En días pasados, un meme hacía la enumeración de los pecados digitales, no otros que los antiguos capitales repotenciados, y su correspondencia con algunas redes sociales o empresas. Twitter equivalía a la ira, Tinder a la lujuria, Amazon a la avaricia, Netflix a la pereza, Instagram a la envidia, Linkedin a la soberbia. Alguna versión se inventaba el de la vanidad y también se lo atribuía a IG. Lo cierto es que, entre las redes sociales, la más beligerante no cabe duda de que es Twitter, y la ira se pasea por ella con mucha holgura al menos en la pajarera venezolana, llena de polarizados, odiadores, destructores y predicadores supremos de la verdad. La mediocridad es la nota distintiva de nuestra versión local, en cuanto a pretender la medianía, que nadie se destaque, y que haya un pensamiento unánime. El mainstream que generan los llamados guerreros del teclado se ha hecho tóxico. Basta que se mantenga una opinión distinta a los “casi todos”, para que te insulten, te linchen, te pulvericen y te bloqueen en 280 caracteres. Hay una peligrosa opinión pública blindada desde este espacio que tiene una inmensa influencia en nuestro mundo real. No es virtual, la ascendencia de Twitter es relevante. Peligrosamente relevante.
La muerte de Diego Armando Maradona ha servido para desatar los odios y el insulto. Hay algo, muy contemporáneo de nuestra sociedad en crispación, que es el regocijo ante la muerte. Desde el punto de vista ético me resulta completamente infame. Si honramos la muerte, ¿qué queda para la vida? Por mayor enemistad que se pueda tener hacia alguna persona, festejar su desaparición es propio de quienes se regodean en la miseria. Ha sucedido con el astro argentino: el espectáculo de esas grandes líneas de nuestra red se afinca en el desprecio. Un amigo me comentaba que Maradona había sido el mejor en la cancha y el peor fuera de ella. Esta es una verdad inobjetable y a la vez compleja, porque la visión sobre todo personaje requiere que se asuma en perspectiva. La fama es peligrosa y, posiblemente, destructiva. El Pelusa la vivió en carne propia y, como sucede, no existe manual alguno para lidiar con ella. Sus tentaciones son infinitas y convincentes. Lo primero que logra es terminar con la vida privada; la existencia de los famosos se convierte en pública con derecho a ser minuciosamente escrutada. Los fanáticos vitorean a la vez que se convierten en fiscales acusadores. La riqueza súbita puede conducir a grandes abismos como sucedió con el mediocampista, descaminado en las drogas. Y la vindicta pública reúne todos los elementos para condenarlo sin apelación. Porque además, dada la insalvable diferencia con su posición política, esto ha servido para escribir con vileza su epitafio. Maradona fue un jugador estrella, insuperable, grande entre los grandes, que vino muy de abajo, “gambeteando la pobreza”, como anota el tango, en un ambiente de privaciones y de hambre. Del rancho en la villa miseria donde se crió, fue abriéndose camino para demostrar cómo a pesar de las dificultades, se puede ser el mejor. Corría como nadie, era imparable y siempre jugó con el número diez en la camiseta. Su carrera de futbolista profesional se desarrolló durante 21 años entre 1976 y 1997. Sus goles eran de una belleza y una destreza técnica tal que hasta los contrarios aplaudían. El segundo gol contra Inglaterra en el mundial de 1986, luego del de la “mano de Dios”, ha sido considerado por muchos como el gol del siglo. En ese campeonato del mundo fue el que alzó para su país la copa de oro de la FIFA como capitán del equipo. Sus temporadas en el Barça y el Nápoles lo condujeron al cénit de su carrera profesional. Allí también comenzó su declive al resultar positivo por cocaína en 1991 en un partido contra el Bari que le acarreó una suspensión por 15 meses. Quizá ese fue el día anticipado de su muerte.
