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El poder de Lorent

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No hablo de Lorent y el poder porque el poder lo tiene Lorent. Los cuatro años en prisión no fueron para él años perdidos, pues el tiempo no se detuvo mientras experimentaba tanto horror. Esas vivencias, sin duda traumáticas y dolorosas, le permitieron madurar y fortalecerse, además de comprender, al igual que tantos otros presos políticos, lo que significa el poder de un Estado que busca aplastar al individuo.

La experiencia enseña lo que la teoría desconoce. Se aprende más de las vivencias y de los hombres que de los libros. Por eso entiendo que él diga que estos años de vida no se los ha quitado nadie. Le han dado, por el contrario, una autoridad moral grande para hablar no solo de la capacidad de crueldad de estos regímenes que atormentan, sino del valor de la vida y la libertad.

Su experiencia tiene carácter de testimonio. Vivió lo que un régimen autoritario pretende con las sociedades: anular nuestros sentidos para que lleguemos al punto de desensibilizarnos, de deshumanizarnos, de desesperanzarnos. Muy a pesar de las torturas, o tal vez en virtud de ellas, Lorent descubrió “el poder de la contemplación”: “El valor de lo esencial que parece invisible. Los periodistas y los políticos quisieran que yo hablara de otras cosas –dice–. Pero para mí esto es lo fundamental. ¿Cuánto vale el color verde? ¿Y el azul? Yo estuve en un sarcófago blanco, como un ciego, meses y meses. ¿Y cuánto vale la conciencia del tiempo? No es que yo no supiera si era de día o de noche. Es que no sabía si había dormido una hora o diez. ¿Y qué valor tiene un espejo? Cuando no te ves la cara durante mucho tiempo te olvidas de cómo eres. La primera vez que me vi en un espejo tuve un ‘shock’. Me palpé, susurré… ‘Éste soy yo’. El cielo no es cualquier cosa. El sol, la luna, la lluvia, las estrellas… tampoco. Unos zapatos. Una silla. Yo peleé tanto, como un loco, para conseguir cosas que a cualquiera le parecerían irrelevantes. Hice una huelga de hambre de 18 días para que me dieran un reloj. La defensora ¡del pueblo! me decía: ‘¿Dónde está escrito que un reloj es un derecho humano? ¿Dónde dice que debamos dejarle una mesita?”.

La pretensión de anular los sentidos busca colonizar las conciencias, como diría Havel. Individuos adormecidos por el dolor, sometidos a la voluntad de otros, dejan de ser personas para volverse masa. Lorent cuenta cómo vio a hombres no hacer nada frente al sufrimiento ajeno. La tortura blanca, la psicológica, de la Tumba; el hacinamiento y la sordidez de El Helicoide, llevaron a este muchacho a descubrir el valor del amanecer. Nadie mejor que él para instar a los políticos a volver a lo esencial, que está en lo sencillo, en los más básicos derechos del hombre. Los tiempos de abundancia, de excesos, de facilismo; la vida cómoda y cómplice de un sistema en el que se ha suplido el amor al hombre por los intereses personales o de grupo que solo aspiran al poder son todas variables que pueden conducir a cualquier sociedad a tiempos de horror. La democracia no puede darse nunca por sentada, por más lejana que se vea su pérdida, pues el hombre puede siempre volver a “ensuciar el cielo”, como sugiere Havel a partir de sus recuerdos de infancia cuando intenta contraponer el mundo natural a la impersonalidad del aparato, del sistema que anula las intenciones de la vida.

La experiencia de Lorent es la del aislamiento del individuo para lograr así diluirlo en la masa. Por eso hay que fomentar lo contrario: la solidaridad, el trato cercano, humano, de yo a tú. El trabajo en equipo, la ayuda al amigo cuando se cansa, el animar al desanimado es hoy en día un esfuerzo grande en Venezuela, pero veo que asociarse, tender puentes, reconocer al otro como persona es, realmente, la salida a la agobiante situación. Volver a lo sencillo, redescubrir el mundo natural: valorar la vida, el trabajo, la comida y la salud que este régimen desprecia y arrebata. Valorar el amor y el rostro del otro: lo que este gobierno ha triturado y pretende desaparecer.

Lorent es un testimonio de que la vida es un don y así como se aprecia la paz después de la guerra, así nos enseña él a retornar al mundo de lo esencial, alertándonos sobre cómo se revierte contra nosotros mismos cuando atentamos contra él: cuando “ensuciamos el cielo” con el humo de unas fábricas que fueron construidas por pura utilidad, obviando esos rostros que trabajarían en ellas.

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