El monstruo mundo, novela de la autora mexicana Azucena Hernández, ofrece una historia fragmentada y porosa sobre la violencia sistémica contemporánea y la enajenación como reacción política a esa violencia; más aún, sobre el cuerpo femenino como locus de esa violencia sistémica, y sobre la alucinación como único escape para el libre albedrío en realidad inaccesible a la existencia aislada y marginal de lo femenino.
La narración ocurre en primera y en tercera persona y su personaje principal, casi siempre femenino, encuentra una fluidez de género muy conectada con la porosidad y el desdoblamiento que la caracteriza. Quien narra flota asfixiada de un lugar y tiempo a otro, está suspendida, por momentos es también La otra voz de este lado de la puerta; observa y es más que observadora, se identifica con lo que ve, siente lo que le rodea: podía escuchar los edificios imponentes de un gris deslucido corroyendo amorosamente mis entrañas (55).
Así mismo, quien lee navega la historia, o se deja navegar por ella, convertida en polen, en hoja bailando en el viento; se aloja transitoriamente en distintos planos de la realidad, sin albedrío. El monstruo mundo convierte a su lectora en personaje. La lleva a explorar, a cabalgar sobre una nube narcótica, distintos estados del ser (sólido/líquido/gaseoso) y distintos estados de conciencia (vigilia/sueño/alucinación).
Las situaciones se ofrecen ensimismadas en cada breve capítulo como habitaciones de un sueño, habitaciones de un viaje cuyas puertas aparecen repentinamente, se dibujan ante quien lee sin aviso y se desdibujan así mismo, dejando alguna nueva abierta, como respiración orgánica. En efecto, los capítulos pueden prescindir del orden que les ofrecen las páginas y conectarse fluidamente y sin planificación aparente, sin por ello mellar lo narrado. Este tránsito libre entre espacios/tiempos/estados, es posible pues el viaje o los viajes entre un lugar, un momento, una condición y otra, se dan casi imperceptiblemente, ocurren sobre la nube narcótica que transporta a los personajes, alucinados y desdoblados de su conciencia. Sin embargo, la fluidez narrativa no sumerge a quien lee en un devenir descontrolado, por lo contrario, es llevado a pulso por Hernández gracias a sus frases concisas, claras, potentes, y a la fragmentación del texto, que pone coto a cada cuadro, a cada momento, a cada situación como si de una fotografía se tratara. La prosa poética impecable, la imagen visual tratada con detalle, da forma a la historia de comienzo a fin.
El nihilismo suicida es una constante en la trama. Ya desde las primeras líneas de la primera página se anuncia: Entre la pereza que embargaba los días, pude, con insospechado valor contra la abulia, escribir las variaciones de una frase. Sencilla, trillada, inútil: La vida es reducible a lo insignificante o La vida es reducible a la insignificancia. Así mismo, la experiencia adictiva hacia sustancias psicotrópicas y alcohol, también desde un inicio, sugiere un devenir que será constante: Esto cuando recordé sentir la droga en el cerebro, luego el golpe pesado de mareo y náusea. Insoportable realidad de plomo. Arcadas y vómito de bilis. La cabeza echada hacia atrás. Quería yacer, lanzarme sin lucha a la caída, en el vértigo compartido de algún sospechoso éxtasis, pero manos aviesas no me permitían el completo abandono al sinsentido. Pensé en devolver la vida, argüir un defecto de fábrica; obtener a cambio la viable sobrevivencia al cercenamiento de venas, a la sobredosis de botiquín casero crecido con esmero y fin, a la larga agonía que provocan las ideas, al tiro en el cerebro: pum (27).
En la historia, la palabra es un personaje más: Las palabras, todas, comprendían una falsa propuesta, un indicio no logrado; su escollo a veces parecía no decir nada. Olvidar las prometidas palabras cuando ellas mismas me olvidaban, e ignorar el pronunciarlas y el pronunciarme. La experiencia desengañada de la palabra es síntoma de un momento vital, o mortal. Leer toda la mañana conformaba un placer de la solitud, dice la narradora (30). Más adelante: Mirar la página en blanco como mirar al techo, con la mente cansada y el cuerpo dolorido del dolor que nace de los huesos y las piernas, raíz moribunda y endurecimiento de miembros (35). Aunque sin fe en las palabras, el personaje principal no puede abandonarlas ni dejarse abandonar por ellas. Operan como bisagra entre el mundo exterior e interior. De la página en blanco al techo y a los músculos casi inertes ya.
