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La chica de la página en blanco

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A Lisbeth Salander la hemos visto evolucionar en la pantalla, desde su primera versión escandinava hasta sus últimas derivaciones anglosajonas, encarnándose como una especie de pariente chic y lejana del James Bond de Daniel Craig o del Tom Cruise herido de Misión imposible.

Se puede afirmar que las circunstancias de cada época la han hecho adaptarse al diseño estético de los tiempos en que recurren a sus servicios para realizar un fenómeno de masas.

La reina Netflix de la serie The Crown, Claire Foy ha sido la nueva actriz en ponerse la corona de espinas que amerita el papel de La chica en la telaraña, título que enlaza a la cinta con el planeta de las redes sociales, las franquicias de la Marvel y los tejidos oscuros que atan a la geopolítica mundial.

En efecto, el personaje enfrenta una nueva conspiración de su familia terrorista que la lleva a encapsularse en sus guaridas, como una respuesta femenina de los tormentos personales de Batman, según la óptica de Chistopher Nolan. Sería ella un antiheroína que sufre un calvario que la acerca al de los freaks incomprendidos de la DC Comics.

La película, con su visión neonoir del género thriller, parafrasea el contenido de los distópicos relatos de la historieta gráfica pesimista y melancólica, sin desconectarse de la idea de transcribir el espíritu de su fuente literaria de inspiración.

También la tormentosa deriva del feminismo contemporáneo consigue su traducción en la puesta en escena del filme, pero de una forma menos reivindicativa que dramática, pues la venganza de la protagonista contra sus demonios masculinos, no conduce necesariamente a su curación y tampoco al cierre idílico de la historia.

Los hombres, ciertamente, aparecen desdibujados en la construcción del argumento, asumiendo roles secundarios que potencian el lucimiento de la líder del reparto. De Norteamérica llega un francotirador que apoya la causa redentora y salvadora de la enemiga pública número uno de la franquicia.

En el frío de Estocolmo, el Mikael Blomkvist de la entrega del 2018 carece del carisma de sus antepasados, ubicándose en un plano distante y casi asexuado.

Las tensiones eróticas encuentran otra catarsis y liberación en las peleas cuerpo a cuerpo. Lisbeth ha perdido su libido de devoradora, de mantis, y apenas combate su frigidez con amantes esporádicas y fantasmas a las que utiliza en una metáfora del amor líquido, de las relaciones pasajeras y efímeras de hoy en día.

Estamos ante un cine de espectros que huyen de las muestras de afecto y que viven con el karma de la explotación de su infancia, a manos de padres corruptores y pederastas.

A su modo, La chica en la telaraña expresa el trauma de una generación que padece los estragos de la violencia de género y de las denuncias por los horrores de la pedofilia.

Alrededor del tema de las inocencias robadas se arma el entramado conceptual y dilemático del guion, al contemplar el choque de trenes de dos hermanas separadas al conocer los métodos peligrosos de su progenitor. En la ilustración freudiana del libreto, una de las hijas toma el camino de la imitación de la semilla del mal, mientras que Lisbeth Salander opta por escapar de su círculo vicioso, al acabar por desafiarlo y desactivarlo a través de una resistencia suicida.

El final complementa el inicio de la trama, cuando se repita una caída que plasma que la hacker nunca abandonará la telaraña.

Fede Álvarez logra ejecutar un trabajo muy físico, poético, francés y abstracto que lo sitúa en la cúspide de los autores latinos del milenio, a la zaga de Guillermo del Toro, Andy Muscheti, Alfonso Cuarón y Alejandro G. Iñárritu. La fotografía encuadra el aislamiento de los rebeldes y el poder de la vigilancia que nos oprime.

En suma, una digna secuela de una saga que cuenta con la indómita contribución de Claire Foy para continuar sacando réditos en la taquilla y en las mentes alucinadas de los fanáticos de la literatura negra.

Una ambigüedad estimulante que se cierne en una página escrita que se borra para que se llene en la cabeza del espectador.

Un fuego que abrasa a la mala conciencia de una época, que marca el destino incierto y nihilista de una Lisbeth Salander que quiere renunciar a su glorificación épica.

Es humana, demasiado humana.

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