Por ALEJANDRO ARRAS
Muevo la mano entrecruzando los dedos. Tapo la luz. Sombras que juegan, cuerpos deformes y alargados, luchando entre sí. Ya casi, pienso al ver el reloj. Miro como si buscara en las sombras el origen del ritmo de un grillo. Apago la lámpara y me asomo por la ventana del estudio. El lejano paso de un tráiler. Huele a noche dilatada. El cielo comienza a endurecerse de morado. Un azul que se barniza de destello. La luz fluye transparente, se trepa por los techos y las bardas, se enreda al tocar el ficus. Y pienso: ¿eso es todo?, con la frente pegada al mosquitero, con las rodillas en el sillón que pica. Desilusionado, camino de puntitas a mi cuarto. A lo mejor hay un truco en este u otro minuto. Siento frío y me tapo hasta el cuello. A lo mejor detrás del cerro pasan cosas que acá no sabemos. Y entre estas persistencias, mi imaginación se hace como líquida, se convierte en sueño.
Me despierta el ruido del motor. Mi madre siempre yendo de un lado a otro en lo que el coche se calienta. Hoy no me susurró al oído: Ale… Ale… ya despiértate son las siete y cuarto. Ale… Ale… ¿no te has despertado? Hoy tampoco me puse la playera que a veces no se seca bien y me la tengo que llevar con las mangas mojadas. Suena duro el portazo y me levanto. Le doy de comer al pez beta. Espero a que suba a la superficie, pero no lanza ninguna mordida. Sube y baja como tristeza. La casa parece otra. Huele a shampoo y loción en el pasillo. La servilleta del comedor dice que coma los huevos del sartén, que no ande descalzo y tome dos desenfriolitos. De modo que ignoro el sartén y mejor me sirvo cereal con leche. Las pastillas me las trago sin chuparlas. Mientras como, leo abreviaciones nutrimentales y porcentajes que dibujo en mi cabeza como ventanas que requieren ser desbloqueadas. Qué fáciles son los laberintos de estas cajas. Eran más divertidos los recortes de los chocokrispis, me quedo pensando, mordisqueando con ritmo las bolitas de chocolate. Los grandes nos quieren ver la cara de tontos. Bebo del tazón. Se enciende el ruidero de una podadora en el jardín del vecino. En las pausas, un pájaro le habla a otro. El ocasional tránsito en la calle. Cada rincón es un falso fin de semana.
Voy al cuarto de mi mamá y enciendo la tele. Puedo calcular la hora según los programas del canal siete, menos en las mañanas de lunes a viernes. Por ejemplo, ahora hay anuncios y el sábado, a la misma hora, hay caricaturas. Se llama canal cinco, pero debes presionar el cero y el siete en el control. La voz que surge de pronto me produce espanto: “Se solicita su colaboración para localizar a…”. Caras de desaparecidos; niños y viejitos, más que nada. Los que más miedo me dan son los retratos hablados, los dibujos a lápiz. Se me ocurre imaginar a esos hombres, tal cual, sentados en el zócalo, mirando a los que pasan, con su cuerpo gris y blanco. En la escuela, Cesar siempre se burla de Alan al decir sus babosadas. Una vez le preguntaron a Alan que qué quería ser de grande y el muy menso dijo que quería ser “taller”. “Bah… Padece de sus facultades mentales…”, bajita la voz, Cesar imitando ese tono solemne que se oye ahora en la tele. En el nueve, el reloj marca las ocho y trece. Deben estar en clase de historia con Miss Lore. Seguro Cesar ya hizo sus chistecitos y yo le habría seguido la corriente pintarrajeando el libro con la eme de Majimbú en la frente de los héroes de la patria. Me quedo viendo la pantalla hasta sobresaltarme por el timbre del teléfono. Insiste e insiste, pero no me muevo. Espero hasta que deja de sonar. Me da miedo pensar que la llamada sea de la misma voz al servicio de la comunidad o del siniestro dibujo. Voy al baño grande y hago pipí en la regadera.
Salgo al jardín con dos muñecos: el jedi barbón al que se le doblan los codos —otra vez perdí la espada— y la tortuga ninja que mordisqueó el dóberman de Cesar. Mi mamá dijo que esta semana vienen a cortar el pasto. Yo lo prefiero así. Alto, tupido. Verde, verde. Una enorme selva. Con la cisterna que es laguna habitada por monstruos que llamamos Los Maromeros, bichitos que se la pasan dando vueltas y vueltas como cirqueros. El montón de tabiques del lado del boiler es el cuartel de los malos. El candelabro con el sol cachetón: ruina de otras civilizaciones. Pedazo de piso de concreto que es desierto. Las hormigas que arrastran hojas son aliadas. Los saltamontes: guerreros de otros tiempos. Enrosco mi mano a modo de monóculo.
Paso el Nintendo 64 a la tele grande. Desconecto los cables de tres colores. El silencio se combina de cielo nublado. Me vienen a la mente los recuerdos de una pastorela. Ya de noche, eché un vistazo a mi salón de clases de todos los días y vi las butacas envueltas de oscuridad. El pizarrón no se alcanzaba a ver. Las cartulinas de la pared; menos. Todo el salón parecía otro. Toda la escuela. Volteo y me encuentro, de lado, con el espejo. Lociones y dos pequeños cajones rodean mi cara. Me aplaco un gallo con lengüetazos de saliva. Seguro me obligarán a cortarme el pelo la próxima semana. Jalo y no llega ni a la mitad de mi frente.