Más aún, los personajes, descreídos del y por el mundo, flotan en un vaho bíblico, en el eco de unas escrituras sagradas que no deja de resonar pero tampoco termina de manifestarse, pues en principio fue el verbo y ese principio, ¿cuándo ocurrió? Quien se ha dejado ir, quien vive abandonada a su suerte, lee la biblia, y entiende o experimenta la droga como eucaristía: es lo único que le queda. Levántate y anda, dijo D. [¿Dios?/¿Diablo?/¿Droga?] a pesar del sopor compartido. Levántate, anda, siempre es así la primera vez (1). Más adelante se lee: D. era de palabra. Extraña expresión, la palabra; traiciona a cada instante sus motivaciones y sus efectos, pues el defecto de la palabra fue el mundo, seis días de labores extenuantes y uno de afasia (11).
En ese tiempo suspendido, en ese tiempo cíclico, oscuramente místico, vive el personaje principal: No te levantes, no hay dónde andar (39); flotando entre mandamientos bíblicos y decadentes: No matarás. Solo pretenderás vivir, como casi todos, en un apego a las circunstancias, a las oportunidades que va pariendo el día, al pulso, el flujo sanguíneo, y así escribirás… (49). La constante imagen de lo sagrado/oscuro, remonta a los inicios del tiempo, da un dejo de eterno y decadente presente en la narración. D. también se está pudriendo, reconoce el olor que emana… tiene los atributos de un místico, se transustancia en sus botas negras pequeñitas que podrían ser fetiche de cableado eléctrico, balanceándose en impávido flujo del viento. Somos cordiales, se sienta a mi lado (96).
Así, esta narración narcotizada y siempre al borde del suicidio, contada por un ser asqueado de todo y capaz de todo, fluye hacia situaciones progresivamente violentas; termina escribiéndose desde un manicomio, en el que se reciben visitas cada vez menos ciertas o materiales, en el que se conversa con las imágenes de la desolación. La protagonista aparece en un prostíbulo, de nuevo como actriz y a la vez observadora participante de la decadencia, dispuesta a ocupar performáticamente cualquier espacio y de transmutarse en el espacio mismo, con tal de recibir la droga que necesita. De esta manera, la violencia que empapa el libro de inicio a fin, que quien la cuenta describe y a la que está sujeta, se consustancia con ella de manera territorial en virtud de la porosidad ya mencionada. Las mujeres prostituidas, golpeadas, esclavizadas, viviendo una dramática existencia sin drama –todo: la vida, la muerte, lo que se consume o lo que se imagina, da igual– son siempre una y la misma. Aparecí con ella cuando se fueron, cuando ya no había nadie a quien temerle, ayudar a nadie porque ya está muerta… te dijeron perra y puta y muerta. Te dejaron completamente muerta. Ni una pierna viva, ni una mano, ni un ojo, ni una boca. Te dejaron sola (82). Esta memoria, la de la mujer asesinada cuya sangre la protagonista lame en un gesto de identificación, de pacto secreto, la muñeca lasciva de la diosa-niña (103), la visita en medio del sopor de la supervivencia indeseada. Yo pude haberla conocido, la veo de niña y es amable como el cauce blando de un arroyo; también sabía trabajar la impostura. Amaneció muerta hace unos días sobre el cielo mugriento atragantado de noches (103).
El monstruo mundo termina en el cementerio, donde el personaje principal ofrece una flor de plástico a una tumba sin nombre. Un gesto más de inutilidad. La identificación en una serie de lápidas apenas diferenciadas entre sí por una letra, la inicial del nombre de la mujer asesinada, conduce a pensar que a los nativos, a las nativas de las regiones violentas, pozo que se abre a las entrañas de un infierno, nos constituye aquella violencia más allá del dolor, nos integra. Una mujer asesinada es todas las mujeres. Es quien escribe y quien lee. Y acá un inciso: Azucena Hernández es nativa de Ciudad Juárez, conoce de muy cerca el rostro de la violencia de género que azota la región. Denle al sin nada un arma, a aquel que rumia miserias arcaicas, será como un niño resentido que saca la lengua y pone el pie para que el otro caiga, el nadie, el otro que encarna sus envidias pulsantes. Él también guarda balas en su cuerpo (49).
Cada lápida es entonces vestigio y declaración, recordatorio de una misma muerte ancestral, monumento tardío a los feminicidios en Ciudad Juárez. Una de ellas, perteneciente a la hija de D., convierte a aquella sombra atemorizante en dios en minúscula, en diablo sufriente, en ángel caído. En vez de pronunciar la frase imposible, la despedida a la hija asesinada, que podría ser la protagonista o quien lee o cualquier otra mujer, concluye D.: Que venga el diablo y nos lleve, mejor (105). Con esta plegaria abandonada, termina la novela.
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