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Salón de relegados XVII: Juan Antonio Pérez Bonalde y Martín F. Feo Calcaño. Traducciones de «El cuervo» de E.A. Poe y «Si» de R. Kipling

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Por FEDERICO PACANINS

Juan Antonio Pérez Bonalde (Caracas, 1846 – La Guaira, 1892)  no ha sido un relegado de la literatura venezolana. Si bien su vida de poeta estuvo llena de vaivenes que lo llevaron a expatriarse y viajar por el Caribe y Europa —viajes que acaso justificaron poemas de tanta celebridad como “Vuelta a la patria”—, esos mismos vaivenes también le ayudaron a dominar el inglés, el alemán, el francés, el italiano, el portugués, el griego y el latín. Y esa destreza políglota le permitió traducir la obra de poetas alemanes del calibre de Heinrich Heine, y entregar a los editores de su tiempo una cuidada versión “The raven” del maestro norteamericano Edgar Allan Poe.

Precisamente es la faceta de maestro traductor de Pérez Bonalde la que hoy da pie a pensar que se ha relegado, y en oportunidades menospreciado, la relectura de sus particulares y re-creativas traducciones.

En cuanto a Martín Fernández-Feo Calcaño (Caracas, 1869-1949), cabe señalar que perteneció a una generación de caraqueños que cultivaron desde su ciudad el gusto por la literatura universal. Su conocimiento del inglés y sus ejercicios líricos (Peninos, poemario de 1938) lo llevaron a traducir un icono de las letras decimonónicas inglesas: “If” de Ruyard Kipling del año 1895.  La versión de “Si” de Feo Calcaño, editada en singulares hojas de pergaminos destinados al obsequio privado en 1934, fue celebrada y memorizada por compatriotas que estimaban la grandeza de tener un clásico de Kipling en castellano versificado, que de algún modo acompañaba y complementaba el quehacer de Pérez Bonalde y su traducción de “El cuervo”.

 “El oficio del traductor debe ser el de conductor del lector a lo que ha dicho el poeta (…) Entonces, leer la traducción de un poema debiera ser, también idealmente, atravesar la traducción y llegar al poema. Una traducción debe aspirar a ser una transparencia”.

Gustavo Díaz Solís 

(Prólogo a Seis poemas de Robert Frost. Ediciones UCV, Caracas, 1963)


“EL CUERVO” de Edgar Allan Poe

(traducción de Juan Antonio Pérez Bonalde; edición de 1875, París, Richard Lesclide-Editor)

Una fosca media noche, cuando en tristes reflexiones,

Sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones

Inclinaba soñoliento la cabeza, de repente

A mi puerta oí llamar;

Como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta

Mano tímida a tocar:

«¡Es —me dije— una visita que llamando está a mi puerta:

eso es todo y nada más!».

 

¡Ah! Bien claro lo recuerdo: era el crudo mes del hielo,

Y su espectro cada brasa moribunda enviaba al suelo.

Cuán ansioso el nuevo día deseaba, en la lectura

Procurando en vano hallar

Tregua a la honda desventura de la muerta Leonora;

La radiante, la sin par

Virgen rara a quien Leonora los querubes llaman, ahora

Ya sin nombre… ¡nunca más!

 

Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras

Me aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras,

De tal modo que el latido de mi pecho palpitante

Procurando dominar,

«¡Es, sin duda, un visitante —repetía con instancia—

Que a mi alcoba quiere entrar:

Un tardío visitante a las puertas de mi estancia…,

Eso es todo, ¡y nada más!».

Poco a poco, fuerza y bríos fue mi espíritu cobrando:

«Caballero, dije, o dama: mil perdones os demando;

Mas, el caso es que dormía, y con tanta gentileza

Me vinisteis a llamar,

Y con tal delicadeza y tan tímida constancia

Os pusisteis a tocar,

Que no oí», dije, y las puertas abrí al punto de mi estancia:

¡sombras sólo y… nada más!

