Desde siempre el hombre ha sido movido por la pasión, ese fogoso deseo que le impulsa haciendo que su voluntad se transforme en una fuerza, fuerza que desatada es capaz de derribar obstáculos por descomunales que estos parezcan. Sin importar la naturaleza el fragor pasional nos conduce por caminos donde inclusive somos despojados de la cordura, si algo es distintivo en el humano es precisamente la pasión. En la célebre película argentina ganadora del Oscar El secreto de sus ojos (2009) el personaje Pablo Sandoval representado por Guillermo Francella le dice a su compañero de investigación Benjamín Espósito (Ricardo Darín) que la clave para dar con el paradero del brutal asesino es prestar atención en algo que es imposible pase desapercibido “el tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios, pero hay una cosa que no puede cambiar Benjamín, no puede cambiar de pasión”.
El frenesí que despierta el fútbol es un tema tratado en todas las disciplinas artísticas, sociales o económicas, es sin duda el pasatiempo rey, consiguiendo la atención de más de dos tercios de la población del planeta, en todos los continentes este juego provoca la más ardorosa relación de la humanidad con el deporte. Desde hace décadas la gran fiesta del fútbol es el Mundial de naciones de la FIFA. En la edición México 86 se encuentran los más importantes jugadores de la época, quienes despiertan las más fervientes y dolorosas pasiones buscando la gloria: Michel Platini, Enzo Francescoli, Karl-Heinz Rummenige, Zico, Michael Laudrup, Gary Lineker, Vincenzo Scifo, Hugo Sánchez, Jean-Marie Pfaff, Josimar, Elkajær Larsen, Emilio Butragueño, etcétera. La tarde del 29 de junio de 1986 es una fecha imborrable para millones de personas, se juega la electrizante final de la Copa del Mundo: Argentina y Alemania se enfrentan por el máximo trofeo. A lo largo del torneo, de todos estos afamados deportistas quien brilla con mayor fulgor es el astro argentino Diego Armando Maradona, generando el más grande asomo de genialidad en mundial alguno y lleva a su equipo hasta el decisivo encuentro, logrando para los americanos la victoria 3 x 2 frente a la siempre poderosa Die Mannschaft.
Si alguien ha transformado la definición de pasión es sin duda Maradona, erigido en una mítica figura deslumbró con destellos en las canchas alrededor del orbe, una tromba que arrastra criterios, amores y rechazos con la furia que es destinada solo a los grandes, aquellos que agitan la historia. Por casi 50 años su imagen ha estado marcada como una fenomenal referencia cultural y deportiva. Hace dos días quienes aman al balompié fueron sacudidos por la afligida noticia del fallecimiento de uno de los futbolistas más importantes de todos los tiempos, solo el rey Pelé es capaz de destronarle en una reñida escogencia como el mejor. La muerte del Pelusa despierta millares de recuerdos y sensaciones: su victoria ante Inglaterra 2 x 1 fue un acto de reivindicación, las heridas por la Guerra de las Malvinas se encontraban aún abiertas, casi toda América gritó cada gol en una especie de revancha histórica, el Diego escribió con maña y arte los dos goles del crucial partido. Grabada con sangre también fue su participación en aquel polémico Mundial de Italia 1990 cuando empujó a su amada albiceleste a la final donde cayó contra Alemania por el aún debatible penal de Roberto Sensini sobre Rudi Voller.
Es poco menos que estéril enumerar las razones futbolísticas por las que el Pibe de Oro será siempre un inmortal, mucho más absurdo resulta entablar discusiones bizantinas sobre sus logros o defectos, para los enamorados de esta práctica deportiva su grandeza es indiscutible; sus polémicos desenvolvimientos personales son para la mayoría algo sin valor, Diego es fútbol, cada crítica o juicio a su desempeño fuera del campo de juego son reacciones de quienes en su justo derecho se han convertido en aguerridos detractores; para el grueso de los fanáticos perennemente será el ídolo en la cancha, aquel ágil personaje que a punta de regates, explosivas carreras, dominio de la pelota y certeros disparos convertidos en goles que alegraban la vida, el mismo que hacía soñar con que el mundo era un balón que giraba al capricho de sus prodigiosas piernas.
Más allá de la tristeza que significa la muerte de este campeón deportivo, el auténtico duelo que algunos hoy sentimos es por la sociedad, en mala hora nos hemos perdido y estamos tan desnudos con tales miserias que despertamos el llanto. Leer las corrosivas opiniones, las manifestaciones de alegría por el deceso de una persona, el júbilo por el dolor ajeno es tenebrosamente preocupante. Tras el fallecimiento de Maradona hay un ruido que parece el crepitar de una hoguera del Santo Oficio, a mansalva toda clase de epítetos, descalificativos e improperios ceban a unas fieras que parecen sorber de un bochornoso cáliz, nos hemos convertido en una colectividad que ataca, destruye y juzga con una supina liviandad ¡pardiez! ¿Quiénes somos para juzgar al otro? Constantemente hacemos gala de la supuesta condición de cristianos, acérrimos defensores del catolicismo, pero tristemente no practicamos las fundamentales enseñanzas de la religión, con la mayor evidencia damos muestras de nuestros corazones envilecidos y ajenos a ese hermoso mandamiento: ama a tu prójimo como a ti mismo, del caído sacamos el combustible para denigrar o estigmatizar a los otros, la degradante realidad política y económica con la que vivimos en Venezuela nos corroe el alma y nos hemos transfigurados en mordientes actores; la tolerancia se evapora con una sorprendente prontitud, el respeto por los demás acaba en la frontera de mi razón, cada quien se muestra como el poseedor de la sacra verdad. Este país requiere de entendimiento, bondad, solidaridad, humildad; es obligatorio prescindir del odio que nos carcome y que este no sea una característica de nuestra identidad.
La pasión es la pasión y no se puede alterar, por eso, con nostalgia el mundo despide a Diego Armando Maradona, el mítico 10, máximo representante de una generación de prestigiosos atletas; para quienes le admiran será constantemente el alegre muchacho que con desparpajo y vertiginosa velocidad dejaba tendidos a sus rivales tras un pique o un regate, mientras las gradas estallaban en frenética alegría tras una deslumbrante anotación. Maradona luchó grandes batallas dentro y fuera de las canchas: contra la poderosa FIFA, contra el sistema, contra la prensa, contra sus demonios y principalmente contra sí mismo. Inquieto y mordaz enarboló banderas de justicia, del sentir argentino y del panamericanismo, siempre de la mano de los suyos hoy sube a ese espacio reservado a pocos; ningún otro deportista le pertenece al fútbol y a la gente como él. Ve y marca bonitos goles en los terrenos eternos del Padre Creador, ¡Adiós, Diego! Tu leyenda descansa en paz.
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