Soplo dos veces e introduzco el cartucho. Cesar me contó, alguna vez, que en la revista Club Nintendo leyó que Link no habla porque la voz de Link es la del jugador que lo controla. Suena divertido, pero me cuesta trabajo imaginar a Link con la voz zipizapa de Alan. ¿Toco la ocarina para llamar a Epona y salto el puente? Ya me caí por accidente al río. La corriente me arrastra con fuerza. Trato de nadar a la orilla, pero no lo logro. Se me ocurre ponerme las botas de hierro y… ¡un tesoro al fondo del agua! ¡Otro corazón! Festejo bailando, una serie de movimientos de cadera que, de verme, se burlarían.
Pongo pausa. Salgo de nuevo al jardín. El jedi vuela con sus botas de propulsión. A cada paso, uno o dos saltamontes aterrizan como paracaidistas. Mis pies se pierden entre la hierba. La mutilada tortuga ninja nos espera en su derruida guarida de tabiques naranjas. La sangre falsa de día de muertos y el masking tape que tapa sus cicatrices la hacen parecerse al pinche diablo. Repito pinche diablo cinco veces y siento que mi boca se ensucia. Aviento el mono con suficiente fuerza. El jedi golpea con tal habilidad que el malo azota contra los ladrillos. Simulo una explosión con mi boca.
Me sirvo un vaso con agua. Me quedo viendo la foto del ninja sub comandante Marcos que mi mamá colgó en la pared. Una vez, mi mamá fue hasta Chiapas para conocerlo. Al lado está la prueba: mi mamá, el ninja Marcos con su rifle al hombro, otro ninja Marcos más chaparrito y la señora de las noticias que se corta el pelo como hombre. Atrás, en una manta, hay cuatro letras del abecedario: E de Epona, Z de Dragon Ball Z, L de Luz, N de Nada. Quisiera tener al ninja sub comandante Marcos, con los codos doblados, con su pipa —esa no la perdería— y su cinturón de municiones. Una vez le pregunté a mi mamá quién era el ninja sub comandante Marcos y ella me respondió: todos somos Marcos. Por supuesto que no es cierto eso. Mi mamá también cree que los niños somos tontos. Pego mi frente en el mosquitero. Pican las rodillas al sentir la tela del sillón. Intento ver el sol, pero me lastimo los ojos. Los oculto. Veo rojo bajo mis párpados.
Subo a la azotea. No debería de hacerlo, pero lo hago. Ha cesado la podadora. El viejito y la hija están en su terraza. Platican frente a la mesa de hierro. Los vigilo sin que ellos puedan vigilarme. Mi mano es un Waki talkie. Pch, pch. Beben en sus aburridas tazas. Hablan y hablan y hablan con sus cafés y cigarros. ¡Qué se muevan! ¡Que jueguen a algo!, grito mentalmente. Me comunico con la base. Pch, pch. Cómo no se cansan de hacer eso todo el día. En las calles del fraccionamiento no hay niños, solo el hijo del jardinero dormido en el asiento copiloto de su camioneta. Apunto. Pasa por el pelo del anciano un viento cosquilludo. Mi mano es rifle francotirador. El jardinero se despide quitándose la gorra. La hija se levanta para darle algo. Un disparo quedito en mi boca que salpica de baba.
Desde la orilla de la cama, mis dedos se mueven intercalando botones. Koume y Kotake lanzan la oposición: cristal, llama. Resulta poco difícil terminar el templo. Solo debía usar el escudo que es espejo. Le pongo save y cambio el canal para saber la hora. En el noticiero anuncian el Circo Atayde Hermanos y después aparecen las noticias locales de hoy. “La Universidad Autónoma del Estado marchó en contra de…”, dice un reportero. “Esta mañana, profesores y alumnos de la universidad marcharon hasta el palacio de gobierno para exigir…”. Distingo a mi mamá, de pronto. Habla con un micrófono en la mano y se ve igual de enojada que si se enterara que me hice pipí en la regadera o que pasé el Nintendo 64 a su cuarto. Su voz me suena lejana. Vocifera palabras echas bolas: ¿Liberación? ¿Gobernación? ¿Nación?
Saco la espada, me convierto en grande. La voz de Link sí podría ser la mía, pero no la del bruto de Alan, ni la de Cesar, ni de la de nadie que conozca. Toco la canción con la ocarina y Epona se aproxima al galope. Dejo el castillo de Ganondorf para más tarde. Le doy otra vez save. Desconecto los cables y los vuelvo a poner en la tele chiquita. Son las dos y media. Golpeo la orilla de la cama y prendo y apago la regadera del baño hasta que el líquido deja de verse amarillo.
Oigo que se apaga el motor del coche. El portazo. Un vacío mudo que dura segundos. El pez beta no se ha movido para nada. Sus lágrimas las suple el agua. Escucho las llaves. Se asoma a mi cuarto. Hola, Ale. ¿Cómo te sientes? Ponte unas chanclas. Te dije que no anduvieras descalzo… ¿Sí desayunaste? Su mano en mi frente, en mi cachete, luego en el otro. Le digo que marcaron, pero no contesté. Le pregunto el significado de tres palabras y su respuesta me sabe a taza con café y humo de cigarro.
Mañana les diré que el amanecer no es la gran cosa. A que no saben lo que hay al fondo del agua. Que la luz del sol fluye transparente.
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