 

Mudo, trémulo, en la sombra por mirar haciendo empeños,

Quedé allí —cual antes nadie los soñó— forjando sueños;

Más profundo era el silencio, y la calma no acusaba

Ruido alguno…, resonar

Sólo un nombre se escuchaba que en voz baja a aquella hora

Yo me puse a murmurar,

Y que el eco repetía como un soplo: ¡Leonora…!

Esto apenas, ¡nada más!

 

A mi alcoba retornando con el alma en turbulencia,

Pronto oí llamar de nuevo, esta vez con más violencia:

«De seguro —dije— es algo que se posa en mi persiana,

Pues, veamos de encontrar

La razón abierta y llana de este caso raro y serio,

Y el enigma averiguar:

¡Corazón, calma un instante, y aclaremos el misterio…:

Es el viento, y nada más!».

La ventana abrí, y con rítmico aleteo y garbo extraño,

Entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño.

Sin pararse ni un instante ni señales dar de susto,

Con aspecto señorial,

Fue a posarse sobre un busto de Minerva que ornamenta

De mi puerta el cabezal;

Sobre el busto que de Pallas representa

Fue y posóse, y ¡nada más!

 

Trocó entonces el negro pájaro en sonrisas mi tristeza

Con su grave, torva y seria, decorosa gentileza;

Y le dije: «Aunque la cresta calva llevas, de seguro

No eres cuervo nocturnal,

¡viejo, infausto cuervo oscuro vagabundo en la tiniebla…!

Dime, ¿cuál tu nombre, cuál,

En el reino plutoniano de la noche y de la niebla…?»

Dijo el cuervo: «¡Nunca más!».

 

Asombrado quedé oyendo así hablar al avechucho,

Si bien su árida respuesta no expresaba poco o mucho;

Pues preciso es convengamos en que nunca hubo criatura

Que lograse contemplar

Ave alguna en la moldura de su puerta encaramada,

Ave o bruto reposar

Sobre efigie en la cornisa de su puerta cincelada,

Con tal nombre: «Nunca más».

 

Mas el cuervo fijo, inmóvil, en la grave efigie aquella,

Sólo dijo esa palabra, cual si su alma fuese en ella

Vinculada, ni una pluma sacudía, ni un acento

Se le oía pronunciar…

Dije entonces al momento: «Ya otros antes se han marchado,

Y la aurora al despuntar,

él también se irá volando cual mis sueños han volado».

Dijo el cuervo: «¡Nunca más!».

 

Por respuesta tan abrupta como justa sorprendido,

«No hay ya duda alguna —dije—, lo que dice es aprendido;

Aprendido de algún amo desdichado a quien la suerte

Persiguiera sin cesar,

Persiguiera hasta la muerte, hasta el punto de, en su duelo,

Sus canciones terminar

Y el clamor de su esperanza con el triste ritornelo

De: ¡Jamás, y nunca más!».

 

Mas el cuervo provocando mi alma triste a la sonrisa,

Mi sillón rodé hasta el frente de ave y busto y de cornisa;

Luego, hundiéndome en la seda, fantasía y fantasía

Dime entonces a juntar,

Por saber qué pretendía aquel pájaro ominoso

De un pasado inmemorial,

Aquel hosco, torvo, infausto, cuervo lúgubre y odioso

Al graznar: «¡Nunca jamás!».

 

Quedé aquesto investigando frente al cuervo, en honda calma,

Cuyos ojos encendidos me abrasaban pecho y alma.

Esto y más —sobre cojines reclinado— con anhelo

Me empeñaba en descifrar,

Sobre el rojo terciopelo do imprimía viva huella

Luminosa mi fanal,

Terciopelo cuya púrpura ¡ay! Jamás volverá ella

A oprimir, ¡ah, nunca más!

