y muy reaccionario Carmonazo. Estas circunstancias hacen de la de hoy una fecha tan inicua como la de mañana, aniversario del bombardeo a la base naval de Pearl Harbor, «Una fecha que pervivirá en la infamia», profesó el presidente Franklin D. Roosevelt y así lo creyeron millones de estadounidenses. Los japoneses han debido conjeturarla gloriosa, aunque, Hiroshima y Nagasaki mediante, preferirían borrarla de sus memorias. Seguramente, la frase Remember Pearl Harbor concitará en ellos amargas reflexiones —esas tres palabras devinieron en mantra de las tropas norteamericanas durante la Segunda Guerra Mundial, e inspiraron la canción de Don Reid y Sammy Kaye, Let’s remember Pearl Harbor and go on to victory—.
Con la esperpéntica representación comicial de hoy, el régimen pretende avanzar hacia la instauración de una sociedad comunal. Primero, claro, deberá silenciar y aplastar a la disidencia. Ya se han pronunciado los capitostes más encumbrados del PSUV y los multisoleados generales de su brazo armado, la FANB: Juan Guaidó y la diputación libertaria de la legítima Asamblea Nacional pagarán con cárcel, persecución, clandestinidad o exilio su adversativa conducta respecto a la usurpación. A tal efecto, Maduro, Cabello, Padrino & Co. necesitan un amplio, sólido y estable piso político; empero, las encuestas serias prevén una abstención de 85%. Los escrutinios prefabricados contradirán sus generalmente acertados vaticinios. Como de costumbre, caporales y furrieles arrearán en buses y, de ser necesario, en carretas a tracción animal a los empleados públicos remolones, al borrachito de la esquina, a los lambucios y analfabetos funcionales del patio de bolas y, fatalmente, a gentes de los segmentos menos favorecidos de la población, sometidas a control a través de una patriocarnetización obligatoria, a objeto de ser extorsionadas, humilladas y ofendidas con misérrimos bonos de variada y pretenciosa denominación, y bolsas CLAP contentivas de unos pocos alimentos de dudosa procedencia, casi siempre vencidos —el Observatorio contra el fraude de la Asamblea Nacional sostiene: «los candidatos rojos a las parlamentarias usan las cajas CLAP para hacer campaña y captar votos en 55,60% de los municipios del país»—. Este mecanismo atroz, auténtico chantaje alimentario, se fundamenta en una hipótesis falaz: el beneficiario de la caridad socialista es, si no un parásito, un minusválido social; un sujeto incapaz de valerse por sí mismo, necesitado de las muletas asistencialistas de un gobierno paternal, repudiable por arrogarse la facultad de disponer a su aire de la hacienda pública cual si fuese patrimonio suyo, a partir de una muy peculiar interpretación del concepto de redistribución de la riqueza.
Tiene razón Alberto Barrera Tyszka (“Elecciones en Venezuela: una vieja película”): «El chavismo ha ganado la elección aun antes de que suceda. El problema es qué viene después, qué sigue». Sin poder adivinar siquiera el acontecer inmediato, sería recomendable y hasta indispensable prepararse para lo peor, sobre todo porque el tenor y alcance de las amenazas del capitán capilar a quienes no se presenten en los centros de votación pasaron de castaño a obscuro y ponen de bulto el talante criminal de ideólogos cabecillas y cabilleros de la re(in)volución bolivariana. Con aborrecible y hórrida sintaxis, el bellaco cebolla largó a voz en cuello o vomitó, mejor dicho, en una función circense del Polo Patriótico realizada en Ciudad Bolívar, un inadmisible ultimátum al abstencionismo, digno de lugar destacadísimo en la antología de la ignominia universal: El que no vota, no come. Para el que no vote, no hay comida. El que no vote, no come, se le aplica una cuarentena ahí sin comer. Han transcurrido 22 años desde el infausto 6 de diciembre de 1998, durante los cuales la oposición ha ensayado diversas modalidades de lucha contra la corrupción, despilfarro, represión y pésima administración de la satrapía bolivariana, mas personalismo y fraccionalismo han contribuido más bien a atornillar al zarcillo en el trono miraflorino. En los dos últimos años se logró entusiasmar de nuevo a la disidencia con una hoja de ruta, acaso excesiva —cese de la usurpación, gobierno de transición, elecciones libres—, pero aglutinadora; no obstante, el inmediatismo se impuso y el ego privó sobre el interés colectivo. Mientras, muertos de risa, Nicolás y su pandilla con paciencia y mucha saliva nos aplastaban como a hormiguitas rendidas a los pies de un elefante. Sí, la cagamos de nuevo y seguimos como el Perú de Zavalita. Votar hoy es vender el alma al diablo rojo, correr innecesariamente el riesgo de contagiarse con la coviditis y joderse más todavía; empero, al margen del obstinado rechazo de náufragos solitarios sin viernes que les consuelen, está en marcha, y es motivo de optimismo, la consulta popular promovida por una legítima Asamblea Nacional electa, para conjurar maleficios, otro 6 de diciembre, hace ya un quinquenio. Hagamos de ella piedra angular de una plataforma concertante, y asumamos con fuerza y vigor de grito de combate las palabras finales de un reciente editorial de El Nacional, (“Elegir la libertad”, 28/11/20): «La acción hará posible la unión. No perdamos la esperanza. Elijamos la libertad».
PS: Una vez rubricada estas líneas, me entero del fallecimiento, en Madrid, de Fernán Frías Palacios, comunicador integral y a tiempo completo, con quien compartí inolvidables experiencias a lo largo de 17 años, como empleado y amigo, en Ars Publicidad, la empresa fundada por su padre, Carlos Eduardo Frías, y que supo y pudo engrandecer, convirtiéndola en la agencia publicitaria más prestigiosa del país, en razón no solo de su cartera de clientes, sino de su pasión por la creatividad. A Elizabeth, María Antonia y Mariana, mis sinceras palabras de condolencia, Descansa en paz, amigo.
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