I
Digo “cerro” y digo verde, fresco, majestuoso, digo Caracas. Porque los caraqueños identificamos esa palabra con el Ávila, esa presencia que nos despierta cada mañana y que nos despide todas las noches, que nos llena los pulmones de oxígeno y los ojos de colores.
Llamarse Cerro es llamarse color. Será por eso que Cerro Mijares pasó su vida jugando con colores y formas, hasta que se apagó. Ya la muerte es una tragedia, sobre todo cuando los venezolanos perdemos a un creativo excepcional. Pero lo que padeció Cerro las últimas horas de su vida es parte del realismo macabro que nos ha impuesto la peste roja.
Cerro se había quedado solo en Caracas porque su familia se fue del país. Un hombre con dificultades de salud, solo, en un país en el que conseguir un medicamento significa una odisea. Y lo previsible, pasó.
El viernes comenzó a agravarse y sus amigos más cercanos tuvieron que correr a auxiliarlo. Ya casi inconsciente y cianótico, sin respuesta, fue trasladado en una ambulancia al hospital Pérez Carreño. No lo quisieron recibir. Tampoco lo aceptaron en el Hospital Clínico Universitario.
Cuando pregunté a mis fuentes de esos centros de salud por qué no lo aceptaron, me encontré con esa realidad espantosa: “En el estado en que estaba el señor, poco podíamos hacer. No tenemos medicamentos ni terapia intensiva que funcione. El pronóstico era el peor y ningún hospital quiere sumar estadísticas de muerte en estos tiempos”.
Cerro pasó de ser color a ser un número más que nadie quería sumar. La muerte lo persiguió hasta una clínica privada en la que no hicieron más que tomarle una vía. Allí murió casi 24 horas después sin atención alguna.
II
¿Dónde está la medicación que Cerro debió tomarse para controlar sus dolencias de enfermo crónico? ¿Dónde está la alimentación que debió ingerir para mejorar su calidad de vida? ¿Dónde está su familia que pudo haberlo cuidado?
Lo que le pasó a Cerro les pasa a miles de venezolanos cada minuto. El realismo macabro incluye una directiva del Hospital Clínico Universitario que rechaza donativos para tratar a los pacientes y una médico que firma un comunicado en el que justifica esta acción con el argumento de que lo que hace falta para tener medicamentos es que se levanten las sanciones al país.
Esa misma médico se llena la boca diciendo que ella hace honor al juramento hipocrático que le ordena “no hacer daño” y que administrar medicamentos de “dudosa procedencia” puede llevarla a eso. Ni siquiera quiero nombrarla, pero tengo que decirle que, en efecto, ella no le hizo “daño” a Cerro, solamente lo dejó morir. Solamente deja morir a miles, porque su juramento hipocrático es de cartón y prefiere jurarle devoción a un gobierno criminal. Y al final, doctora, se convierte en eso mismo.
III
Pero el plan del realismo macabro de la peste roja va más allá. Llegan 500 “médicos” cubanos. Entre comillas, sí, porque así es como se usan las comillas con una sola palabra, para dar a entender que está en entredicho el significado del vocablo.
No sabemos si son médicos. No sabemos a qué vienen. O mejor dicho, sí sabemos, pero no es a curar. Ojalá se enteren de que ni siquiera hay con qué. Un país que llegó a tener registrados en su federación médica cerca de 60.000 agremiados, ahora tiene un déficit importante de estos profesionales.
Pero no porque no haya suficiente talento, la mayoría no es como la doctora del clínico. Hay médicos con mucha vocación que han tenido que irse del país para poder sobrevivir. Desde que llegó Chávez al poder se dedicó a menospreciarlos, maltratarlos, vejarlos. Tanto que se gradúan y se van, los posgrados están desiertos, los hospitales están desolados.
Sé de médicos internos que no pueden dormir y lo que hacen es llorar todas las noches porque saben cómo curar pero no tienen cómo. Sé de médicos que están haciendo su pasantía rural y no aguantan la tragedia de no poder ayudar a los más humildes.
La noche que Cerro estaba paseando en la ambulancia, algunos de esos brillantes médicos estuvieron ayudando a ver en dónde lo recibían. Pero la tragedia puede más que los corazones de estos muchachos, más que su vocación, más que su entrega.
Entonces, yo sí apoyo que se vayan, porque tienen el don de curar y tienen el derecho de poder ejercerlo. Latinoamérica entera, el mundo, se beneficiará de sus manos y su conocimiento.
La peste roja los quiere fuera, la peste roja nos quiere muertos.
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