 

Parecióme el aire, entonces, por incógnito incensario

Que un querube columpiase de mi alcoba en el santuario,

Perfumado. «¡Miserable ser —me dije—. Dios te ha oído,

Y por medio angelical,

Tregua, tregua y el olvido del recuerdo de Leonora

Te ha venido hoy a brindar:

Bebe, bebe ese nepente, y así todo olvida ahora!».

Dijo el cuervo: «Nunca más».

¡Oh, Profeta —dije— o duende!, mas profeta al fin, ya seas

Ave o diablo, ya te envía la tormenta, ya te veas

Por los ábregos barrido a esta playa, desolado

Pero intrépido, a este hogar

Por los males devastado, dime, dime, te lo imploro.

¿Llegaré jamás a hallar

Algún bálsamo o consuelo para el mal que triste lloro?.

Dijo el cuervo: «¡Nunca más!».

«¡Oh, Profeta —dije— o diablo! Por ese ancho, combo velo

De zafir que nos cobija, por el sumo Dios del cielo

A quien ambos adoramos, dile a esta alma dolorida,

Presa infausta del pesar,

Si jamás en otra vida la doncella arrobadora

A mi seno he de estrechar,

La alma virgen a quien llaman los arcángeles Leonora…».

Dijo el cuervo: «¡Nunca más!».

«¡Esa voz, oh cuervo, sea la señal de la partida

—grité alzándome—, retorna, vuelve a tu hórrida guarida,

La plutónica ribera de la noche y de la bruma…!

¡De tu horrenda falsedad

En memoria, ni una pluma dejes, negra! ¡El busto deja!

¡Deja en paz mi soledad!

¡Quita el pico de mi pecho! ¡De mi umbral tu forma aleja…!».

Dijo el cuervo: «¡Nunca más!».

 

¡Y aun el cuervo inmóvil!, fijo, sigue fijo en la escultura,

Sobre el busto que ornamenta de mi puerta la moldura….

Y sus ojos son los ojos de un demonio que, durmiendo,

Las visiones ve del mal;

Y la luz sobre él cayendo, sobre el suelo flota…, nunca

Se alzará…, nunca jamás!


“SI” de Rudyard Kipling

(traducción de “IF” de Martín F. Feo Calcaño; Caracas, 1934)

Si conservas la calma cuando todos los seres

Van perdiendo la suya, y por ello te culpan;

Si en ti mismo confías cuando todos te dudan,

Y, además, los perdonas por sus dudas infieles;

SI tú esperas y nunca te fatiga la espera;

O si, siendo mentido, de mentiras te apartas;

O si, odiado, no dejas que los odios te invadan,

Sin pasar por imbécil ni pasar por profeta;

 

Si tu sueñas y al sueño no te das por esclavo;

Si tu piensas y no haces del pensar un fetiche;

Si te enfrentas al Triunfo y al Desastre y consigues

Dar a estos farsantes el mismísimo trato;

Si tu ves retorcida la verdad que tú has dicho,

Y que han hecho con ella una trampa de tontos;

O si miras tus hechos convertidos en trozos

Y te inclinas y, al punto, los rehaces sin gritos;

Si tú haces un cerro del producto de todas

Tus ganancias, y luego las arriesgas de un golpe,

Y al perderlas empiezas otra vez cobre a cobre

Sin que diga tu labio ni una frase, una sola…

Si tú fuerzas a un tiempo corazón, nervio y fibra

A dictarte, a pesar de haber ellos partido,

Y así alientas aún cuando nada queda en ti sino

Tu viril Voluntad que les dice: “¡Persistan”;

 

Si de hablar con la plebe tu virtud no se gasta,

O de andar con los Reyes tu humildad no se pierde;

Si ni amigos amados ni enemigos te hieren;

Si contigo ellos cuentan, mas ninguno se pasa…

Si tú puedes llenar el minuto vivido

Con sesenta segundos de extensión recorrida,

Tuya, tuya es la Tierra y cuanto ella origina,

Y aún más, ¡tú serás todo un Hombre, hijo mío!

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