Nuestras irracionalidades electivas son tan contundentes en estos tiempos que he escuchado decir a muchas personas que no leen a determinados escritores porque son comunistas. Este macartismo militante aplica bastante en la hora que vivimos y fue la invocación recurrente para seguir pateando al Pelusa luego de su muerte, porque era de izquierda. Creo que el propio Maradona no sabía lo que era la izquierda más allá de los supuestos amigos que coleccionaba en esas aceras y que no hacían sino utilizarlo como una mascota política. Cuando leo a Gabriel García Márquez, suelo pensar poco en sus amistades, me da igual que fuese amigo de Fidel Castro o de Julio Mario Santodomingo, nunca pienso en si militó en algún partido de izquierda, o en los manifiestos que firmó, tampoco me gusta recordar lo casi torpe que era dando una entrevista, porque como escritor, uno pensaba que podría haber hecho gala de alguna erudición o brillo cultural, que jamás demostró, como sí lo hizo con su literatura magnífica y totalizadora que rescribió el perfil creativo de la América Latina. Lo que cuenta, al menos para los que no aderezamos con prejuicios ni contrabando político la vida de un hombre, es su obra, su inmensa y admirable obra, y por ello insisto que a Diego Armando Maradona hay que ubicarlo especialmente en la cancha y no fuera de ella.
En el Twitter criollo tendrán una opinión de Maradona, pero en Argentina y en los países hispanoamericanos donde el fútbol es más que una caimanera, tienen una devoción completa hacia el Pelusa, porque encarna el mito de la posibilidad. Representa la historia de la lucha que se figuran los pueblos para mostrar el ascenso del héroe. Y conste que las representaciones heroicas no son mis favoritas. Por el contrario, suscribo la frase de Bertolt Brecht en Galileo, Galilei: “Desdichados los pueblos que necesitan héroes”. Pero Maradona es uno de los hitos heroicos de la historia argentina de todos los tiempos. Uno de los tuits más descolocados que he leído a propósito del juicio universal a Diego Armando fue uno muy borroso que elevaba la voz de reclamo sobre por qué a Jorge Luis Borges no se le rendía el homenaje debido, como sí se estaba haciendo con el jugador. Que yo sepa, los estadios no los llenan los lectores de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius o de Las ruinas circulares. Por cierto que una de las mejores anécdotas, probablemente apócrifa, que le han endilgado al maestro Borges fue a propósito del primer campeonato mundial de fútbol que ganó Argentina en 1978, que frente al delirio nacional de haber derrotado a Holanda, se preguntó si es que los argentinos habían superado a Erasmo de Rotterdam. Porque la cultura popular corona a sus reyes reclutándolo de sus propias filas. Nunca un escritor o un artista tendrá el aplauso de la muchedumbre.
El Maradona oscuro, decadente y penoso de los últimos años ha opacado al jugador, al que se trazó subir, uno a uno, los peldaños del reconocimiento y de la forja de la superación. La fama y el delirante concepto que tenía de sí mismo lo llevó a decir hace muy escaso tiempo que no quería que se le erigieran estatuas, “porque suelen no parecerse a las personas” y que más bien prefería, como al parecer lo dejó establecido con un escribano, que se le embalsamara y se le exhibiera, lo cual abre la posibilidad a un tercer Maradona en forma de momia, al estilo de Lenin. En estas latitudes todo es inequívocamente posible. Siendo que ya fue enterrado, parece difícil complacer su petición. Estimo que el Maradona que se impondrá para el retrato de la posteridad será el deportista (¿o es que alguien cuando oye hoy a Janis Joplin, recuerda que murió de una sobredosis y la condena?).Pero resulta también de utilidad no dejar de apuntar al margen, sus excesos y sus tropelías, que lo llevaron a hacer todo lo contrario a la ejemplaridad pública que se espera de alguien apreciado por las mayorías. Aquella frase que G. K. Chesterton pone en boca del padre Brown: “Soy un hombre y, por lo tanto, tengo dentro de mí todos los demonios”, es bastante adecuada para este personaje que cultivó la gloria y la decadencia como dos caras de una misma moneda.
@kkrispin
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